Read El jardín olvidado Online
Authors: Kate Morton
Era eso. El tesoro por el que Eliza había regresado a casa de los Swindell, cuyo precio había sido el encuentro con un hombre extraño. Un encuentro responsable de la separación de Eliza y Ivory, de todo lo que sucedió después, de Ivory convirtiéndose en Nell.
—¿Qué es?
Cassandra lo miró.
—Un broche de luto.
Él frunció el entrecejo.
—Los Victorianos solían hacerlo con los cabellos de miembros de la familia. Éste perteneció a Georgiana Mountrachet, la madre de Eliza.
Christian asintió levemente.
—Explica por qué era tan importante para ella. Por qué fue a buscarlo.
—Y por qué no regresó al barco. —Cassandra estudió los preciosos objetos en su regazo—. Me hubiera gustado que Nell los hubiera visto. Siempre se sintió abandonada, nunca supo que Eliza era su madre, que había sido amada. Era la única cosa que quería saber: quién era.
—Pero ella supo quién era —replicó Christian—. Ella era Nell, cuya nieta Cassandra la quiso lo suficiente como para cruzar el océano a resolver el misterio en su nombre.
—Ella no sabe que vine.
—¿Cómo sabes lo que sabe y lo que no sabe? Puede que esté mirándote en este momento. —Alzó las cejas—. Sea como sea, desde luego sabía que vendrías. ¿Por qué si no te dejó la cabaña? ¿Y esa nota en el testamento? ¿Qué es lo que decía?
Qué extraña le había parecido la nota entonces, qué poco había comprendido cuando Ben se la entregó la primera vez. «Para Cassandra, quien entenderá el porqué».
—¿Y? ¿La entiendes?
Claro que la entendía. Nell, que tan desesperadamente había necesitado confrontar su propio pasado para poder seguir adelante, había visto en Cassandra un espíritu afín. Otra víctima de las circunstancias.
—Ella supo que vendría.
Christian asintió.
—Ella sabía que la amabas lo suficiente para terminar lo que ella había comenzado. Es como en «Los ojos de la vieja», cuando el cervatillo le dice a la princesa que la vieja no necesitaba la vista, que ella sabía quién era por el amor que le profesaba la princesa.
Cassandra sentía que le escocían los ojos.
—El cervatillo era muy sabio.
—Por no decir guapo y valiente.
Ella no pudo evitar sonreír.
—Bueno, ahora ya sabemos quién era la madre de Nell. Por qué se quedó sola en el barco. Qué sucedió con Eliza. También supo por qué el jardín era tan importante para ella, por qué sentía que sus raíces la conectaban con ese suelo, más profundo con cada momento que pasaba entre sus muros. Estaba en su hogar en ese jardín, porque de alguna manera que no podía explicar, Nell también estaba allí. Así como Eliza. Y ella, Cassandra, era la guardiana del secreto de ambas.
Christian pareció leer su mente.
—Y —dijo— ¿todavía sigues planeando venderlo?
Cassandra miró mientras la brisa hacía caer una lluvia de hojas amarillas.
—La verdad es que había pensado quedarme un tiempo más.
—¿En el hotel?
—No, aquí en la cabaña.
—¿No estarás sola?
Era tan impropio de ella, pero en ese momento Cassandra abrió la boca y dijo exactamente lo que estaba sintiendo. No hizo una pausa para contenerse y sopesarlo.
—No creo que vaya a estar sola. No todo el tiempo. —Sintió la sensación de frío y calor previa a ruborizarse y se apresuró a completar la frase—. Quiero terminar lo que hemos comenzado.
Él enarcó las cejas.
El rubor por fin asomó.
—Aquí, en el jardín, quiero decir.
—Sé lo que quieres decir. —Su mirada sostuvo la de ella. Mientras el corazón de Cassandra comenzaba a golpear contra sus costillas, él dejó caer la pala y se acercó para tomar su rostro. Se inclinó hacia ella, que cerró los ojos. Un pesado suspiro, de años de cansancio acumulado, escapó de su boca. Y entonces la besó, y ella recibió el impacto de su cercanía, su solidez, su olor. Era el del jardín, de la tierra y el sol.
Cuando Cassandra abrió los ojos, se dio cuenta de que estaba llorando. Sin embargo no estaba triste, eran las lágrimas de haber sido hallada, de haber llegado al hogar tras una larga ausencia. Apretó con fuerza el broche.
Pasado. Futuro. Familia
. Su propio pasado estaba repleto de recuerdos, una vida de hermosos, preciosos, tristes recuerdos. Durante una década, se había movido entre ellos, caminado con ellos. Pero algo había cambiado, ella había cambiado. Había llegado a Cornualles a descubrir el pasado de Nell, de su familia, y de alguna manera había encontrado su propio futuro. Allí, en ese hermoso jardín que Eliza había cuidado y que Nell había reclamado, Cassandra se había encontrado.
Christian acarició sus cabellos y miró su rostro con una certeza que la hizo estremecerse.
—He estado esperándote —dijo al fin.
Cassandra tomó su mano entre las suyas. Ella también lo había estado esperando.
Hospital Greenslopes, Brisbane, 2005
El frío contra los párpados, pequeños roces como piececitos, de hormigas, yendo de un lado a otro.
Una voz, a Dios gracias conocida.
—Llamaré a una enfermera…
—No. —Nell extendió la mano, no podía ver, tomó lo que pudo encontrar—. No me dejes. —Su rostro estaba húmedo, el frío aire reciclado contra su piel.
—Vuelvo enseguida, te lo prometo.
—No…
—No pasa nada, abuela. Voy a buscar ayuda.
Abuela. Eso era lo que ella era, ahora se acordaba. Había tenido muchos nombres a lo largo de su vida, tantos que se había olvidado de algunos, pero hasta que adquirió el último, Abuela, no supo quién era en realidad.
Una segunda oportunidad, una bendición, una salvadora. Su nieta.
Y ahora Cassandra iba en busca de ayuda.
Nell cerró los ojos. Estaba otra vez en el barco. Podía sentir el agua debajo de ella, la cubierta moviéndose de un lado al otro. Barriles, luz del sol, polvo. Risas, risas lejanas.
Se estaba esfumando. Las luces se amortiguaban. Disminuían, como las luces en el teatro Plaza, antes del espectáculo. La audiencia acomodándose en sus asientos, susurrando, esperando…
Negro.
Silencio.
Y después se encontró en otra parte, en otro lugar frío y oscuro. Sola. Cosas afiladas, ramas a cada lado. Una sensación de que las paredes la empujaban a cada lado, altas y oscuras. La luz regresaba; no mucho, pero lo suficiente para que pudiera estirar el cuello y ver el cielo lejano.
Sus piernas se estaban moviendo. Estaba caminando, las manos a los lados, apartando hojas y ramas.
Una esquina. Dio la vuelta. Más muros de hojarasca. El olor a la tierra, rico y húmedo.
De pronto, lo supo. Le llegó la palabra, antigua y familiar. Laberinto. Estaba en un laberinto.
Comprendió, al instante y por completo: al final estaba el lugar más glorioso. Un lugar en donde tenía que estar. Un lugar seguro en donde descansar.
Ahora más rápido; avanzó más rápido. La necesidad apretándole el pecho, la certeza. Debía llegar al final.
Una luz, adelante. Ya casi había llegado.
Sólo un poquito más.
Entonces, de repente, de las sombras una figura salió a la luz. La Autora, extendiendo su mano. Su voz de plata.
—Te he estado esperando.
La Autora se hizo a un lado y Nell vio que había llegado a la verja.
El final del laberinto.
—¿En dónde estoy?
—En casa.
Respirando hondo, Nell siguió a la Autora, cruzando el umbral y entrando al más hermoso jardín que hubiera visto nunca.
«Y, por fin, el encantamiento de la malvada Reina fue roto, y la joven mujer, a quien las circunstancias y la crueldad habían atrapado en el cuerpo de un ave, fue liberada de su jaula. La puerta de la jaula se abrió y el cuclillo cayó, cayó, cayó, hasta que por fin abrió sus alas atrofiadas, y descubrió que podía volar. Con la fresca brisa del mar de su comarca sosteniendo el dorso de sus alas, se elevó sobre el borde del acantilado y sobre el océano. Hacia una nueva tierra de esperanza, libertad y vida. Hacia su otra mitad. Su hogar.»
El vuelo del cuclillo
, Eliza Makepeace
Por ayudar a traer
El jardín olvidado
al mundo, quisiera dar las gracias a:
Mi Nana Connelly, cuya historia fue la primera en inspirarme; Selwa Anthony por su sabiduría y cuidados; Kim Wilkins, Julia Morton y Diane Morton, por leer los primeros borradores; Kate Lady por seguirle la pista a esquivos datos históricos; Danny Kretschmer por suministrar fotos a la fecha de entrega; y a los compañeros de trabajo de Julia por responder a preguntas sobre la lengua vernácula. Por su ayuda en la investigación —arqueológica, entomológica y médica— le estoy agradecida al doctor Walter Wood, a la doctora Natalie Franklin, Katherine Parkers y especialmente a la doctora Sally Wilde; y, por su ayuda en detalles específicos, muchas gracias a Nicole Ruckels, Elaine Wilkins y Joyce Morton.
Tengo la fortuna de ser publicada en todo el mundo por gente extraordinaria y les estoy agradecida a todos aquellos cuyos esfuerzos han ayudado a que mis historias se conviertan en libros. Por su sensible e incansable apoyo editorial para
El jardín olvidado
, quisiera mencionar especialmente a Catherine Milne, Clara Finlay y a la maravillosa Annette Barlow de Allen & Unwin, Australia; y a María Rejt y Liz Cowen de Pan MacMillan, Gran Bretaña. Estoy también muy agradecida a Julia Stiles y Lesley Levene por su cuidado con los detalles.
Me gustaría honrar aquí a los autores que escriben para niños. Descubrir a edad temprana que detrás de las negras marcas de un papel blanco se ocultan mundos de incomparable terror, alegría y excitaciones uno de los grandes regalos de la vida. Estoy enormemente agradecida a aquellos autores cuyas obras encendieron mi imaginación infantil e inspiraron en mí un amor por los libros y la lectura que han sido una constante compañía.
El jardín olvidado
es, en parte, una oda a ellos.
Finalmente, como siempre, una inmensa deuda de gratitud a mi
esposo
, David Patterson, y a mis dos hijos, Oliver y Louis: a ellos pertenece esta historia.
Fin
[1]
V&A es la abreviatura con que se conoce el Victoria and Albert Museum.
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[2]
Cinta Azul, en inglés
Blue Riband
, era un galardón ofrecido a un barco por cruzar el Atlántico en el menor tiempo posible.
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