Read El jardín de las hadas sin sueño Online
Authors: Esther Sanz
Tags: #Infantil y Juvenil, Romántica
Una llama de ilusión avivó mi ánimo lo suficiente como para no perder la esperanza. Y seguí el deseo de mi corazón.
Me subí la cremallera del anorak y me cubrí la cabeza con la capucha.
No podía ir sola a la cueva de la semilla. Primero, porque estaba a varios kilómetros monte a través y no estaba segura de que supiera llegar. Y segundo, porque era demasiado peligroso y Berta jamás me perdonaría aquella temeridad. Las dos éramos guardianas de la semilla, y aquello era algo que teníamos que hacer juntas.
De no haber ardido en aquel incendio, hubiera ido sin duda a la cabaña del diablo… Pero la idea de enfrentarme de nuevo a sus escombros se me hizo insoportable. Además, estaba convencida de que Bosco no estaría allí. Los hombres de negro la habían quemado porque sabían que era su hogar… De todos los lugares del bosque, aquel era el menos probable para encontrarle.
Examiné el plano de la sierra que Berta había marcado para orientarnos. Había dibujado una furgoneta en el punto donde nos encontrábamos y varias cruces alrededor: una en la Dehesa, otra en la cabaña del diablo y una tercera en Colmenar. Por supuesto, la cueva de la inmortalidad no figuraba en el mapa por seguridad.
El punto más cercano era justo el que más ganas tenía de visitar. Se hallaba al este. Intenté memorizarlo con la esperanza de no tener que andar consultándolo todo el rato. Después lo guardé en la mochila, me la eché al hombro y respiré hondo. Estaba emocionada y ligeramente nerviosa. Con la brújula en la mano y el corazón en un puño dirigí mis pasos hacia la Dehesa.
Mantuve la cara escondida bajo la capucha y apreté el paso. Si me daba prisa, podía estar de regreso antes de que mis amigos despertaran.
El bosque, de un verde intenso, se parecía mucho al escenario del otoño pasado, pero ya no era el mismo. La primavera había derretido la nieve y nuevos colores habían estallado bajo los pinos. Las flores silvestres, de tonos amarillos, blancos, rojos y azules se mezclaban con las plantas aromáticas y los helechos. Estos últimos habían duplicado su tamaño, de manera que algunos casi sobrepasaban mi altura.
Había tramos en los que con solo agacharme un poco podía ocultarme incluso de alguien que caminara cerca de mí por la misma senda.
Apreté el paso. Mi avidez crecía conforme avanzaba hacia mi destino.
Los sonidos también habían cambiado. Había nuevos trinos de pájaros que regresaban como yo al bosque en primavera. También podía oír el burbujeo musical de un arroyo que fluía cerca y el zumbido de las abejas. Sonreí al pensar que podían ser las de mi padre, que después del invierno rompían su letargo con ansias de libar todas las flores y rencontrarse con los abejorros.
A pesar del peligro —no podía olvidar que había revelado el secreto de la semilla y que la Organización podía estar cerca—, me sentí feliz al pisar de nuevo aquellos lares. Mi paraíso en la tierra. Caminaba deprisa, casi a saltitos, mientras en mi cabeza sonaba una melodía. Me detuve al darme cuenta de que era «River Man» de Nick Drake.
Going to see the river man
Going to tell him all I can
About the plan
For lilac time.
Una sencilla asociación de ideas me trajo el recuerdo de Robin. ¿Qué habría sido de él? ¿Le habrían castigado los hombres de negro por mi huida? Me estremecí con la visión de aquellos latigazos en su espalda. Después me enfurecí conmigo misma al percibir un atisbo de preocupación en mis pensamientos. ¿Cómo podía inquietarme por lo que le ocurriera a ese secuestrador? ¿Tan poderoso era aquel maldito síndrome de Estocolmo que seguía afectándome una vez libre?
Me llevé la mano al bolsillo y palpé el iPod. No había vuelto a escucharlo desde aquellas dos confesiones. Me avergonzaban por igual, porque en ambas traicionaba a Bosco. En una ponía en peligro nuestro amor. ¿Y si llegaba a sus oídos la conversación en la que afirmaba estar enamorándome de Robin? En la otra, algo todavía más importante: su secreto y su propia vida.
Pensé en mi ángel y en las palabras que meses atrás había pronunciado Berta en ese mismo bosque: «No eres digna de él». Tal vez estuviera en lo cierto y fuera más digna de un ser oscuro como Robin.
Dejé de torturarme con aquellos pensamientos y me concentré de nuevo en la ruta. Me movía con rapidez pero con sigilo. El bosque estaba despejado. O, al menos, eso parecía a simple vista.
Estaba cerca de la Dehesa. El lugar donde me había reencontrado con mi madre y con su gran amor: mi padre.
¿Qué haría si lo veía en el viejo torreón haciendo sus mermeladas? Había acordado con Berta que no era prudente dejarnos caer por Colmenar. Nadie en el pueblo debía saber que estábamos allí. Era demasiado peligroso para nuestras familias y para nosotras mismas…
Pero ¿sería capaz de verle a pocos metros y no correr a su encuentro? Me había pasado diecisiete años sin un padre, no estaba segura de poder renunciar al deseo de abrazarlo teniéndolo tan cerca.
Una luz, a lo lejos, me avisó de que tendría que enfrentarme a ese dilema. Había alguien en la Dehesa. Tras calarme bien la capucha, apreté el paso. Me moría por ver de nuevo mi hogar, aunque fuera desde lejos.
Rodeé el torreón por la parte de atrás, la que daba a la antigua caballeriza, para observar mejor la casa sin ser vista. Una luz brillaba en la planta baja.
Intrigada, me aproximé unos metros más y pude percibir un movimiento de siluetas. Conté al menos siete, pero no estaba muy segura de haber repetido alguna. Las sombras entraban y salían del salón con trajín de platos y tazas; parecían estar preparando la mesa para el desayuno. Desde mi escondite, pude percibir incluso un aroma a café recién hecho y risas joviales.
Pero ¿quién era toda esa gente?, me pregunté asombrada. Y, sobre todo, ¿qué hacían en la Dehesa?
C
uando regresé a la furgoneta, Berta y James habían recogido el colchón y lo habían transformado de nuevo en el asiento trasero. También habían montado una mesa y me estaban esperando para desayunar.
—¿Dónde te habías metido? —La voz de Berta denotaba más curiosidad que preocupación.
Entendí que acababan de levantarse.
—Salí a dar una vuelta. Os vi dormidos y parecíais tan a gusto… —sonreí al recordarles abrazados— que no quise despertaros.
Ambos se sonrojaron. Deduje que aquel gesto inconsciente les había sorprendido a ellos tanto como a mí.
James calentó algo de leche en un hornillo, añadió café soluble y sirvió tres tazas, que acompañamos con unas magdalenas.
Mientras desayunábamos les expliqué mi visita furtiva a la Dehesa. Al principio, Berta se molestó porque no había contado con ellos, Pero cuando le dije lo que había visto, me preguntó con temor:
—¿Cómo sabes que no son hombres de negro?
—Solo he visto unas siluetas, pero me ha parecido que eran chicos de nuestra edad.
—También lo es Robin —argumentó James.
—Había chicas y escuché risas —añadí dudando por primera vez de mis deducciones.
Berta se quedó pensativa un instante y luego dijo:
—Tal vez tu tío ha decidido alquilarla como vivienda rural para sacarse unos cuartos.
En aquel momento fui consciente de que mi amiga aún no sabía lo de Alvaro. Le expliqué atropelladamente que el hombre de las abejas era mi padre. Se quedó boquiabierta. Sin duda, aquella revelación daría mucho que hablar en futuras conversaciones, pero de momento seguíamos centrados en la Dehesa.
—Hay varias casas rurales por la zona —continuó Berta, aún aturdida por la noticia que acababa de darle—. Es un negocio muy rentable.
Aunque era un argumento lógico, no me convencía. Me costaba imaginar a mi padre alquilando la Dehesa por varios motivos: primero, porque allí elaboraba sus productos artesanales. Segundo, porque sabía que tarde o temprano yo regresaría. Y tercero, porque aquel caserón familiar era mío —así constaba en el testamento de mi abuela—. Y aunque yo no tuviera la mayoría de edad, no estaba segura de que él pudiera disponer libremente de ella.
—¿Has visto algo extraño o peligroso en el bosque?
—No —reconocí—. Deberíamos encontrar a Bosco e ir a la cueva de la semilla. Tenemos que llegar antes que ellos…
—Todo a su tiempo —dictaminó Berta—. Es preferible que salgamos de noche. Aun así, corremos un riesgo enorme…
Asentí preocupada. Desde luego, cualquier precaución contra aquellos criminales sería poca.
—¿Y qué hacemos ahora? —preguntó James.
—Ve practicando con tu español… Tú harás una visita a Colmenar.
Berta había pensado que James podía bajar al pueblo para averiguar cómo estaban las cosas. No le conocían, así que nadie le relacionaría con nosotras.
—Un par de horas en el bar del pueblo y estarás al día de lo que se cuece en la sierra. Bastará con que tengas los oídos bien abiertos. Si hay hombres de negro merodeando por aquí no se hablará de otra cosa…
—Ellos creen que son científicos de National Geographic —recordé.
—Ok, estaré bien atento.
Tras revisar una de las bicicletas de montaña que venían con la furgoneta, James memorizó las indicaciones de Berta para llegar al pueblo sin problemas. Antes de marcharse me atreví a sugerir:
—Podrías visitar a Alvaro.
—Nuestras familias no deben saber que estamos aquí, Clara… —me interrumpió Berta.
—Y no lo sabrán —respondí antes de dirigirme a James—. Podrías decirle que eres amigo mío, que has venido a pasar unos días y que yo te he enviado con el encargo de decirle que su hija está bien. Explícale que te he dicho dónde están las llaves de la Dehesa… Hay una copia en un ladrillo saliente de la fachada, junto a la puerta principal.
—¡Buena idea, lechuguina! Así nos enteraremos de quién es esa gente…
—Espero que entiendan mi español básico…
—Lo harás muy bien —dije antes de despedirme de él con un beso en la mejilla.
Esperó unos segundos a que Berta imitara mi gesto, pero no lo hizo. Cabizbajo, James se montó en la bici y empezó a pedalear rumbo a Colmenar. No llevaba ni diez metros cuando mi amiga le detuvo con un grito:
—¡Espera!
Observé sorprendida cómo Berta corría a su encuentro. Cuando lo tuvo enfrente, le miró en silencio durante unos segundos antes de rodear su cuello y besarle en los labios. James tuvo que agarrarse al manillar para no caer de la bicicleta.
Fue un beso largo y pausado. Tan perfecto que supuse que no era el primero. Sus cabezas se inclinaron con habilidad en sentidos opuestos mientras sus labios se acoplaban una y otra vez, girando con magistral sincronía.
—Suerte, finolis —susurró ella al separarse.
James montó en la bici y ambas contemplamos cómo se alejaba con una sonrisa en los labios, haciendo eses y murmurando algo en inglés.
Después de aquello, Berta y yo nos sentamos sobre el peñasco que se alzaba junto al lago de las Princesas. Permanecimos largo rato lanzando cantos al agua en silencio. Yo fui la primera en romperlo:
—¿Cuándo ha ocurrido?
Berta sonrió con picardía por toda respuesta.
—¿Os enrollasteis ya en Londres —insistí, curiosa por conocer los detalles—, o ha sido esta mañana cuando os he dejado solos?
—Este ha sido nuestro primer beso —confesó emocionada—. Lo he hecho porque quería comprobar algo.
—¿El qué?
—Ya sabes, si el mundo se detiene…
La miré extrañada.
—No todos los besos son iguales. Solo algunos consiguen que el mundo se pare. Esos son los mejores: los que hacen que el tiempo se detenga y pierdas incluso la noción de quién eres.
Por su expresión soñadora, deduje que aquel había sido uno de esos.
—¿Cómo sabes tanto de besos?
—He besado a unos cuantos tíos… —dijo con aires de suficiencia— pero solo he logrado parar el mundo dos veces.
Puesto que aquel era su primer beso con James, me pregunté quién habría sido el primero en detener su universo.
Yo solo había besado a dos chicos. Sonreí al evocar el primer beso con Bosco. Sí, mi mundo se había detenido en aquel instante…
Y al ponerse de nuevo en marcha se había vuelto del revés. Aun así, no lo cambiaba por el de antes. Ya no concebía un mundo en el que él no existiera.
—¿Crees que le gusto? —me preguntó.
—Estoy segura.
—Pertenecemos a mundos distintos. Aunque logremos detenerlo con un beso, no podemos cambiarlo. ¿Qué pinto yo con ese finolis?
—Menuda tontería. Bosco y yo también somos muy diferentes. Cien años nos separan… ¿Y crees que voy a renunciar a él por ese detalle si importancia? ¡Ni hablar!
Berta estalló en una carcajada. Luego se puso seria, suspiró y dijo algo que me dejó totalmente descolocada.
—Amores imposibles.
—El amor siempre es posible… —El recuerdo de mi madre enturbió aquella afirmación—. A menos que seas un hada sin sueño.
Berta me miró con ojos interrogativos. No sabía muy bien por qué me había acordado del cuento de Robin, pero de pronto aquella leyenda cobró un nuevo sentido. El amor de mis padres se había convertido en algo imposible cuando dejaron de soñar, de creer en él. Ni mi tía ni la enfermedad de mi madre eran impedimentos para que se amaran, solo dificultades para que estuvieran juntos. Su trágico final había acabado con sus esperanzas. La realidad había matado su sueño, pero su amor siempre estuvo ahí, frente a sus narices.
—Si crees que es posible, lo será.
Berta cerró un instante los ojos y lanzó con maña su piedra al lago. El canto saltó cuatro veces antes de hundirse.
—¿Crees que Bosco estará bien? —me preguntó Berta con la mirada triste.
Supuse que ella también se habría acordado muchas veces de él durante su exilio en Londres.
Me encogí de hombros y asentí con una sonrisa. Tenía el presentimiento de que estaba a salvo y muy cerca de nosotras…
Berta me estuvo contando anécdotas de cuando era niña y jugaba en el bosque con nuestro ermitaño. No pude evitar sentirme celosa por todo aquel tiempo que no había compartido con ellos.
Cuando acabó, me miró sonriente y me propuso:
—¿Y si nos damos un baño?
—¿Estás loca? —respondí—. ¡El agua estará congelada!
—Vamos, ahora hace calor y… —Se tapó la nariz con un gesto cómico—. Después del largo viaje, no nos vendrá nada mal un poco de agua.
La bruma del amanecer se había disipado y el sol brillaba con fuerza cuando su mirada azul me retó un segundo.