El jardín olvidado (52 page)

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Authors: Kate Morton

BOOK: El jardín olvidado
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Liviana como un fantasma, Rose deambuló por el pasillo alfombrado, la mano descansando sobre la barandilla para mantener el equilibrio. Esa tarde, cuando Nathaniel volviera de su reunión en Tremayne Hall, iría con él al cenador. Haría frío, claro, pero ella haría que Mary la abrigara, Thomas podía llevar una otomana y una manta para su comodidad. Nathaniel debía de sentirse muy solo allí fuera, estaría feliz de tenerla a su lado una vez más. Podría dibujarla reclinada. A Nathaniel le gustaba dibujarla, y era su responsabilidad como esposa ofrecer confort a su marido.

Rose casi había llegado a las escaleras cuando escuchó voces flotando en el corredor, plagado de corrientes de aire.

—Dice que no piensa comentar nada, que no es asunto de nadie, sino de ella. —Las palabras resaltadas por el roce de las escobas contra el suelo.

—La señora no se va a alegrar cuando se entere.

—La señora no se enterará.

—Si tiene ojos en la cara se dará cuenta. No hay muchos que no puedan ver cuando una muchacha engorda en su embarazo.

Rose se llevó una mano helada a la boca; avanzó lentamente por el pasillo, intentando oír la conversación.

—Dice que todas las mujeres de su familia engordan poco. Que será capaz de ocultarlo bajo su uniforme.

—Esperemos que tenga razón, o de lo contrario la echarán.

Rose llegó al rellano de las escaleras justo a tiempo para ver a Daisy desaparecer por el pasillo de los sirvientes. Sally no tuvo la misma suerte.

La sirvienta inspiró hondo y sus mejillas se colorearon desagradablemente.

—Lo siento, señora. —Una apurada reverencia, la escoba enredada en sus faldas—. No la vi.

—¿De quién hablabas, Sally?

El sonrojo se extendió hasta la punta de las orejas de la muchacha.

—Sally —espetó Rose—, exijo que me respondas. ¿Quién está embarazada?

—Mary, señora. —Apenas más que un susurro.

—¿Mary?

—Sí, señora.

—¿Mary está embarazada?

La muchacha asintió rápidamente, las líneas de su rostro mostrando un urgente deseo por desaparecer.

—Ya veo. —Un profundo agujero negro se abrió en el centro del vientre de Rose, amenazándola con tragársela. Esa estúpida muchacha con su odiosa y barata fertilidad. Exhibiéndola para que todos la vieran, arrullando a Rose, diciéndole que todo estaría bien y luego riendo a sus espaldas. ¡Y sin estar casada! Bueno, no en esta casa. La mansión Blackhurst era una casa antigua y de elevada moral. Le correspondía a Rose asegurarse de que esos estándares fueran observados.

* * *

Adeline se cepilló los cabellos, mechón tras mechón. Mary no estaba y aunque eso los dejaba con pocos sirvientes para la fiesta del fin de semana, la ausencia de la muchacha tendría que ser tolerada. Aunque de ordinario Adeline no alentaba a Rose para que tomara decisiones sobre el personal sin consultarla como correspondía, éstas eran circunstancias excepcionales y Mary había sido una pequeña desgraciada. Desgraciada y sin haberse casado, lo que hacía que la situación fuera aún peor. No, Rose había tenido razón en seguir su instinto, aunque no en su metodología.

Pobre y querida Rose. El doctor Matthews había visitado a Adeline esa semana, se había sentado frente a ella en el recibidor y había adoptado su voz grave, la que siempre utilizaba para momentos preocupantes. Rose no estaba bien, le había dicho (como si Adeline no pudiera verlo por sí misma), y él estaba muy preocupado.

—Desgraciadamente, lady Mountrachet, mis miedos no se limitan a su aparente deterioro. Hay… —tosió levemente en su puño cerrado— otras cuestiones.

—¿Otras cuestiones, doctor Matthews? —Adeline le pasó una taza de té.

—Asuntos emocionales, lady Mountrachet. —Sonrió remilgado y tomó un sorbo de té—. Cuando inquirí sobre el aspecto físico de su matrimonio, la señora Walker confesó lo que podría ser considerado, en mi opinión profesional, una malsana tendencia hacia la actividad física.

Adeline sintió que se le hinchaban los pulmones; contuvo la respiración y se obligó a espirar con calma. A falta de algo más que decir o hacer, agregó un terrón adicional de azúcar en su té. Sin mirar al doctor Matthews a los ojos, le indicó que continuara.

—Consuélese, lady Mountrachet. Aunque sea una condición seria, su hija no está sola. Puedo dar cuenta de un alto incremento de actividad física entre las damas jóvenes hoy día; y estoy seguro de que es una condición que superará. Lo más importante es mi sospecha de que sus tendencias físicas están contribuyendo a sus repetidos fracasos.

Adeline se aclaró la garganta.

—Continúe, doctor Matthews.

—Es mi sincera opinión médica que su hija debe cesar las relaciones físicas hasta que su pobre cuerpo haya tenido tiempo de recuperarse. Porque todo está vinculado, lady Mountrachet, todo está vinculado.

Adeline llevó la taza a la boca y probó el amargor de la porcelana. Asintió casi imperceptiblemente.

—El Señor obra de modo misterioso. También, a través de sus designios, el cuerpo humano. Es razonable suponer que una dama joven con apetitos… desatados —sonrió disculpándose, los ojos entrecerrados— presentaría un modelo no del todo maternal. El cuerpo sabe de tales cosas, lady Mountrachet.

—¿Está sugiriendo, doctor Matthews, que con menos intentos, mi hija podría tener mejores resultados?

—Vale la pena considerarlo, lady Mountrachet. Por no mencionar los beneficios que tal abstinencia tendría para su salud general y su bienestar. Imagine, si así lo desea, lady Mountrachet, una manga de las que indican la fuerza del viento.

Adeline arqueó sus cejas, preguntándose —no por primera vez— por qué había permanecido leal al doctor Matthews todo este tiempo.

—Si una manga se mantiene colgada durante años, sin oportunidad de descanso o reparación, los duros vientos, inevitablemente, acabarán agujereando la tela. Así también, lady Mountrachet, su hija debe permitirse tiempo para recuperarse. Debe ser protegida de los fuertes vientos que amenazan con hacerla pedazos.

Mangas de viento aparte, lo que decía el doctor Matthews tenía cierto sentido. Rose estaba débil, con mal aspecto y sin permitirse tiempo para sanar no podía esperarse que se recuperara por completo. Y sin embargo su intenso deseo por un bebé la consumía. Adeline había agonizado sobre cómo convencer a su hija para que diera prioridad a su propia salud, y finalmente se dio cuenta de que sería necesario contar con la ayuda de Nathaniel en este intento. Aunque la conversación prometiera ser incómoda, su obediencia estaba asegurada. Durante los últimos doce meses, Nathaniel había aprendido a seguir las órdenes de Adeline, y ahora, con un retrato real en perspectiva, poca duda quedaba de que vería las cosas al igual que ella.

Aunque Adeline se las había ingeniado para mantener una apariencia serena, por dentro estaba muy furiosa. ¿Por qué otras mujeres jóvenes podían quedar embarazadas cuando Rose no podía? ¿Por qué era enfermiza cuando otras eran sanas? ¿Cuánto más debería el débil cuerpo de Rose soportar? En sus momentos más oscuros, Adeline se preguntaba si se debía a algo que
ella
había hecho. Si tal vez Dios la estaba castigando a ella. Había sido demasiado orgullosa, se había vanagloriado demasiadas veces de la belleza de Rose, de sus buenos modales, de su temperamento dulce. ¿Qué peor castigo que ver sufrir a una hija amada?

Y ahora, descubrir que Mary, esa desagradable muchacha llena de salud con su ancho y sonriente rostro, su pelo desordenado, estaba encinta. Un hijo no querido cuando a otras que lo deseaban tan intensamente se les negaba de continuo. No había justicia. No era una sorpresa que Rose se hubiera enfurecido: era
su
turno. La buena nueva, el niño, debería pertenecer a Rose, no a Mary.

Si sólo hubiera alguna manera de garantizarle a Rose un bebé sin el esfuerzo físico. Por supuesto, era imposible. Las mujeres harían cola si tal método existiera…

Adeline hizo una pausa a mitad del pensamiento. Miró a su reflejo pero no vio nada. Su mente estaba en otra parte, contemplando la imagen invertida de una muchacha saludable sin instintos maternales, junto a una mujer delicada cuyo cuerpo no obedecía los deseos de su corazón…

Dejó el cepillo. Apretó sus frías manos sobre el regazo.

¿Era posible que semejante contradicción se corrigiera?

No sería sencillo. Primero, había que convencer a Rose de que era lo mejor. Luego, estaba la muchacha. Ella tenía que entender que era su deber. Que se lo debía a la familia Mountrachet, después de tantos años de buena voluntad.

Ciertamente dificultoso. Pero no imposible.

Lentamente, Adeline se puso de pie. Dejó el cepillo con cuidado sobre la mesa del tocador. Con la mente todavía contemplando su idea, se dirigió por el pasillo hacia el cuarto de Rose.

* * *

La clave para el injerto de rosas es el cuchillo. Afilado como navaja tiene que estar, decía Davies, afilado como para darle un buen afeitado a los pelos del brazo. Eliza le había encontrado en el invernadero y él había estado más que contento en ayudarla con el híbrido que estaba planeando para su jardín. Le había mostrado dónde hacer el corte, cómo asegurarse de que no tuviera astillas o bordes o imperfecciones que pudieran impedir que el esqueje prendiera en la planta. Al final, ella se había quedado toda la mañana y lo había ayudado con los cambios de maceta para la primavera. Era tal placer hundir las manos en la tierra tibia, sentir en la punta de los dedos las posibilidades de la nueva estación…

Cuando terminó, Eliza regresó por el camino más largo. Era un día fresco, las finas nubes corrían rápidas por lo alto de la atmósfera y disfrutó de la fresca brisa en el rostro, tras el caluroso invernadero. Al estar tan cerca, sus pensamientos volvieron, como lo hacían siempre, hacia su prima. Mary le había dicho que últimamente Rose estaba deprimida, y aunque Eliza sospechaba que no le permitirían entrar, no podía tolerar estar tan cerca y no intentarlo. Golpeó en la puerta lateral y esperó a que le abrieran.

—Buenos días, Sally. He venido a ver a Rose.

—No puede, señorita Eliza —contestó Sally con gesto malhumorado—. La señora Walker está ocupada y no puede atender visitas. —La frase sonó como si la recitara de memoria.

—Vamos, Sally —dijo Eliza, forzando una sonrisa—. Difícilmente puedes considerarme una visita. Estoy segura de que si le haces saber a Rose que estoy aquí…

Desde las sombras, la voz de la tía Adeline.

—Sally tiene razón. La señora Walker está ocupada. —La oscura figura de reloj de arena apareció a la vista—. Estamos a punto de comenzar a almorzar. Si quieres dejar una tarjeta de visita, Sally se asegurará de que la señora Walker sepa que has pedido audiencia.

Sally tenía la cabeza inclinada y las mejillas sonrojadas. Sin duda se había producido alguna disputa entre el personal, de la que Eliza se enteraría por Mary más tarde. Sin Mary y sus informes periódicos, Eliza tendría poca idea de lo que sucedía en la casa.

—No tengo tarjeta —dijo Eliza—. Hazle saber a Rose que vine a verla, por favor, Sally. Ella sabe dónde encontrarme.

Con una inclinación de cabeza en dirección a su tía, Eliza volvió a emprender la marcha por el jardín, haciendo una pausa sólo una vez para mirar la ventana del nuevo dormitorio de Rose, en donde la temprana luz primaveral lavaba su superficie hasta blanquearla. Con un temblor, sus pensamientos se volvieron al cuchillo para injertos de Davies: la facilidad con la que un cuchillo lo suficientemente afilado podía cortar una planta de modo que no quedaran evidencias de la antigua unión.

Pasó junto al reloj de sol y, siguiendo por el parque, Eliza llegó junto al cenador. El equipo de pintura de Nathaniel estaba montado dentro, como era frecuente en esos días. No se le veía por ninguna parte, probablemente había entrado para el almuerzo, pero su trabajo había quedado montado en el atril…

Los pensamientos de Eliza huyeron.

Los bocetos eran inconfundibles.

Sufrió el extraño desplazamiento de ver fragmentos de su imaginación cobrar vida. Personajes, hasta entonces territorio de su mente, aparecían como por arte de magia en las imágenes. Un inesperado temblor le recorrió la piel, cálido y frío a la vez.

Eliza se acercó, subió las escaleras del cenador y examinó los bocetos. Sonrió, no pudo evitarlo. Era como descubrir que un amigo imaginario había cobrado existencia corporal. Eran lo suficientemente parecidos a como los imaginaba para ser inmediatamente reconocibles, pero, de algún modo, distintos. Se dio cuenta de que la mano de él era más oscura que la mente de ella, y eso le gustó. Sin pensarlo, los tomó.

Eliza se apresuró a regresar: por el laberinto, cruzando el jardín, cruzando la puerta sur, todo el camino examinando en su mente los bosquejos. Preguntándose cuándo los habría dibujado, por qué, qué intentaba hacer con ellos. No fue hasta que colgó su abrigo y su sombrero en el vestíbulo de la cabaña cuando sus pensamientos volvieron a la carta que recientemente había recibido de la editorial en Londres. El señor Hobbins había comenzado elogiando sus relatos. Él tenía una hijita, dijo, que esperaba cada cuento de hadas de Eliza Makepeace con el alma en vilo. Después le sugirió que considerara publicar una colección ilustrada, y que lo tuviera en cuenta cuando llegara la ocasión.

Eliza se había sentido halagada, pero no estaba convencida. Por alguna razón, la idea no había pasado de lo abstracto en su imaginación. Ahora, tras haber visto los bosquejos de Nathaniel, se halló contemplando la posibilidad de tal libro, casi podía sentir su peso en las manos. Una edición que contuviera sus historias favoritas, un volumen para que los niños miraran. Tal como el libro que había descubierto en la tienda de segunda mano de la señora Swindell, tantos años atrás.

Y aunque la carta del señor Hobbins no había sido explícita en cuanto a la remuneración, seguramente Eliza podía esperar mejor pago que el que había recibido hasta entonces. Un libro completo debía de valer mucho más que una sola historia. Tal vez ella tuviera por fin el dinero necesario para atravesar el océano…

Un fuerte golpe en la puerta le llamó la atención.

Eliza dejó a un lado la idea irracional de que era Nathaniel el que estaría al otro lado en busca de sus bocetos. Por supuesto que no lo era. Él nunca iba a la cabaña, y además, pasarían horas antes de que se diera cuenta de su desaparición.

De todos modos, Eliza los enrolló y los guardó en el bolsillo de su abrigo.

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