Read El jardín olvidado Online
Authors: Kate Morton
De camino a Polperro, Cassandra había leído «El huevo de oro» en voz alta. Mientras lo hacía, se fue convenciendo más y más de que Christian tenía razón, que la historia era una alegoría sobre la adquisición de la hija de Rose. Un hecho que le daba aún más certeza sobre lo que Clara quería decirle.
Pobre Mary, obligada a entregar a su primogénita y a mantener el secreto. No era un milagro que quisiera liberarse con su hija en sus últimos días. Una hija perdida perseguía a una madre toda la vida.
Leo tendría ahora casi doce años.
—¿Estás bien? —Christian la estaba mirando, el ceño fruncido, los ojos entrecerrados.
—Sí —dijo Cassandra, apartando sus recuerdos—. Estoy bien. —Y, mientras le sonreía, no le pareció una mentira como habría sido habitual.
* * *
Alzó la mano y estaba a punto de agarrar la aldaba cuando la puerta se abrió. De pie frente al marco de la pequeña y estrecha puerta estaba una anciana regordeta cuyo delantal, atado a la cintura, daba la impresión de un cuerpo formado por dos bolas de masa.
—Los vi ahí de pie —explicó con una sonrisa, señalándolos con un dedo curvo—, y me dije: «Deben de ser mis jóvenes invitados». Entren y les prepararé una buena taza de té.
Christian se sentó junto a Cassandra en el sofá floreado, acomodando los almohadones tricotados entre ellos, para hacer sitio. Él parecía terriblemente desproporcionado entre tanto cachivache y adorno, a tal punto que Cassandra tuvo que resistir la tentación de reír.
Una tetera amarilla ocupaba un lugar prominente sobre un arcón de la sala, tapada por una funda con forma de gallina que se parecía mucho a Clara, pensó Cassandra: pequeños ojos alertas, un cuerpo regordete, una boca en pico.
Clara trajo una tercera taza de té y colocó algunas hojas en cada una.
—Es mi mezcla especial —señaló—. Tres partes de
Breakfast
y una parte de
Earl Gray
. —Miró por encima de sus gafas—. Es decir,
Breakfast inglés
. —Cuando agregó la leche se acomodó en su sillón junto al fuego—. Ya era hora de dar descanso a mis pobres pies. Estuve todo el día de pie, organizando los expositores para el festival de la cosecha.
—Gracias por recibirme —dijo Cassandra—. Éste es mi amigo, Christian.
Christian extendió la mano sobre el arcón para estrechar la de Clara, quien se sonrojó.
—Encantada de conoceros. —Dio un sorbo al té, luego hizo un gesto en dirección a Cassandra—. La señora del museo, Ruby, me habló sobre tu abuela —empezó—. La que no sabía quiénes eran sus padres.
—Nell —apuntó Cassandra—. Ése era su nombre. Mi bisabuelo Hugh la encontró cuando era pequeña, sentada sobre una maleta blanca en el muelle de Maryborough. Era jefe del puerto, y un barco…
—¿Has dicho Maryborough?
Cassandra asintió.
—Eso es una coincidencia, en verdad. Tengo familia en un lugar llamado Maryborough. En Queen…
—Queensland —precisó Cassandra y se inclinó hacia delante—. ¿Qué familia?
—El hermano de mi madre se mudó allí de joven. Crió a sus hijos, mis primos. —Rió—. Madre decía que se habían asentado allí por el nombre del lugar.
Cassandra miró a Christian. ¿Sería ése el motivo por el que Eliza había puesto a Nell en ese barco en particular? ¿Estaba devolviéndola a la familia de Mary, a la verdadera familia de Nell? En vez de llevar a la niña a Polperro y arriesgarse a que los lugareños la reconocieran como Ivory Mountrachet, ¿había optado por el hermano emigrado de Mary? Cassandra sospechaba que Clara tenía la respuesta, todo lo que necesitaba era azuzarla en la dirección correcta.
—Su madre, Mary, trabajaba en la mansión Blackhurst, ¿no?
Clara tomó un largo sorbo de té.
—Trabajó allí hasta que la despidieron, en 1909. Había estado allí desde niña, casi diez años. La echaron por quedarse embarazada. —Clara bajó la voz hasta volverla un susurro—. No estaba casada, saben, y en esos días no se podía tolerar. Pero no era mala muchacha, mi madre. Era tan honesta como una libra de velas. Ella y mi padre terminaron casándose, como corresponde. Lo hubieran hecho antes si no hubiera enfermado de neumonía. Casi no llega a su propio casamiento. Fue cuando se mudaron a Polperro, recibieron algo de dinero y abrieron la carnicería.
Tomó un pequeño libro rectangular de la bandeja del té. La cubierta estaba decorada con papel de regalo y retazos de tela y botones, y cuando Clara lo abrió, Cassandra se dio cuenta de que era un álbum de fotos. Clara buscó una página que estaba marcada con una cinta y se la pasó por encima del arcón.
—Esa de ahí es mi madre.
Cassandra miró a la joven de ensortijados cabellos y sinuosas curvas, intentando descubrir a Nell en sus facciones. Había tal vez algo de Nell en la boca, una sonrisa que jugaba en los labios cuando menos se lo proponía. Pero así era la naturaleza de las fotos: cuanto más miraba Cassandra, ¡más le parecía que había algo de la tía Phyllis en la nariz y los ojos!
Le pasó el álbum a Christian y le sonrió a Clara.
—Era muy bonita, ¿no?
—Ah, sí —dijo Clara con un guiño pícaro—. Muy buena moza, mi madre. Demasiado bonita para sirvienta.
—¿Sabe si disfrutó de su paso por Blackhurst? ¿Lamentó tener que irse?
—Estaba feliz de irse de la casa, pero triste de dejar a su señora.
Esto era una novedad.
—¿Ella y Rose se llevaban bien?
Clara sacudió la cabeza.
—No sé nada de ninguna Rose. Era de Eliza de quien solía hablar. La señorita Eliza esto, y la señorita Eliza lo otro.
—Pero Eliza no era la señora de la mansión Blackhurst.
—Bueno, oficialmente no, pero ella era a quien mi madre más quería. Solía decir que la señorita Eliza era la única chispa de vida en un lugar muerto.
—¿Por qué pensaba que era un lugar muerto?
—Los que ahí vivían eran como muertos, decía mi madre. Todos tristes por una razón u otra. Todos queriendo cosas que no debían o no podían tener.
Cassandra pensó en esta observación sobre la vida en la mansión Blackhurst. No era la impresión que había recibido al leer los cuadernos de Rose, aunque por cierto Rose, con su concentración en los vestidos nuevos y las aventuras de su prima Eliza, era sólo una voz en una casa que debía haber tenido el eco de otras. Ésa era la naturaleza de la historia, por supuesto: quimérica, parcial, inaccesible, un relato realizado por los triunfadores.
—Sus patrones, milord y milady, eran ambos desagradables, según mi madre. Recibieron lo suyo al final, ¿no?
Cassandra frunció el ceño.
—¿A quién se refiere?
—Ellos dos. Lord y lady Mountrachet. Ella murió al mes o dos después de su hija, un envenenamiento de la sangre, creo. —Clara sacudió la cabeza y bajó la voz, en tono conspirador, casi con regocijo—. Muy desagradable. Mi madre escuchó decir a los criados que daba miedo en los últimos días. El rostro retorcido, de modo que parecía sonreír como un espíritu maligno, escapando de su lecho de enferma para acechar por los pasillos con un gran manojo de llaves en la mano, cerrando todas las puertas y hablando sobre un secreto que nadie debía saber. Loca como una cabra, al final, y él no mucho mejor.
—¿Lord Mountrachet también murió envenenado?
—Oh no. Él no. Perdió su fortuna viajando a lugares lejanos. —Bajó la voz—. Lugares donde se practicaba el vudú. Dicen que trajo recuerdos que harían que se le pusieran a uno los pelos de punta. Según parece, se volvió loco. El personal se marchó, todos menos una cocinera y un jardinero que habían estado ahí toda la vida. Según mi madre, cuando el viejo murió nadie se dio cuenta sino días después. —Clara sonrió, de modo que sus ojos se cerraron—. Eliza, en cambio, se escapó, ¿no? Eso es lo importante. Viajó cruzando el mar, dijo mi madre. Eso siempre la ponía contenta.
—Aunque no fue a Australia —dijo Cassandra.
—No sé adónde, si les digo la verdad —dijo Clara—. Sólo sé lo que mi madre me contó: que Eliza se escapó a tiempo de esa casa horrible. Se fue como siempre había planeado y nunca regresó. —Mantuvo un dedo en alto—. De ahí es de donde vienen esos dibujos, los que tanto le gustaron a la dama del museo. Eran de ella, de Eliza. Estaban entre sus cosas.
Cassandra tenía en la punta de la lengua la pregunta de si Mary se los había quitado a Eliza, pero se contuvo. Se dio cuenta de que podía ser interpretado como una grosería sugerir que la querida y difunta madre había robado cosas valiosas de su patrona.
—¿Qué cosas?
—Las cajas que mi mamá compró…
Ahora era Cassandra la que estaba confundida.
—¿Le compró unas cajas a Eliza?
—No a Eliza.
De
Eliza. Después de que se marchara.
—¿A quién se las compró?
—Fue una gran subasta. Yo misma la recuerdo. Mi madre me llevó de pequeña. Se celebró en 1935, yo tenía quince años. Después que el viejo lord murió, un pariente lejano de Escocia se decidió a vender la propiedad, esperando conseguir algo de dinero, durante la Depresión, sin duda. Sea como fuere, mi madre lo leyó en el periódico y vio que estaban planeando vender algunas otras cosas. Creo que le hacía ilusión pensar que podía ser dueña de un pedacito del lugar en donde había sido tratada tan mal. Me llevó consigo porque decía que me haría bien ver dónde había comenzado. Quiso que estuviera agradecida de no haber sido sirvienta, alentarme a esforzarme en la escuela para conseguir más de lo que ella consiguió. No puedo decir que lo consiguiera, pero lo cierto es que me impresionó mucho. La primera vez que veía algo así. No tenía idea de que hubiera quienes vivían de esa manera. Uno no ve semejante grandeza por estos parajes. —Asintió para indicar su acuerdo con ese estado de cosas, luego hizo una pausa y alzó la vista—. Ahora, ¿por dónde iba?
—Nos estaba contando lo de las cajas —le alentó Christian—. Las que su madre compró en Blackhurst.
Alzó un dedo tembloroso.
—Eso es, de la propiedad de Tregenna. Deberían haber visto su expresión cuando las vio. En una mesa con otras cosas sueltas, lámparas, pisapapeles, libros y demás. No me parecían gran cosa, pero mamá supo de inmediato que eran de Eliza. Me tomó la mano, por primera vez en mi vida, creo, y fue casi como si no pudiera respirar. En verdad comencé a preocuparme, pensé que tenía que conseguirle una silla, pero no quiso saber nada de eso. Se aferró a las cajas. Era como si tuviera miedo de alejarse, en caso de que alguien más las comprara. No me parecía probable; como ya dije, no parecían gran cosa. Pero sobre gustos no hay nada escrito, ¿verdad?
—¿Y los bosquejos de Nathaniel Walker estaban en la caja? —preguntó Cassandra—. ¿Con las cosas de Eliza?
Clara asintió.
—Es raro, ahora lo recuerdo. Madre estaba tan feliz de comprarlas, pero cuando llegamos a casa hizo que papá las llevara arriba, las guardara en el altillo y ésa fue la última vez que supe de ellas. No es que haya pensado mucho en ellas desde entonces. Tenía quince años. Seguramente le había echado el ojo a algún muchacho de la zona y nada me importaban unas cajas viejas que mi madre había comprado. Hasta que me mudé con ella, y noté que traía las cajas consigo. Eso me resultó raro, y en verdad demostró lo que significaban para ella, porque no trajo muchas cosas. Y fue al vivir juntas cuando por fin me dijo lo que significaban, por qué eran tan importantes.
Cassandra recordó el relato de Ruby sobre el cuarto del piso superior, todavía lleno de las pertenencias de Mary. ¿Qué otras preciosas pistas podría haber todavía, enterradas en cajas, nunca vistas? Tragó saliva.
—¿Las ha mirado alguna vez?
Clara tomó un sorbo de té, para entonces seguramente frío, y jugueteó con el asa de la taza.
—Debo admitir que lo hice.
Cassandra sentía su corazón latiéndole con fuerza; se inclinó hacia delante.
—¿Y?
—En su mayoría eran libros, una lámpara, como dije. —Hizo una pausa, y sus mejillas se ruborizaron violentamente.
—¿Había algo más? —Con cuidado, ah, con mucho cuidado.
Clara movió la punta de su zapatilla sobre la alfombra. Miró cómo avanzaba antes de alzar la vista.
—Encontré también una carta, casi encima de todo. Estaba dirigida a mi madre, escrita por un editor de Londres. Me dio el susto de mi vida. Nunca había pensado en mamá como escritora. —Clara rió—. Y en verdad que no lo era.
—¿Qué era entonces la carta? —preguntó Christian—. ¿Por qué le había escrito el editor a su madre?
Clara parpadeó.
—Bueno, parece que mamá debió de enviar una de las historias de Eliza. Por lo que pude discernir de la carta, la encontró en la caja, entre las cosas de Eliza, y pensó que debía publicarse. Resulta que Eliza la había escrito justo antes de partir para su aventura. Era una bonita historia, llena de esperanza y finales felices.
Cassandra pensó en el artículo fotocopiado en la libreta de Nell.
—El vuelo del cuclillo —dijo.
—Esa misma —confirmó Clara, complacida como si ella misma hubiera escrito la historia—. ¿La ha leído?
—He leído
sobre
ella, pero no he visto la historia. Fue publicada años después del resto.
—Así es. Era en 1936, de acuerdo con la carta enviada. Mi madre se hubiera complacido con la carta. Habría sentido que hizo algo por Eliza. La extrañó después de que se fuera; eso es un hecho.
Cassandra asintió, casi podía probar la solución al misterio de Nell.
—Tenían un fuerte vínculo, ¿no?
—Sí lo tenían.
—¿Qué piensa que era lo que las unía? —Se mordió el labio, conteniéndose.
Clara entrecruzó sus rígidos dedos sobre la falda y bajó la voz.
—Las dos compartían algo que nadie más sabía.
Algo dentro de Cassandra se liberó. Su voz era un hilo.
—¿Qué era? ¿Qué fue lo que le contó su madre?
—Fue en sus últimos días. Decía que algo horrible había tenido lugar y que quienes lo habían hecho creían haberse salido con la suya. Lo repetía una y otra vez.
—¿Y qué cree que quiso decir?
—Al principio no presté mucha atención a eso. Decía con frecuencia cosas raras hacia el final. Insultaba a nuestros amigos más queridos. Ya casi no era ella misma. Pero seguía y seguía: «Está todo en la historia», continuaba diciendo. Se llevaron a la pequeña e hicieron que ella siguiera sin ella. No sabía de qué estaba hablando, a qué historia hacía referencia. Pero al final no importó, porque me lo dijo directamente. —Clara respiró hondo, sacudió la cabeza con tristeza, mirando a Cassandra—. Rose Mountrachet no era la madre de la pequeña, de tu abuela.