Read El jardín de las hadas sin sueño Online
Authors: Esther Sanz
Tags: #Infantil y Juvenil, Romántica
—¿Cuántas personas vivís aquí? —preguntó Berta.
—Somos siete —dijo Koldo pensativo—, a veces ocho.
—¿Qué quiere decir «a veces»?
—Somos una comuna libre —dijo sin contestar a su pregunta— Aquí cada cual hace lo que quiere.
—Hay un intercambio de parejas en el desván —respondió la chica de las rastas entrando en aquel momento con un gato persa en los brazos—. Hola, me llamo Gala.
De cerca aquella chica era más atlética de lo que me había parecido la tarde anterior, cuando la habíamos visto poner pienso a unos perros. Llevaba unos pantalones tai y una camiseta negra que se ceñía a su cuerpo marcando hombros y bíceps. Sus rasgos eran dulces y sugerían algo exótico. Tenía la nariz pequeña, los pómulos altos y unos enormes ojos negros. Las rastas rubias le llegaban a la altura de la cintura. Iba maquillada, pero de una forma tan sutil que me costó apreciarlo. Olía a bergamota y a ropa limpia.
Gala no respondía al estereotipo que teníamos de una chica okupa, despreocupada por su aspecto. A su lado, Berta y yo parecíamos dos harapientas. Nos miró de arriba abajo antes de preguntamos con la nariz arrugada:
—¿Dónde os alojáis?
—En una furgoneta, cerca de un lago —respondió Berta de forma ambigua.
—Entonces seréis la República del Lago —dijo Koldo orgulloso de su ocurrencia—. A partir de ahora seremos comunidades amigas… O lo que se tercie.
—Aquí no hay sitio para nadie más —repuso Gala mirándonos a través del visor de la Nikon sin llegar a dispararla—, pero podéis usar la ducha cuando queráis.
Berta y yo nos tapamos la cara en un acto reflejo.
—Ya veo, no os gustan las fotos. —Sonrió la chica de las rastas antes de dejarla de nuevo sobre la repisa de la chimenea.
En aquel momento el chico de complexión fuerte que habíamos visto regando el huerto entró en el salón con una fuente de tomates.
—Bienvenidos a la República del Bosque —dijo mostrando una sonrisa perfecta de dientes blanquísimos—. Me llamo Román.
Era tan alto como James, pero casi le doblaba en envergadura y parecía mayor que él. Calculé que tendría unos veinticinco años. Llevaba unos pantalones marrones de algodón y una camiseta que aunque era ancha no disimulaba su fornido pectoral.
Después de las presentaciones nos sentamos a cenar. Tras varios días a base de barritas de cereales y sándwiches de pavo, aquellas viandas nos hicieron salivar. En la mesa no faltaba detalle: había cerveza de importación, virutas de jamón ibérico y patés con etiqueta francesa.
Pensé que aquellos chicos eran unos «hijos de papá». ¿Cómo podían permitirse esas delicatesen unos okupas sin más trabajo que cuidar de un huerto? Román se descartó de este grupo al explicarnos:
—Si mi viejo probara estos tomates estaría orgulloso de su hijo.
—¿Por qué? —pregunté—. ¿También cultiva tomates?
—Qué va. —Rió divertido—. Más bien los recoge. Es jornalero.
Koldo apartó el caldero del fuego y nos sirvió cuscús con especias. Olía de maravilla y sabía aún mejor.
—Me hubiera gustado servirlo con conejo, pero unos incautos me fastidiaron la presa.
—No es bueno poner trampas en el bosque —dijo Berta—. Son peligrosas y nunca sabes quién puede caer en ellas.
—Hace semanas que deambulo por el monte y no he visto más alma que… —Se detuvo y negó con la cabeza—. Vosotros sois las únicas personas que hemos visto desde que nos instalamos en este caserón.
—Braulio nos aconsejó que no nos internáramos en el monte —añadió Gala—. Nos dijo que hay lobos muy agresivos en esta zona de la sierra, y que están nerviosos porque se han pasado el invierno prácticamente en ayunas.
Berta tuvo que hacer un esfuerzo para no soltar una carcajada.
A mí, en cambio, se me puso la piel de gallina… Podía imaginarme quiénes eran esos «lobos» a los que se refería Braulio.
Después de comer, Koldo fue a buscar una botella de pacharán al establo. Se produjo un silencio incómodo antes de que Román nos aplicara cómo había dado con la web de Koldo y lo que le había impulsado a participar en aquella iniciativa:
Esta no es la primera comuna en la que vivo, pero siempre lo había hecho en Madrid. La idea de Koldo me atrajo por lo de vivir en el monte y cultivar nuestros propios alimentos.
—¿Y de qué árbol han salido estas cervezas tan selectas? —dijo James llevándose una botella a los labios.
—Es un pequeño capricho en vuestro honor —contestó Román—. Pero todo lo que tenemos lo hemos comprado con lo que sacamos del huerto.
—¿En serio? —preguntó Berta con picardía—. ¿Y cuántos tomates cuesta una cámara como esa?
Román y Gala se miraron con recelo. Nuestras preguntas estaban empezando a incomodarles, así que cambiamos de tema, interesándonos por sus vidas antes de llegar a Colmenar.
—Trabajaba en un matadero —nos explicó Román—, pero me peleé con el gerente y me echaron.
—Debía de ser duro para un antisistema como tú someterse a las reglas de un jefe —reflexionó James.
—El tío era un capullo, pero el trabajo me gustaba.
—Creía que los okupas defendíais la anarquía… —añadió el inglés.
Román le miró extrañado, como si no acabara de entender a qué se refería.
Me pregunté qué tipo de persona podría disfrutar con el trabajo de un matadero. La respuesta no me encajaba con la de un hippy que se apunta a vivir en una comuna en el campo. Pero, además, ¿qué clase de okupa ponía esa cara de asombro cuando le hablaban de anarquía?
Koldo entró en aquel momento y nos sirvió unas copitas de pacharán. Durante un rato dejé que mi mente se relajara y disfruté de la apasionante conversación que mantenían él y James. Hablaban sobre capitalismo y globalización. Mientras, los otros dos okupas bostezaban aburridos.
Tras la sobremesa, les pedí usar el baño. Me moría por una ducha. De forma instintiva me dirigí a la cocina de leña y accioné la llave de paso del agua caliente.
Los republicanos del bosque me miraron extrañados.
—Me he criado en una casa de pueblo —mentí—. Y todas son parecidas.
Los dos chicos sonrieron, pero los ojos oscuros de Gala se tiñeron de desconfianza. Luego me acompañó al lavabo de arriba y me ofreció una toalla con las iniciales de Alvaro bordadas. Antes de desnudarme me miré en el espejo de cuerpo entero y marco dorado que meses atrás estaba en el desván. Seguía teniendo una nebulosa verde en el cristal y mi reflejo era turbio; aun así, percibí las ojeras pronunciadas de mi rostro. Me entristeció saber que aquellos extraños habían revuelto mis reliquias familiares.
Mientras dejaba que el agua arrastrara todo el cansancio hacia el desagüe, me dije a mí misma que no podía bajar la guardia. Aquellos okupas eran muy raros.
Tras vestirme, busqué en el lavabo pistas sobre quién era esa gente. Usaban los restos del champú y el gel que yo misma había dejado meses atrás; y, junto a la bañera, solo había dos maquinillas de afeitar, varios cepillos de dientes y dentífrico.
Abrí el armario que había junto a la ventana y encontré un botiquín y un peine lleno de pelos. Estaba a punto de cerrarlo cuando vi un neceser oculto tras una toalla en el fondo. Lo abrí con cuidado. Dentro había un frasco grande de Chanel n.° 5 y varias cremas carísimas.
Una de ellas era la famosa
Skin Caviar
de La Prairie. Sabía por las revistas de moda que era el producto estrella de las famosas y que un tarro podía costar casi trescientos euros.
No eran cosas que una chica corriente de mi edad pudiera permitirse. .. Pero todavía me pareció más sorprendente encontrarlos en el neceser de una okupa. Sospeché de la única que conocía en esa casa al sacar de aquel bolsito una cera de abeja para las rastas.
Nada más salir del baño, me encontré a Gala sentada en el último peldaño de la escalera. Sostenía algo en las manos. Reconocí enseguida aquel cuaderno con tapas de seda china. Era un álbum de fotos. Lo había encontrado el mismo día que el espejo, la tarde en que mi ángel me rescató de la buhardilla tras quedarme encerrada. En él salían mi madre y mi abuela… ¡Y yo era el vivo retrato de ellas!
La chica de rastas me invitó a sentarme a su lado.
—No sé qué te propones, Clara… pero no me gustas un pelo. ¿Por qué no has dicho de entrada que esta casa es de tu familia?
Me quedé helada.
—Me fui de casa en cuanto cumplí los dieciocho —mentí—. No hay nada que me una a este viejo torreón ni a mi familia. Por mí pueden arder los dos en el infierno… Pero voy a proponerte un trato: tú no cuentas a nadie quién soy yo, y yo no te delataré a ti.
—No sé a qué te refieres.
—A que solo estás jugando a los okupas. He visto tus potingues de niña pija.
En realidad no tenía pruebas de que fueran de ella. Tal vez no era la única ocupante con rastas de la casa.
Gala me miró desafiante, pero no lo negó.
—Está bien… Debí tirarlas al llegar a esta comuna y cambiar de vida, pero me dio pena.
Por algún motivo, aquella explicación no me convencía. La intuición me decía que aquella chica de ojos negros y gustos caros ocultaba algo importante.
—En serio, Gala, esta casa no me interesa… pero nadie en Colmenar debe saber que me has visto. Si dices una sola palabra, me encargaré de que os echen a patadas.
—No diré nada.
Sellamos nuestro acuerdo con un apretón de manos.
Antes de marchamos, Koldo me pidió que le acompañara al establo, donde mi padre tenía el taller. Sentí una punzada de añoranza al ver la bicicleta y el ciclomotor que había usado el otoño pasado apoyados en la pared de piedra.
El okupa desgarbado llenó una bolsa de cartón con varios botes de miel y una botella de pacharán. Era su obsequio de bienvenida para la República del Lago.
—Gracias. —Intenté esbozar una sonrisa.
—¿Qué te parece si esta noche nos vamos de paseo y te enseño algo que he descubierto? —dijo con voz misteriosa.
—¿Qué es?
—Tendrás que venir conmigo al bosque si quieres saberlo.
—Si son raíces alucinógenas, no me interesa.
—Es algo mucho mejor que eso. —Sus ojos centellearon.
A
Berta no le gustó la idea de que me fuera sola con Koldo. Coincidía con ella en que no parecía de fiar, pero aun así quería saber qué había descubierto en el bosque… ¿Y si era algo importante?
—¡Lo único que quiere ese empanado es ligar contigo! —exclamó Berta.
—Si a Clara no le importa correr ese riesgo, opino que es una buena manera de conseguir información —dijo James—. Koldo es el más lúcido de esa casa… Tal vez sepa algo.
—No es difícil ser más listo que ese gorila unineuronal que solo sirve para cortar leña —dijo Berta refiriéndose a Román—. En cuanto a la rastafari pija, me parece lamentable… Sus rastas son tan perfectas que apuesto a que se las hacen en una peluquería de diseño.
En aquel momento pensé que era mejor no explicarles mi conversación con Gala. Era preferible no preocupar a mis amigos hasta averiguar algo más de la República del Bosque.
—Ocultan algo —dije convencida.
—¿Esos perroflautas? ¡Pero si no son más que unos hippypollas, —exclamó Berta—. Es solo una casualidad que hayan llegado a la Dehesa… Si no se hubieran cruzado con el imbécil de Braulio, se habrían vuelto a su casita.
—Es posible —reconocí—. Pero aun así, no perdemos nada por echarles un ojo.
—Puesto que somos la República Democrática del Lago —bromeó James de forma solemne—, sometámoslo a votación: quien esté a favor de que Clara acepte la invitación de Koldo para averiguar algo sobre nuestra comunidad vecina que levante la mano.
El inglés y yo nos miramos un segundo y alzamos a la vez el brazo. Berta puso los ojos en blanco antes de imitar nuestro gesto. Aun así, objetó:
—Aprobado por mayoría. Os seguiremos de cerca por si acaso… —No llegarás muy lejos con el tobillo torcido. Además, ¡sé cuidarme sola! ¿Por qué no aprovecháis que os dejo solos para… conoceros mejor?
Las orejas de James se tiñeron de rojo.
—¿Y si te ocurriera algo?
—Los iPhone tienen una función para localizar otro iPhone que se encuentre cerca —nos explicó James—. La activaremos y asi sabremos dónde estás en todo momento… Si ves que la cosa se tuerce, llámanos y yo acudiré enseguida.
—Estoy segura de que no hará falta —repuse convencida.
Aun así, me guardé el móvil confiada en el bolsillo y dirigí mis pasos de nuevo hacia la Dehesa.
Koldo me estaba esperando junto al rótulo de madera de la entrada, era noche cerrada. Le alumbré con mi linterna y pude ver cómo se iluminaba su rostro. Corrió hacia mi encuentro y dijo:
—Me alegro de que al final hayas venido. Empezaba a dudar que lo hicieras…
¿Y perderme eso tan misterioso que quieres mostrarme?
Sonrió satisfecho y me pasó un brazo por los hombros.
—No te va a defraudar…
Empezamos a caminar por el bosque, bordeando el río, en dirección a un lugar que yo conocía muy bien. Al estrecharse el sendero, le retiré con amabilidad el brazo y le hice un gesto para que pasara delante.
Koldo parecía conocer bien el monte. Deduje que era el único que no había seguido la recomendación de Braulio de no internarse en él.
Me pregunté si algún otro miembro de la República del Bosque estaba al corriente de lo que pretendía enseñarme.
Cada vez estábamos más cerca de la cabaña del diablo… O, mejor dicho, de sus escombros.
—¿Siempre vienes solo?
—Sí —respondió frotándose el mentón confuso, como si hubiera perdido el camino, para volver a retomarlo al instante.
—¿No le has contado a nadie más de la comuna eso que has descubierto?
—¡Esos solo piensan en divertirse y en liarse entre ellos! Están aquí porque no tienen dónde caerse muertos, pero no les interesan para nada los ideales de Walden3.
—¿Qué es eso?
—Lo que explicaba en mi web. Un proyecto de vida solitaria y austera, al aire libre, cultivando nuestros propios alimentos, sin más leyes que las de la naturaleza…
—Durante dos años, dos meses y dos días —dije recordando sus palabras—. ¿Por qué ese tiempo?
—Fue el que vivió Thoreau en una cabaña que construyó junto al lago Walden. ¿Sabes quién es?
Negué con la cabeza.
—Escribió el ensayo
Walden, o la vida en los bosques
, a partir de sus propias experiencias. Reivindicaba la vida en la naturaleza como la única posible para el hombre libre. Vivir como un ermitaño para liberarse de las esclavitudes de la ciudad y alcanzar la elevación espiritual.