Read El jardín de las hadas sin sueño Online
Authors: Esther Sanz
Tags: #Infantil y Juvenil, Romántica
No me costó reconocer aquella voz que explicaba cosas de mi infancia en primera persona.
¡Era yo!
Aunque no había duda de eso, aquello no tenía ni pies ni cabeza… Estaba segura de no haberle explicado esas intimidades a mi captor.
Berta y James me miraron perplejos.
Mi voz continuó explicando el momento de mi primera menstruación y cómo mi abuela me había dado la bienvenida al mundo de las adultas. Una tos masculina sonó de fondo. Hablaba de una forma tan dulce y despreocupada que no parecía que estuviera bajo los efectos de ningún sedante. No parecía la voz de una chica confundída o drogada, sonaba desenfadada y alegre, como el canto nocturno de un mirlo.
Berta pasó la grabación varios minutos hacia delante, justo en el momento en que Robin me hacía un cuestionario completo sobre Bosco.
—¿Quién es el chico del río, Clara?
—Es la persona más maravillosa del mundo. Se llama Gabriel, pero Berta y yo le llamamos Bosco.
—¿Qué edad tiene?
(Silencios)
—Más de cien, pero su aspecto es el de un joven de diecinueve.
—¿Dónde vive?
—En el bosque.
—Sé más específica, Clara.
—Vivía en la cabaña del diablo, pero los hombres de negro la quemaron.
—¿Qué sientes por él?
(Silencio.)
—¿Le amas?
—Sí, más que a mi propia vida.
—¿Te has acostado con él?
Berta detuvo la grabación y tomó mi mano.
Sentí mucha vergüenza.
—No recuerdas nada, ¿verdad? —me preguntó James.
Negué con la cabeza.
—Es posible que te pusiera alguna sustancia en la comida.
—Cada noche me hacía tomar una píldora. Pensé que era algún sedante para que descansara…
—Es extraño. Estas drogas dificultan el habla —añadió.
Cuando te dieron aquel suero de la verdad en el bosque hablabas balbuceando y casi ni se te entendía. Pero ahora… parece más una conversación entre amigos.
Su comentario hizo que me sintiera fatal. Tuve que tragar saliva para no echarme a llorar.
—Esa gente no tiene escrúpulos —dijo James al ver mi reacción—. Cuentan con la tecnología más avanzada y es posible que tengan algún sedante de última generación.
—Te aseguro que no tenía ni idea…
—En mi opinión, es mejor que seas tú sola quien escuche las grabaciones —añadió él—. Al fin y al cabo, son cosas personales tuyas.
Bastará con que nos cuentes aquello que pueda comprometernos o ponga en peligro nuestra seguridad.
—O la de la semilla —añadió Berta algo contrariada.
—¿Estás de acuerdo, Clara?
—Sí.
Berta y James me dejaron sola en aquella habitación con la excusa de preparar la comida.
Sabía que era absurdo sentirse traicionada por un secuestrador, pero así era como me sentía. El misterio de por qué no me había preguntado nada durante todo ese tiempo quedaba ahora resuelto. Aquello también explicaba que supiera cosas de mí que yo jamás había contado a nadie, como que me había caído de un columpio a los siete años o que me sentía culpable por la muerte de mi madre.
Como un mirlo sin sueño, había cantado para Robin, cada noche, mi repertorio completo.
Lágrimas de frustración recorrieron mis mejillas mientras escuchaba al azar otra de las conversaciones:
—¿Por qué quieres acostarte con Robin?
El hecho de que hablara de él en tercera persona me hizo pensar que mi inconsciente ni siquiera había detectado que fuera él mismo quien me hacía las preguntas.
(Silencio.)
—Forma parte del plan. Si logro que me saque al exterior y que pierda la cabeza por mí, tendré alguna oportunidad de huir de aquí Seducirle para escapar, de eso se trata.
Esta vez fue Robin el que enmudeció durante unos segundos.
—¿Sientes algo por Robin?
Me acerqué el aparato al oído para escuchar mejor mi respuesta.
—Sí. Intento luchar contra eso, pero no lo consigo del todo.
—¿Y qué es lo que más te gusta de él?
—Me gusta cómo besa y cómo huele. También me gustan sus ojos, su corte de pelo, su piel suave… Me gusta cómo sonríe y lo que siento cuando está cerca…
No podía creer que aquellas palabras hubieran salido de mí. Me disculpé diciéndome que estaba drogada y que no era dueña de lo que decía… Por muy suero de la verdad que me hubiera dado, ¡yo no sentía todo eso! ¡Yo odiaba a Robin!
—¿No te estarás enamorando de él?
—Sí, creo que así es.
La risa musical de Robin ponía fin a aquella grabación.
Lancé el iPod con rabia contra la pared.
P
asaron varios minutos antes de que recogiera el iPod del suelo —por suerte, no se había roto— y siguiera escuchando las grabaciones.
Durante ese tiempo permanecí tumbada en la cama, llorando de rabia y vergüenza.
¿Cómo no me había dado cuenta antes?
Había tenido suficientes indicios para sospechar de su estrategia. Por un lado, la píldora nocturna y la sequedad de boca con la que amanecía. Por otro, las cosas personales que Robin sabía de mí. ¡Llegué incluso a pensar que tenía visiones como yo! Había sido una ilusa.
Me odié a mí misma por no haber descubierto su plan, pero sobre todo por contestar aquellas barbaridades.
Ya más calmada, seleccioné varias conversaciones y las fui escuchando una a una. Algunas eran completamente insustanciales. También había relatos sobre mi vida que ni siquiera recordaba. Descubrir que mi inconsciente los almacenaba y era capaz de reproducirlos con aquella precisión me dejó alucinada.
Hablaba como si estuviera en compañía de un buen amigo, iluminada y completamente desinhibida. En alguna ocasión, Robin intervenía y se interesaba por cuestiones que nada tenían que ver con su causa. Yo respondía a sus preguntas con toda naturalidad, como si entre él y mi inconsciente se hubiera creado una relación especial, una complicidad de la que yo era ajena. ¡Aquello era de locos!
Detuve la grabación en el momento en que salió esta pregunta:
—¿Existe la semilla de la inmortalidad?
Tomé aire y volví a activar el sonido.
—Sí, existe.
—¿Y dónde está?
—En las profundidades de la Tierra.
(Silencio.)
—Explícame cómo llegar a ella.
—No puedo, es un secreto.
—Puedes confiar en mí, sabré guardarlo. ¿Cómo se llega a la semilla?
Mi inconsciente no opuso ninguna resistencia.
—Monte arriba, en dirección noroeste y siguiendo el curso del río, existe una cascada de poco más de un metro. Al atravesarla, se accede a una cueva con un lago subterráneo de aguas termales. Hay que zambullirse y recorrer buceando un túnel. Al final de él, se encuentra una cripta. Y en ella está la semilla.
En el resto de la grabación, Robin me preguntaba algunos pormenores del lugar. Me sorprendió la profusión de detalles que recordaba y la precisión con la que era capaz de describirle la ruta. Había llegado a dudar de mi capacidad para acceder sola a esa parte tan recóndita del bosque y, sin embargo, mi inconsciente parecía acordarse de cada piedra del camino. Aun así, no estaba segura de que nadie pudiera localizar la semilla siguiendo esas indicaciones. Había tomado como referencia las plantas, y otros elementos del monte, que seguro que se habrían transformado con el paso de los meses y el cambio de estación.
En cualquier caso, les había dicho lo que querían saber: que la semilla existía y que se hallaba en algún lugar del bosque, al otro lado de una cascada.
Cuando mis amigos me vieron entrar en el salón con el iPod en las manos y el semblante abatido, intuyeron que mi confesión había ido más allá de cuatro confidencias personales.
—Les he dicho dónde está la semilla —dije con un hilo de voz.
James me abrazó y me susurró al oído que no me preocupara, que todo saldría bien, pero Berta no pudo evitar lanzarme una mirada de recelo. Supuse que estaba molesta conmigo por haber metido de nuevo la pata. Otra vez era yo quien lo fastidiaba todo, dejándose capturar y hablando más de la cuenta. Y eso me convertía en una mala guardiana, en una pésima abeja guerrera…
Los tres estuvimos de acuerdo en que no había tiempo que perder. Teníamos que ir a la Sierra de la Demanda, avisar a Bosco y llegar a la semilla antes que los hombres de negro. Pero ¿cómo hacerlo?
—El avión no es seguro —reflexionó Berta en voz alta—. Y mucho menos si volamos las dos juntas.
—Vayamos en furgoneta —propuso James—. Mi primo tiene una Volkswagen antigua adaptada para hacer acampada. El se ha recorrido media Europa con ella. Tiene matrícula alemana, así que podremos movemos sin levantar sospechas.
—¡Buena idea! —exclamó Berta—. Pídesela y compra la Lonely Planet… Pasaremos por un trío de hippies viajeros.
—Pero… ¿qué hay de tus clases? —intervine preocupada por James—. No puedes dejar el curso a estas alturas. Solo falta un mes para los exámenes finales. ¿Qué dirá tu padre?
—No se enterará. Está en Nueva York por negocios y no regresa hasta después del verano. Además, ya he ido aprobando los parciales a lo largo del curso. Bastará con que llegue una semana antes para enfrentarme a un par de asignaturas.
—¿Clases? ¿Exámenes finales? —intervino Berta mirándonos escandalizada—. Estamos defendiendo algo que puede revolucionar el destino de la humanidad, ¿y os preocupáis por esas minucias?
Aquella regañina me pilló desprevenida. No sabía a qué venía.
—Será mejor que cada uno prepare su equipaje y haga una lista de todo lo que vaya a necesitar —dijo James con tono conciliador—. Saldré a comprar más tarde, así podremos partir de madrugada.
Me retiré a mi habitación y saqué varias prendas del armario. Después vacié la caja sobre la cama. Aparecieron el móvil y el bolso de Alicia con la documentación falsa; pero también varias cosas que había guardado en el doble fondo del arcón, como mi auténtico DNI y el saquito con las monedas de oro. Me pareció sorprendente que James hubiera dado con todo aquello.
Una piedra verde relució junto a aquellas cosas. Era el anillo que James me había regalado —o, mejor dicho, que le había regalado a Alicia— la noche del Honey Trap. Lo tomé entre mis dedos y jugueteé con él unos segundos.
James apareció en ese instante y se sentó a mi lado.
—He hablado con mi primo y nos deja la furgoneta.
Asentí sin dejar de mirar la sortija. Después alcé la vista y me encontré con sus dulces ojos marrones.
—Gracias, James… Pero ¿estás seguro de que quieres meterte en este lío?
—Ya estoy metido
milady
.
Tomé su mano y puse el anillo en ella. Ahora que conocía mis sentimientos por Bosco, no tenía mucho sentido que lo conservara. Además, él se había enamorado de Alicia, no de mí.
—Me gustaría devolvértelo… Tal vez pronto aparezca otra chica que…
Permanecimos un instante en silencio antes de que James cerrara su mano y lo guardara en el bolsillo.
Fue entonces cuando vi a Berta en la puerta, inmóvil, contemplando aquella escena con una extraña sonrisa en los labios.
Varias horas después de que James se hubiera ido a buscar la furgoneta, mi amiga entró en la habitación cargando una gran mochila.
—Ya lo tengo todo, ¿y tú? ¿Necesitas ayuda?
Negué con la cabeza y seguí empaquetando mis cosas.
—Clara… —Me agarró del brazo y me obligó a mirarla—. Siento haberte hablado mal antes… He estado muy nerviosa y, ya me conoces, tengo un carácter de perros.
Nos sentamos en la cama.
—No te preocupes. Yo también lo siento.
—¿El qué? —Suspiró resignada—. Tú no tienes la culpa…
—Ya, pero siempre soy yo la que canta más de la cuenta.
—¡Estabas drogada! Esa cotorra que hablaba con tu voz no eras tú… Era una loca que se había metido en tu cuerpo y escudriñaba tus recuerdos.
Ambas reímos.
—Lo que quería decir es que… no es culpa tuya que seas tan adorable y que todos los chicos…
Así que era eso. ¿Estaba celosa?
—Berta, ¿te gusta James?
—¿Ese finolis? ¡Claro que no!
—No lo niegues. ¡Te gusta!
Me abalancé sobre ella y empecé a hacerle cosquillas mientras repetía:
—¡Confiesa! Te gusta James.
—Tus torturas no te servirán de nada —dijo Berta entre risas—. Aunque me mates a cosquillas, no confesaré.
En aquel momento, nuestro
gentleman
particular se asomó con las llaves de la furgoneta y las tarjetas de embarque en la mano.
—El ferry sale de Dover a las seis de la mañana. Hay que estar allí a las cinco y tenemos casi dos horas de camino. ¿Qué os parece si nos ponemos en ruta, chicas?
L
a furgoneta del primo de James era la mítica camper de Volkswagen. Un modelo antiguo en color rosa, con flores y símbolos de amor y paz pintados a lo largo de toda la chapa. Cuando Berta y yo la vimos nos quedamos un rato observándola con la boca abierta. Era tan llamativa y tenía tantos detalles que costaba fijar la vista en uno de ellos.
A pesar de las pintadas, estaba muy bien cuidada. Se notaba que su dueño la mimaba como si fuera una reliquia.
—Bienvenidas a los setenta —dijo James al ver nuestras caras de sorpresa—. ¿Qué os parece?
—Es muy… —Busqué la palabra sin llegar a encontrarla.
—
Flower power
—me ayudó Berta—. ¡Mola!
—¿No llamaremos mucho la atención con ella?
James suspiró sin saber qué decir.
—Es perfecta —dijo Berta abriendo la puerta y colándose en el interior—. Pareceremos un trío de jóvenes viajeros con ganas de divertirse…
Su explicación no me convenció del todo, pero ¿acaso teníamos otra opción? Al menos, aquella furgoneta estaba equipada para hacer acampada y nos permitiría instalarnos en algún lugar apartado del monte. Podríamos establecer en ella nuestra base de operaciones. Tenía un asiento trasero convertible en cama, un armario-despensa, cocina portáil y hasta un fregadero. James había comprado víveres para varios días y provisiones como mantas y linternas para las frías y oscuras noches de la sierra. Y había incluso un par de bicicletas de montaña colgadas por encima de la matrícula alemana.