Read El jardín olvidado Online
Authors: Kate Morton
Y ahora su presencia lo atormentaba, encerrada en esa condenada cabaña. Tan cerca y sin embargo… Habían pasado cuatro años. Cuatro años desde que ella había puesto pie en ese lado del laberinto. ¿Por qué era tan cruel? ¿Por qué se le negaba una y otra vez?
Una ráfaga repentina y Linus sintió que el viento le arrebataba el sombrero. Por instinto, extendió la mano para sostenerlo, y al hacerlo dejó escapar la fotografía.
Con la corriente de la brisa en la colina, mientras Linus estaba de pie, imposibilitado, su
poupée
se escapó volando. Hacia abajo y hacia arriba, volando en el viento, brillando blanca bajo el brillo de las nubes, sobrevolando, burlándose de él, antes de apartarse. Cayendo por fin al agua y siendo arrastrada por el océano.
Lejos de Linus, escapando de entre sus dedos, una vez más.
* * *
Desde la visita de Eliza, Rose se había preocupado. Anudando su mente mientras buscaba una salida al dilema. Cuando Eliza hizo su aparición a través de las puertas del laberinto, Rose había sufrido la peculiar sorpresa de una persona que se da cuenta, de pronto, de que está en peligro. Peor aún, de que ha estado en peligro durante un tiempo sin ser consciente de ello. Se sintió mareada y con pánico. El alivio de que nada hubiera sucedido y la certeza de que semejante fortuna no se mantendría. De todas las opciones que Rose había sopesado, había sólo una cosa que sabía a ciencia cierta: mamá tenía razón, necesitaban poner distancia entre ellos y Eliza.
Rose tomó el hilo con delicadeza a través del bordado y asumió una voz de perfecta despreocupación:
—He estado pensado nuevamente sobre la visita de la Autora.
Nathaniel alzó la vista de la carta que estaba escribiendo. Apartó rápidamente cualquier preocupación de su mirada.
—Como ya te dije, querida mía, no pienses más en ello. No volverá a suceder.
—No puedes estar seguro de ello, porque ¿quién de nosotros pudo predecir esta visita reciente?
Más firme ahora.
—Ella no regresará.
—¿Cómo lo sabes?
Nathaniel enrojeció. El cambio fue leve, pero Rose lo notó.
—¿Nate? ¿Qué sucede?
—He hablado con ella.
Rose sintió que se le aceleraba el corazón.
—¿La has visto?
—Tuve que hacerlo. Por ti, querida. Estabas tan alterada por su visita que hice lo que juzgué necesario para asegurarme de que no vuelva a suceder.
—Pero yo no quería que tú la vieras. —Aquello era peor de lo que Rose había imaginado. Con un golpe de calor bajo la piel se sintió embargada de una certeza aún más definitiva de que tenían que irse. Todos. Eliza debía ser eliminada para siempre de sus vidas. Rose calmó su respiración, obligó a su rostro a relajarse. No serviría que Nathaniel pensara que estaba enferma, que estaba tomando decisiones irracionales—. Hablar con ella no es suficiente, Nate. Ya no.
—¿Qué otra cosa se puede hacer? Seguramente no sugerirás que la encerremos en la cabaña? —Había intentado que riera, pero no lo consiguió.
—He estado pensando en Nueva York.
Nathaniel alzó las cejas.
—Ya hemos hablado antes de pasar tiempo al otro lado del Atlántico. Creo que deberíamos adelantar nuestros planes.
—¿Dejar Inglaterra?
Rose asintió, leve pero segura.
—Pero tengo encargos. Habíamos hablado de contratar una institutriz para Ivory.
—Sí, sí —dijo Rose impaciente—. Pero esto ya no es
seguro
.
Nathaniel no dijo nada, pero no le hizo falta, su expresión hablaba por sí sola. La pequeña esquirla de hielo dentro de Rose se endureció. Él terminaría por pensar como ella, siempre lo hacía. Especialmente cuando temía que se estuviera tambaleando al borde de la desesperanza. Era lamentable, usar la devoción de Nathaniel contra él, pero Rose tenía pocas opciones. La maternidad y la vida familiar eran todo lo que había soñado; no quería perderlas ahora. Cuando Ivory nació, y la dejaron en sus brazos, fue como si le hubieran dado permiso para comenzar de nuevo. Ella y Nathaniel volvieron a ser felices, no volvieron a hablar de las épocas pasadas. Ya no existían. Mientras Eliza se mantuviera a distancia.
—Tengo un compromiso en Carlisle —recordó Nathaniel—. Ya lo he comenzado. —En su voz, Rose percibió las grietas que ella incrementaría hasta que su resistencia sucumbiera.
—Por supuesto que debes completarlo —indicó—. Adelantaremos el compromiso en Carlisle y partiremos tan pronto regresemos. Ya tengo tres pasajes para el
Carmania
.
—Ya los has reservado. —Una afirmación más que una pregunta.
Rose ablandó su voz.
—Es lo mejor, Nate. Debes entenderlo. Es el único modo de que estemos a salvo. Y piensa qué bien le hará el viaje a tu carrera. Tal vez el
New York Times
escriba sobre tu viaje. Un triunfal regreso para uno de los hijos más célebres de la ciudad.
* * *
Oculta bajo el asiento favorito de Abuela, Ivory susurró para sí las palabras. «Nueva York». Ivory sabía dónde estaba Nueva York. Una vez, cuando viajaron al norte, a Escocia, ella y mamá y papá se habían detenido por un tiempo en York, en la casa de uno de los amigos de Abuela. Una señora muy anciana con anteojos de montura metálica y ojos que parecían estar siempre llorando. Pero su madre no hablaba de York, Ivory la había escuchado claramente
Nueva
York, había dicho que pronto tendrían que ir a
Nueva
York. E Ivory sabía dónde estaba esa ciudad. Estaba lejos, cruzando el mar, el lugar en donde había nacido papá, sobre el cual él le había contado historias llena de rascacielos y música y automóviles. Una ciudad en donde todo brillaba.
Un manojo de pelos de perro cosquilleó la nariz de Ivory y se contuvo para evitar estornudar. Era una de sus habilidades más sorprendentes. La habilidad para detener el estornudo, y parte de lo que hacía que fuera tan buena para ocultarse. Ivory disfrutaba tanto escondiéndose que a veces lo hacía sin ningún motivo salvo complacerse. Sola en un cuarto, se escondía por el mero placer de saber que incluso el cuarto mismo se había olvidado de su presencia.
Hoy, en cambio, Ivory se había escondido por un motivo. Abuelo había estado de mal talante. Habitualmente, uno podía contar con que él se mantendría apartado de todos, pero últimamente aparecía en dondequiera que estuviera Ivory, diciéndole que le pertenecía. Siempre con su pequeña cámara marrón, intentando tomarle fotos con esa muñeca rota que él tenía. A Ivory no le gustaba la muñeca rota con sus horribles ojos parpadeantes. Y aunque mamá le había dicho que tenía que hacer lo que Abuelo pedía, que era un gran honor que le tomaran una fotografía, Ivory prefería ocultarse.
El pensar en la muñeca le escocía la piel, así que intentó pensar en otra cosa. Algo que la pusiera contenta, como la aventura que había tenido con papá, cruzando el laberinto. Ivory había estado jugando fuera cuando vio a su padre salir por la puerta lateral de la casa. Había caminado con rapidez, y al principio había pensado que iba a montarse en el carruaje para pintar el retrato de alguien. Sólo que no llevaba consigo sus herramientas, ni estaba vestido del modo en que usualmente lo estaba cuando tenía una reunión importante. Ivory lo había observado mientras avanzaba por el jardín, acercándose hacia las puertas del laberinto, y entonces supo qué estaba haciendo exactamente; no era muy bueno disimulando.
Ivory no lo había pensado dos veces. Se apresuró a ir tras él, siguiéndolo por las puertas del laberinto hacia los oscuros y angostos túneles. Porque Ivory sabía que la dama de cabellos rojos, la que le había traído el paquete, vivía al otro lado.
Y ahora, después de la visita con papá, sabía quién era la dama. Su nombre era Autora, y aunque papá había dicho que era una persona, Ivory sabía que no era así. Ya lo sospechó el día que la Autora había aparecido por el laberinto, pero después de mirarla a los ojos, en el jardín de la cabaña, Ivory había estado segura.
La Autora era mágica. Bruja o hada, no estaba segura, pero Ivory sabía que la Autora no era una persona como cualquiera de las otras que hubiera visto.
Cabaña del Acantilado, Cornualles, 2005
Fuera, el viento agitaba los árboles y el océano respiraba pesadamente en la cala. La luz de la luna se filtraba por la ventana, dibujando cuatro cuadrados plateados sobre el suelo de madera, y el cálido aroma de la sopa de tomate y el pan tostado impregnaba los muros, el suelo, el aire mismo. Cassandra, Christian y Ruby estaban sentados en torno a la mesa de la cocina, el horno brillando a un lado, un calentador de queroseno al otro. Las velas estaban alineadas en la mesa y en distintos lugares de la sala, pero quedaban espacios oscuros, rincones solitarios adonde no llegaba la luz de las velas.
—Todavía no entiendo —dijo Ruby—. ¿Cómo sabes que Rose era infértil a partir de ese artículo?
Christian tomó una cucharada de sopa.
—La exposición a los rayos X. No hay forma de que sus óvulos hubieran sobrevivido.
—¿Acaso ella no lo hubiera sabido? Quiero decir, seguramente habría alguna señal de que algo no estaba bien.
—¿Como qué?
—Bueno, ¿tenía ella… ya sabes… sus periodos?
Christian se encogió de hombros.
—Supongo que sí. La función de su sistema reproductivo no se habría visto afectada, ella seguiría liberando un óvulo por mes, eran esos mismos óvulos los que estarían dañados.
—¿Tan dañados como para no poder concebir?
—Sí, así fue, habría tenido tantos problemas con el feto que lo más probable es que hubiera abortado. O dado a luz a un bebé con deformaciones múltiples.
Cassandra dejó el resto de la sopa a un lado.
—Eso es terrible. ¿Por qué tuvo que hacerle la radiografía?
—Probablemente quería estar entre los primeros en hacer uso de esa nueva y brillante tecnología, disfrutar del honor de ser publicado. No había motivos para tomar una placa radiográfica, la niña sólo se había tragado un dedal.
—¿Quién no lo habría hecho? —repuso Ruby repasando con una migaja de pan su cuenco de sopa, ya limpio.
—¿Pero por qué una exposición de una hora? Eso no debía de haber sido necesario.
—Claro que no lo era —dijo Christian—. Pero entonces la gente no lo sabía; esos tiempos de exposición eran comunes.
—Supongo que pensaban que si obtenías una buena imagen en quince minutos, tendrías una mucho mejor en una hora —razonó Ruby.
—Y fue antes de que se conocieran los peligros. Los rayos X fueron descubiertos en 1895, así que el doctor Matthews estaba siendo muy avanzado al usarlos. Al comienzo la gente incluso pensaba que eran buenos, que podían curar el cáncer, las lesiones en la piel y otras enfermedades. Las quemaduras eran suficientemente obvias, pero pasaron años antes de que la total extensión de los efectos negativos fuera conocida.
—Eso es lo que eran las marcas de Rose —dijo Cassandra—. Cicatrices de quemaduras.
Christian asintió.
—Junto con el achicharramiento de sus ovarios, la exposición a los rayos X ciertamente le habría quemado la piel.
Una ráfaga de viento hizo que las ramitas trazaran ruidosas figuras sobre las ventanas, y la luz de las velas tembló cuando un hilo de aire frío pasó por debajo del zócalo. Ruby colocó su cuenco dentro del de Cassandra, y se limpió la boca con una servilleta.
—Entonces, si Rose no era fértil, ¿quién fue la madre de Nell?
—Creo que sé la respuesta —dijo Cassandra.
—¿La sabes?
Asintió.
—Está todo en los cuadernos. De hecho, creo que eso es lo que Clara quiere decirme.
—¿Quién es Clara? —preguntó Christian.
Ruby tomó aire.
—Piensas que Nell era hija de Mary.
—¿Quién es Mary? —Christian las miró a ambas.
—La amiga de Eliza —dijo Cassandra—. La madre de Clara. Una empleada doméstica en Blackhurst que fue despedida a principios de 1909 cuando Rose descubrió que estaba embarazada.
—¿Rose la despidió?
Cassandra asintió.
—En el cuaderno escribe que no puede tolerar pensar que alguien tan poco merecedor pueda tener un niño cuando a ella se le ha negado de forma continua.
Ruby tragó un sorbo de vino.
—Pero ¿por qué Mary le daría la niña a Rose?
—Dudo que se la
diera
sencillamente.
—¿Crees que Rose compró a la niña?
—Es posible, ¿no? La gente ha hecho cosas peores para conseguir un bebé.
—¿Tú crees que Eliza lo sabía? —preguntó Ruby.
—Peor que eso —declaró Cassandra—. Creo que la ayudó. Creo que por eso se fue.
—¿Culpa?
—Exactamente. Ella ayudó a Rose a usar su posición de poder para arrebatarle el bebé a alguien que necesitaba dinero. Eliza no pudo haberse sentido cómoda con eso. Ella y Mary eran amigas, Rose lo dice.
—Supones que Mary quería al bebé —dijo Ruby—. Que no quería entregarla.
—Supongo que la decisión de entregar a un bebé nunca es sencilla. Mary pudo haber necesitado dinero, puede que el bebé fuera un inconveniente, incluso puede que pensara que su hija iba a tener un mejor hogar, pero así y todo creo que tiene que haber sido devastador.
Ruby alzó sus cejas.
—Y Eliza la ayudó.
—Y después se marchó. Eso es lo que me hace pensar que el bebé no fue entregado con alegría. Creo que Eliza se fue porque no pudo soportar el quedarse y ver a Rose con el bebé de Mary. Pienso que el momento de separar a la madre y a la hija fue traumático y eso pesó en la conciencia de Eliza.
Ruby asintió lentamente.
—Eso explicaría por qué Rose se negó a ver a Eliza tras el nacimiento de Ivory, por qué las dos se apartaron la una de la otra. Rose debió de intuir cómo se sentía Eliza y le preocupó que hiciera algo que perturbara su nueva felicidad.
—Como quitarle a Ivory —dijo Christian.
—Que fue lo que acabó haciendo.
—Sí —asintió Ruby—, fue lo que al final hizo. —Volvió a alzar las cejas, mirando a Cassandra—. ¿Cuándo verás a Clara?
—Me invitó a visitarla mañana, a las once.
—Maldición. Me marcho a eso de las nueve. Maldito trabajo. Me hubiera encantado ir, podría haberte acercado.
—Yo te llevo —se ofreció Christian. Había estado jugueteando con el mando del calentador, elevando la llama, y el olor a queroseno era intenso.
Cassandra evitó la sonrisa de Ruby.
—¿De veras? ¿Estás seguro?