El jardín olvidado (62 page)

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Authors: Kate Morton

BOOK: El jardín olvidado
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Más tarde, cuando Eliza recordó el momento, le pareció que no fue tanto ella quien tomó la decisión, sino que ésta ya le había venido dada. Por algún extraño proceso de alquimia, Eliza había sabido con total y absoluta claridad que la niña no podía quedarse sola en Blackhurst.

Abrió su mano, observando su palma extendida hacia la pequeña, como si supiera exactamente lo que iba a hacer. Apretó los labios hasta encontrar su voz.

—Ya me han contado lo de tu aventura. De hecho, he venido a buscarte. —Las palabras fluyeron ahora con facilidad. Como si fueran parte de un plan trazado de antemano, como si fueran verdad—. Voy a acompañarte parte del camino.

La pequeña parpadeó.

—Todo irá bien —dijo Eliza—. Ven, dame la mano. Vamos a ir por un camino especial, un camino secreto que nadie conoce salvo nosotras.

—¿Estará mi mamá en el lugar adonde vamos?

—Sí —dijo Eliza, sin titubear—. Tu mamá estará allí.

La niña consideró el asunto. Asintió, contenta. Su pequeño y agudo mentón con un hoyuelo en el centro.

—Tengo que llevar mi libro.

* * *

Adeline sintió los bordes de su mente deshilacharse. Había caído la tarde antes de que dieran la alarma. Daisy, muchacha tonta, había llegado y golpeado a la puerta del tocador de Adeline, evasiva, agitándose medrosa, preguntando si, tal vez, la señora había visto a la señorita Ivory.

Era sabido que su nieta gustaba de recorrerlo todo, por lo que el primer instinto de Adeline había sido el irritarse. Como si la traviesa niña hubiera elegido el momento para hacerlo. Precisamente hoy, entre todos los días, habiendo enterrado a su querida Rose, entregado su hija a la tierra, tener que montar ahora una búsqueda. Adeline apenas si podía contenerse para no gritar y maldecir.

Los criados fueron convocados, recorriendo la casa para escudriñar los escondites habituales, pero sin resultado. Cuando pasó una hora de búsqueda inútil, Adeline empezó a contemplar la posibilidad de que Ivory se hubiera ido más lejos. Ella, y también Rose, habían advertido a Ivory de que no fuera a la cala y otras áreas de la propiedad, pero la obediencia no era una de las cualidades mejores de Ivory, como había sucedido con Rose. Había cierta tozudez en ella, una deplorable tendencia que Rose había consentido, dejándola sin castigo. Pero Adeline no era tan indulgente, y cuando encontraran a la niña le haría ver el error de su conducta; ya no volvería a ser tan grosera.

—Perdón, señora.

Adeline se dio media vuelta, los vuelos de su falda susurrando al rozar entre sí. Era Daisy, quien finalmente llegaba de la cala.

—¿Bien? ¿Dónde está? —preguntó Adeline.

—No la encuentro, señora.

—¿Has buscado por todas partes? ¿La roca negra, las colinas?

—Ah, no, señora. No me acerqué a la roca negra.

—¿Por qué no?

—Es tan grande y resbaladiza y… —El tosco rostro de la muchacha se abrillantó como un melocotón maduro—. Dicen que está embrujada, la gran piedra.

La mano de Adeline le escocía de deseos de abofetear a la muchacha hasta magullarla. ¡Si hubiera hecho como le ordenaron la primera vez, asegurándose de que la pequeña quedara en su cama! Sin duda había salido a alguna parte, a conversar con un criado en la cocina... Pero de nada serviría castigar a Daisy. No todavía. Podría interpretarse como que las prioridades de Adeline no estaban en orden.

En cambio, volvió a dar media vuelta, arrastrando sus faldas y volviendo hacia la ventana. Miró el jardín en penumbra. Era todo tan abrumador… Habitualmente, Adeline era partidaria de las convenciones sociales, pero hoy el papel de la abuela preocupada estaba resultando su condena. Si alguien encontraba a la niña, viva o muerta, herida o sana, y la llevaba de regreso, entonces Adeline podría olvidar el episodio y continuar sin distracciones su duelo por Rose.

Pero parecía que no habría una simple solución. Quedaba menos de una hora para que anocheciera y todavía no había señales de la pequeña. Y la búsqueda de Adeline no podía terminar hasta que todas las opciones fueran agotadas. Los sirvientes la observaban, sus reacciones eran, sin duda, comentadas y diseccionadas en la sala de los criados, por lo que ella debía continuar con la búsqueda. Daisy era bastante inútil, y el resto del personal no era mucho mejor. Necesitaba a Davies. ¿Dónde estaba ese hombre bruto cuando se le necesitaba?

—Es su tarde libre, señora —dijo Daisy, cuando le preguntó.

Claro que lo era. Los criados siempre se mostraban subordinados pero nunca se los encontraba.

—Supongo que estará en su casa, o por el pueblo, milady. Creo que dijo algo sobre ir a buscar algunas cosas a la estación.

Sólo había otra persona que conocía la propiedad como Davies.

—Entonces llama a la señorita Eliza —ordenó Adeline, la boca amarga al pronunciar su nombre—. Y que venga de inmediato.

* * *

Eliza contempló a la niña dormir. Las largas pestañas rozaban sus tersas mejillas, los labios rosados, llenos, en un mohín, los pequeños puños sobre su regazo. Qué confiados eran los niños, poder dormir en semejante momento… La confianza, la vulnerabilidad, hacían que una parte de Eliza quisiera echarse a llorar.

¿Qué se le había pasado por la cabeza? ¿Qué estaba haciendo ahí, en un tren, de camino a Londres con la niña de Rose?

Nada, no se le había pasado nada, y por eso lo había hecho. Porque pensar era sumergir el pincel de la duda en las claras aguas de la certidumbre. Había comprendido que la niña no podía quedarse sola en Blackhurst en manos del tío Linus y la tía Adeline, y en consecuencia había actuado. Le había fallado a Sammy, pero no volvería a fallar nuevamente.

Qué hacer ahora con Ivory era otro asunto, porque, ciertamente, Eliza no podía retenerla. La niña merecía más que eso. Debía tener un padre y una madre, hermanos, una casa feliz llena de amor, para acumular recuerdos para toda la vida.

Y sin embargo Eliza no podía ver cuáles eran sus alternativas. La niña debía mantenerse alejada de Cornualles, de otro modo el riesgo de que la descubrieran y la llevaran de regreso a Blackhurst sería demasiado grande.

No, hasta que Eliza considerara una mejor alternativa, la niña debía permanecer con ella. Al menos por ahora. Faltaban cinco días para que el barco zarpara hacia Australia, hacia Maryborough, en donde vivía el hermano de Mary y su tía Eleanor. Mary le había dado una dirección y cuando llegara allí, se aseguraría de contactar con la familia Martin. Además se lo haría saber a Mary, por supuesto, le diría lo que había hecho.

Eliza ya tenía su pasaje, bajo un nombre falso. Supersticiosa, cuando llegó el momento de hacer la reserva se había sentido poseída de pronto por una sobrecogedora sensación de que una ruptura requería un nuevo nombre. No quería dejar huellas en la oficina de ventas, un sendero entre este mundo y aquél. Entonces había utilizado un seudónimo. Resultó ser un golpe de suerte.

Porque la buscarían. Eliza sabía demasiado sobre los orígenes de la niña de Rose para que la tía Adeline la dejara escabullirse tan fácilmente. Debía prepararse para ocultarse. Debía encontrar una posada cerca del puerto, algún lugar en donde alquilar un cuarto para una pobre viuda y su hija, camino a encontrarse con su familia en el Nuevo Mundo. ¿Era posible, se preguntó, comprar un pasaje para una niña con tan poco tiempo? ¿O tendría que embarcar a la niña sin que llamara la atención?

Eliza miró a la pequeña, acurrucada en el rincón del asiento del tren. Tan vulnerable. Extendió la mano y le acarició la mejilla. La retiró cuando la niña se movió, frunciendo su diminuta nariz y acomodando su cabeza todavía más en el rincón del asiento. Aunque fuera ridículo, podía ver algo de Rose en Ivory; Rose de niña, cuando Eliza la conoció.

La niña preguntaría por su madre y su padre, y Eliza se lo contaría algún día. Aunque no estaba segura de qué palabras encontraría para explicarlo. Observó que el cuento de hadas que podía haberle ayudado no estaba en la colección de la pequeña. Alguien lo había arrancado. Nathaniel, sospechaba Eliza. Tanto Rose como la tía Adeline habrían destruido todo el libro; Nathaniel sólo había retirado la historia en la que estaba involucrado, aunque preservara el resto.

Esperaría a contactar con los Swindell hasta el último momento, porque aunque Eliza no podía imaginarse que constituyeran un riesgo, sabía que convenía no confiarse demasiado. Si entreveían una oportunidad de sacar una ganancia, los Swindell se lanzarían sobre ella. Eliza había pensado por un momento abandonar la visita, preguntándose si tal vez el riesgo sobrepasaba el premio, pero había decidido arriesgarse. Necesitaría las joyas del broche a fin de pagar sus gastos en el Nuevo Mundo, y la trenza era preciosa para ella. Era su familia, su pasado, su vínculo con ella misma.

* * *

Mientras Adeline esperaba el regreso de Daisy, el tiempo se movía con lentitud, pesado como un niño petulante colgado de sus faldas. Era culpa de Eliza que Rose estuviera muerta. Su visita no autorizada por el laberinto había precipitado los planes para Nueva York, y por lo tanto adelantado el viaje a Carlisle. Si Eliza se hubiera quedado en el otro extremo de la propiedad como había prometido, Rose nunca habría estado en ese tren.

La puerta se abrió y Adeline respiró hondo. Por fin, la criada estaba de regreso, el cabello cubierto de hojas, barro en la falda, y sin embargo venía sola.

—¿Dónde está ella? —preguntó Adeline. ¿Había salido en su busca? ¿Había usado Daisy la cabeza por una vez y enviado a Eliza directa a la cala?

—No lo sé, señora.

—¿No lo sabes?

—Cuando llegué a la cabaña, estaba cerrada. Miré por las ventanas, pero no vi señal alguna.

—Deberías haber esperado un rato. Tal vez estaba en el pueblo y no tardaría en volver.

La muchacha sacudía su insolente cabeza.

—No lo creo, señora. El fogón estaba limpio y los estantes vacíos. —Daisy parpadeó de manera bovina—. Creo que se ha marchado ella también, señora.

Entonces Adeline comprendió. Y el conocimiento se tornó en furia, y la furia la abrasó por debajo de la piel, llenando su cabeza con agudas espinas rojas de dolor.

—¿Se encuentra bien, milady? ¿No debería sentarse?

No, Adeline no necesitaba sentarse. Todo lo contrario. Necesitaba ver por sí misma. Ser testigo de la ingratitud de la muchacha.

—Llévame por el laberinto, Daisy.

—No conozco el camino, señora. Nadie lo conoce. Nadie salvo Davies. Fui por la ruta lateral, por el sendero del acantilado.

—Entonces que Newton prepare el carruaje.

—Pero pronto oscurecerá, señora.

Adeline entrecerró los ojos y alzó los hombros. Dijo con claridad:

—Ve rápidamente a buscar a Newton y tráeme un farol.

* * *

La cabaña estaba ordenada, pero no vacía. En la cocina colgaban varios instrumentos de cocina, pero la mesa estaba limpia. El perchero junto a la puerta estaba desnudo. Adeline sintió una oleada que la indispuso, sus pulmones se contrajeron. Era la presencia de la muchacha, espesa y opresiva. Tomó el farol y comenzó a subir las escaleras. Había dos cuartos, el más grande, espartano pero limpio, con la cama del ático, una vieja manta tersamente tendida sobre ella. La otra contenía un escritorio y una silla y un estante lleno de libros. Los objetos en el escritorio habían sido acomodados en pilas. Adeline apretó los dedos contra la tapa de madera, y se inclinó un poco para mirar hacia fuera.

Los últimos colores del día se quebraban sobre el mar, y las distantes aguas subían y bajaban, doradas y púrpuras.

Rose ya no está
.

El pensamiento le llegó veloz y agudo.

Ahí, sola, finalmente sin ser observada, Adeline pudo dejar de fingir por un momento. Cerró los ojos y los nudos en sus hombros se desplomaron.

Ansiaba hacerse un ovillo en el suelo, las tablas suaves, frescas y reales bajo su mejilla, y no tener que levantarse nunca. Dormir cien años. No tener a nadie que la observara para seguir su ejemplo. Ser capaz de respirar…

—¿Lady Mountrachet? —La voz de Newton ascendió por las escaleras—. Está haciéndose de noche, milady. Les resultará difícil a los caballos descender si no partimos pronto.

Adeline respiró profundo. Volvió a erguir los hombros.

—Un minuto.

Abrió los ojos y se llevó una mano a la frente. Rose no estaba y Adeline nunca se recuperaría, pero aún había riesgos. Aunque una parte de Adeline ansiaba ver a Eliza y a la niña desaparecer de su vida para siempre, había cuestiones más complicadas que zanjar. Con Eliza y Ivory desaparecidas, seguramente juntas, Adeline corría el riesgo de que la gente averiguara la verdad. Que Eliza hablara de lo que habían hecho. Y eso no debía permitirse. Por el bien de Rose, por su memoria, y por el buen nombre de la familia Mountrachet, Eliza debía ser encontrada, traída de vuelta y silenciada.

La mirada de Adeline volvió una vez más al escritorio y se posó sobre un pedazo de papel que emergía de debajo de una pila de libros. Una palabra que reconoció aunque al principio no pudo identificarla. Tomó el papel de donde estaba. Era una especie de lista, realizada por Eliza: cosas que hacer antes de partir. Al final de la lista estaba escrito «Swindell». Un nombre, pensó Adeline, aunque no estaba segura de qué lo conocía.

Su corazón latió acelerado mientras doblaba el papel y lo guardaba en su bolsillo. Adeline había encontrado el vínculo. La muchacha no podía esperar escapar sin ser observada. La encontrarían, y la niña, la hija de Rose, regresaría a donde pertenecía.

Y Adeline sabía a quién solicitar ayuda para que esto se cumpliera.

Capítulo 46

Polperro, Cornualles, 2005

La casa de Clara era pequeña y blanca, y se aferraba al borde de un promontorio, un leve trecho un poco más arriba de un pub llamado El Bucanero.

—¿Quieres hacer el honor? —dijo Christian cuando llegaron.

Cassandra asintió, pero no llamó. Se sentía atacada, de pronto, por una oleada de excitación nerviosa. La hermana perdida de su abuela estaba al otro lado de la puerta. En breves momentos, el misterio que había marcado la mayor parte de la vida de Nell estaría resuelto. Cassandra miró a Christian y pensó otra vez lo contenta que estaba porque la hubiera acompañado.

Después que Ruby partiera para Londres esa mañana, Cassandra le había esperado en la escalera de la entrada del hotel, aferrando la copia de los cuentos de hadas de Eliza. Él también había llevado la suya, y descubrieron que, efectivamente, faltaba un relato en el libro de Cassandra. La diferencia en la encuadernación era tan leve, el corte tan exacto, que Cassandra no se había dado cuenta antes. Ni siquiera los números de las páginas ausentes le habían llamado la atención. La caligrafía eran tan retorcida, tan elaborada, que habría hecho falta un grafólogo para discernir la diferencia entre el 54 y el 61.

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