El jardín olvidado (30 page)

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Authors: Kate Morton

BOOK: El jardín olvidado
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Robyn se puso de pie, las llamas avivadas saltando hambrientas de un papel a otro, detrás de la rejilla.

—Ahora voy a buscar el té, Gump, y a preparar la cena. Mientras estoy en la cocina, mi amiga… —miró inquisitiva a Nell—. Lo siento…

—Nell, Nell Andrews.

—…Nell se va a quedar contigo, Gump. Está visitando Tregenna y está interesada en las familias del lugar. Tal vez puedas contarle algo acerca del pueblo mientras estoy en la cocina.

El anciano extendió sus manos, manos sobre las que una vida de tirar de las cuerdas y preparar anzuelos con carnada había escrito su historia.

—Pregúnteme cualquier cosa —dijo— y le diré todo lo que sé.

Mientras Robyn desaparecía a través de una puerta baja, Nell buscó un lugar donde sentarse. Se acomodó en una silla de respaldo verde, junto al fuego, disfrutando del calor mientras el fuego ardía en su costado.

Gump alzó la vista de la pipa que estaba preparando y asintió, alentándola. Aparentemente, era el turno de ella.

Nell se aclaró la garganta y movió levemente los pies sobre la alfombra, preguntándose por dónde comenzar. Decidió que no tenía sentido andar dando vueltas.

—Es la familia Mountrachet la que me interesa.

La cerilla que Gump había prendido chispeó, y éste aspiró vigorosamente su pipa.

—He preguntado en el pueblo, pero parece que nadie sabe nada sobre ellos.

—Ah, sí que saben —dijo, exhalando el humo—. Sólo que no hablan de ello.

Nell alzó las cejas.

—¿Y eso a qué se debe?

—A la gente de Tregenna le gustan las buenas historias, pero son, en general, supersticiosos. Hablamos contentos de cualquier cosa que se le ocurra, pero si le pregunta a la gente qué fue lo que pasó allá arriba, en el acantilado, la gente cierra la boca.

—Ya me he dado cuenta —asintió Nell—. ¿Es porque los Mountrachet poseían un título de nobleza? ¿De clase alta?

Gump resopló.

—Tenían dinero, pero no hable usted de clase. —Se inclinó hacia delante—. Fue un título pagado con la sangre derramada de inocentes. En 1724 fue. Una terrible tormenta se desató una tarde, la peor en años. El faro perdió su techo y la llama de la nueva lámpara de aceite se apagó como si no fuera más que una vela. La luna estaba oculta y la noche era negra como mis botas. —Los pálidos labios se apretaron en torno a la pipa. Aspiró lenta y profundamente, disfrutando de su relato—. La mayoría de los barcos pesqueros locales habían regresado temprano, pero una balandra de doble mástil y con tripulación extranjera seguía en el estrecho.

»La tripulación de esa balandra nunca tuvo su oportunidad. Dicen que las olas llegaban hasta la mitad de los acantilados de Sharpstone y que la embarcación fue lanzada contra las rocas con tanta fuerza que comenzó a hacerse pedazos antes de llegar a la ensenada. Hubo crónicas en los periódicos y una investigación del gobierno pero nunca recuperaron mucho más que unas pocas piezas de cedro rojo del casco. Culparon a los librecambistas, claro.

—¿Librecambistas?

—Contrabandistas —precisó Robyn, quien había aparecido con la bandeja del té.

—Pero no fueron ellos quienes se hicieron con la carga del barco —continuó Gump—. Qué va. Fue la familia quien lo hizo. La familia Mountrachet.

Nell tomó una taza que le ofrecía Robyn.

—¿Los Mountrachet eran contrabandistas?

Gump lanzó una carcajada seca, de bebedor, y tomó un sorbo de té.

—No eran nada tan digno como eso. Los contrabandistas hacen su papel para eliminar el exceso impositivo de productos traídos por los barcos que naufragan, pero también hacen su papel para rescatar a las tripulaciones. Lo que pasó esa noche en la cala de Blackhurst fue cosa de ladrones. Ladrones y asesinos. Mataron a todos los tripulantes, robaron la mercadería de la bodega del barco, y después a la mañana siguiente, antes de que nadie tuviera oportunidad de averiguar lo sucedido, arrastraron el barco y los cuerpos mar adentro y los hundieron. Se hicieron con una fortuna: cofres con perlas, marfil, abanicos de la China y joyas de España.

—En los años siguientes, Blackhurst realizó reformas masivas —Robyn continuó con la historia, acomodada en el escabel de su abuelo, tapizado con un desvaído terciopelo—. Acabo de escribir sobre eso en mi folleto «Grandes mansiones de Cornualles». Eso fue cuando construyeron el tercer piso y gran cantidad de los adornos del jardín. Y el señor Mountrachet recibió un título nobiliario del rey.

—Es increíble lo que pueden conseguir unos regalos bien elegidos.

Nell sacudió la cabeza y se movió incómoda. Ahora no era momento de mencionar que esos asesinos y ladrones eran sus antepasados.

—Pensar que se salieron con la suya…

Robyn miró a Gump, quien se aclaró la garganta.

—Bueno, en verdad —murmuró—, yo no diría tanto.

Nell miró a uno y a otra, confundida.

—Hay peores castigos que los que imparte la ley. Recuerde mis palabras, hay peor castigo que ése. —Gump exhaló aire entre sus labios apretados—. Después de lo que pasó en la ensenada, la familia fue maldecida, todos y cada uno de ellos.

Nell se reclinó en su silla, decepcionada. Una maldición familiar. Justo cuando había creído estar a punto de recibir alguna información fidedigna.

—Cuéntale lo del barco, Gump —dijo Robyn, como si hubiera percibido la decepción de Nell—. El barco negro.

Encantado de hacerlo, Gump aumentó el volumen de su voz como para mostrar su compromiso con la historia.

—Puede que la familia hundiera el barco, pero no pudieron deshacerse de él, no por mucho tiempo. Todavía aparece en el horizonte. A veces, antes o durante una tormenta. Un gran balandro negro, un barco fantasma, acechando en la bahía. Persiguiendo a los descendientes de aquellos responsables.

—¿Lo ha visto? ¿El barco?

El viejo sacudió la cabeza.

—Una vez creí verlo, pero me equivoqué, gracias a Dios. —Se inclinó hacia delante—. Es un viento maligno el que hace visible el barco. Dicen que la persona que ve el barco fantasma hace penitencia por su naufragio. Si lo ve, entonces la ven. Y todo lo que sé es que quienes admiten haberlo visto han tenido más mala suerte que la que cualquiera puede tolerar. El nombre del barco era
Jacquard
, pero por estos parajes lo llamamos el Negro Coche Fúnebre.

—Las tierras del Bosquecillo Negro, Blackhurst —razonó Nell—. Supongo que no es una coincidencia, ¿verdad?

—Una mujer astuta —dijo Gump, sonriendo a Robyn, con la pipa en sus labios—. Muy lista. Y hay quienes estarían de acuerdo en que por eso las tierras recibieron ese nombre.

—¿Usted no?

—Yo siempre pensé que tenía que ver más con la enorme roca negra de la ensenada de Blackhurst. Hay un pasaje que atraviesa justo allí, ¿sabe? Solía salir de la cala a algún lugar de esas tierras y de allí al poblado. Una bendición para los contrabandistas, pero un pasaje temperamental. Algo sobre los ángulos y formas del túnel: si la marea subía más de lo esperado, un hombre dentro de las cuevas tenía pocas posibilidades de sobrevivir. Esa roca ha sido carro fúnebre para muchas almas valientes a lo largo de los años. Si se ha acercado hasta las playas la habrá visto. Una monstruosa cosa angulosa.

Nell negó con la cabeza.

—No he visto la cala, aún no. Intenté visitar la casa ayer, pero las verjas estaban cerradas. Volveré mañana y dejaré una carta de presentación en el buzón. Con suerte los dueños me permitirán echar un vistazo. ¿Alguna idea de cómo son?

—Gente desconocida —dijo Robyn audaz—. De fuera del pueblo, hablan de convertirla en un hotel. —Se inclinó hacia delante—. Dicen que la mujer joven es escritora de ficción, romances y esas cosas. Es muy elegante y sus libros son bastante subidos de tono. —Apartó la mirada de su abuelo y se sonrojó—. No es que yo haya leído ninguno.

—Vi un anuncio de venta de parte de la propiedad en la agencia inmobiliaria del pueblo —dijo Nell—. Una pequeña casa llamada la Casa del Acantilado está a la venta.

Gump rió con sequedad.

—Y siempre lo estará. No hay nadie lo suficientemente tonto para comprarla. Hará falta más de una mano de pintura para limpiar ese lugar de todas las desdichas que ha visto.

—¿Qué suerte de desdichas?

Gump, que hasta ese momento había ofrecido sus historias con abundante placer, se quedó, de pronto, silencioso frente a esta última pregunta. Un destello pareció cruzar su mirada.

—Ese lugar debería haber sido quemado hace ya años. Allí sucedieron cosas que no estuvieron nada bien.

—¿Qué tipo de cosas?

—No quiera saberlo —dijo, con labios temblorosos—. Crea lo que le digo. Hay algunos lugares que no pueden renovarse con una mano de pintura fresca.

—No tenía intención de comprarlo —explicó Nell, sorprendida por su vehemencia—. Sólo pensé que sería una manera de echarle un vistazo a la propiedad.

—No hace falta ir por las tierras de Blackhurst para llegar hasta la caleta. Se puede ver desde la cima del acantilado. —Señaló con su pipa en dirección a la costa—. Tome el sendero que sube desde el pueblo en torno al acantilado y mire hacia Sharpstone: está debajo. La ensenada más bonita de todo Cornualles, salvo por esa roca brutal. No quedan señales de la sangre derramada en sus playas hace ya tanto.

El olor a carne y romero había aumentado y Robyn trajo platos y cucharas de la cocina.

—Se quedará a cenar, ¿verdad, Nell?

—Claro que se quedará —dijo Gump, reclinándose en su silla—. No pensarás enviarla de regreso en una noche como ésta. Afuera está más negro que su sombrero y el doble de tupido.

* * *

El guiso era delicioso y Nell necesitó de poca insistencia para servirse por segunda vez. Después, Robyn se excusó para lavar los platos, y Nell y Gump quedaron otra vez solos. El cuarto estaba ahora cálido, y sus mejillas rojas. Sintió la mirada de Nell y asintió cordial.

Había algo reconfortante en la compañía de William Martin, algo que te aislaba del mundo. Nell se dio cuenta de que ése era el poder del narrador de historias. Una habilidad para conjurar los colores de modo que lo demás pareciera desvaído. Y William Martin era un narrador nato, no cabía duda. Cuánto había que creer de sus relatos, era otro asunto. Tenía el indiscutible don de tejer la paja y volverla oro, pero sin embargo era probable que fuera la única persona que hubiera vivido durante los años por los que ella estaba interesada.

—Me pregunto —dijo, mientras el fuego entibiaba su costado, de modo que le escocía agradablemente— si de joven conoció a Eliza Makepeace. Era una escritora. Linus y Adeline Mountrachet eran sus tutores.

Hubo una pausa palpable. La voz de William se oyó, rasposa por el whisky.

—Todos conocían a Eliza Makepeace.

Nell respiró hondo. Por fin.

—¿Sabe qué sucedió con ella? —inquirió, apresuradamente—. Al final, quiero decir.

Negó con la cabeza.

—Eso no lo sé.

Una nueva reticencia se había apoderado del comportamiento del anciano, una prevención que había estado ausente hasta ese momento. Pese a que su corazón se había llenado de esperanza, Nell sabía que tenía que avanzar con cuidado. No quería que el anciano se encerrara en su caparazón. No ahora.

—¿Y antes, cuando vivía en Blackhurst? ¿Qué puede contarme?

—Dije que la conocía. No tuve oportunidad de tratarla mucho, no era bienvenido en la gran mansión. Los que estaban a su cargo tuvieron bastante que ver al respecto.

Nell insistió.

—Por lo que pude averiguar, Eliza fue vista por última vez en Londres en 1913. Estaba con una niña pequeña, Ivory Walker, de casi cuatro años de edad. La hija de Rose Mountrachet. ¿Se le ocurre alguna razón, cualquier motivo, por el cual Eliza podría haber estado planeando un viaje a Australia con la hija de otra persona?

—No.

—¿Alguna idea de por qué la familia Mountrachet pudo haberle dicho a la gente que su nieta había muerto cuando en verdad estaba bien viva?

Se le quebró la voz.

—No.

—¿Entonces usted sabía que Ivory estaba viva a pesar de los informes en contra?

El fuego chisporroteó.

—Eso no lo sabía, porque no fue así. Esa niña murió de escarlatina.

—Sí, sé que eso fue lo que se dijo en aquel momento. —Nell sentía su rostro caliente, y que le latían las sienes—. También sé que no es verdad.

—¿Cómo puede saber una cosa así?

—Porque yo era esa niña. —A Nell se le quebró la voz—. Llegué a Australia cuando tenía cuatro años. Eliza Makepeace me puso en un barco cuando todos pensaron que había muerto, y nadie parece poder decirme por qué.

La expresión de William era difícil de interpretar. Dio la sensación de estar a punto de responder pero no lo hizo.

En cambio, se puso de pie, estiró los brazos y sacó la panza.

—Estoy cansado —dijo refunfuñando—. Es hora de que me vaya a acostar. —Llamó—: ¿Robyn? —Y otra vez más, más fuerte—: ¡Robyn!

—¿Gump? —Robyn llegó de la cocina, con el trapo en la mano—. ¿Qué sucede?

—Me voy a dormir. —Comenzó a dirigirse hacia las estrechas escaleras en curva.

—¿No quieres otra taza de té? Lo estábamos pasando tan bien.

William apoyó su mano en el hombro de Robyn al pasar a su lado.

—Pon la madera en el agujero cuando salgas, ¿de acuerdo? No querernos que se nos meta la niebla.

Mientras la sorpresa desorbitaba los ojos de Robyn, Nell recogió su abrigo.

—Debo marcharme.

—Lo siento mucho —se excusó Robyn—. No sé qué ha podido pasar. Está viejo, se cansa…

—Claro. —Nell terminó de abrocharse los botones. Sabía que debía disculparse, después de todo era por su culpa por lo que el anciano se había alterado, y sin embargo no pudo hacerlo. La decepción se le atravesó como una rodaja de limón en la garganta—. Gracias por su tiempo —alcanzó a decir al salir por la puerta a la opresiva humedad.

Nell miró hacia atrás cuando llegó al pie de la colina y vio que Robyn la seguía mirando. Alzó un brazo para saludar cuando la otra mujer hizo lo propio.

William Martin podía estar mayor y cansado, pero había algo más en su repentina partida. Nell debía saberlo, había guardado su propio espinoso secreto el tiempo suficiente como para reconocer a un espíritu herido como ella. William sabía más de lo que decía y la necesidad de Nell por descubrir la verdad era mayor que el derecho a la intimidad del anciano.

Apretó los labios y agachó la cabeza enfrentándose al viento. Estaba decidida a convencerlo para que le dijera todo lo que sabía.

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