El jardín olvidado (49 page)

Read El jardín olvidado Online

Authors: Kate Morton

BOOK: El jardín olvidado
10.11Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Sin embargo, me encantaría verlo. El jardín, quiero decir. Se me ha despertado la curiosidad.

Había muy poco que Adeline podía responder frente a eso. Asintió con tanta gracia como pudo y maldijo por detrás de su sonrisa.

* * *

Adeline estaba lista para echarles a Nathaniel y a Rose una seria reprimenda, cuando por el rabillo del ojo percibió un remolino de tela blanca a través de la verja del laberinto. Se volvió, justo a tiempo para ver a Eliza abrir la puerta frente a la señora Hodgson Burnett.

Se llevó la mano a la boca, ahogando el grito antes de poder lanzarlo. De todos los días y todos los momentos posibles. Esa muchacha: siempre corriendo, mal vestida, ciertamente no bienvenida. Con su grosera buena salud, mejillas arreboladas, cabello enredado, sombrero desgarbado y —observó horrorizada Adeline— con las manos desnudas. Algo bueno al menos, llevaba zapatos.

Apretando la comisura de los labios como un títere de madera, Adeline miró a su alrededor, intentando medir el efecto de la irrupción. Un criado estaba junto a la señora Hodgson Burnett, acercándole una silla. Todo parecía en calma, el día no estaba perdido. De hecho, sólo Linus, sentado bajo el arce, ignorando la conversación de lord Appleby, había prestado atención a la nueva aparición, alzando su pequeña maquinaria fotográfica para apuntar a Eliza. Eliza, por su parte, estaba mirando en dirección a Rose, su rostro la imagen de la consternación. Sorprendida, sin duda, de ver a su prima de regreso del continente tan pronto.

Adeline se volvió rápidamente, decidida a evitar que su hija se ofuscara. Pero Rose y Nathaniel no fueron conscientes de la intrusión, demasiado absortos el uno en el otro. Nathaniel se había acomodado en el borde de su silla y estaba sentado de manera tal que sus rodillas casi tocaban (¿o tocaban levemente? Adeline no estaba segura) las de Rose. Entre los dedos sostenía una de las fresas del invernadero de Davies por el tallo, haciendo girar la fruta de un lado al otro, acercándola a los labios de Rose antes de apartarla. A cada oportunidad, Rose reía, el mentón inclinado de modo que el sol acariciaba con su luz moteada su garganta desnuda.

Sonrojada, Adeline alzó su abanico para ocultar la escena. ¡Semejante espectáculo! ¿Qué pensaría la gente? Se podía imaginar los chismes que Carolina Aspley plasmaría sobre el papel, tan pronto como regresara a su casa.

Adeline sabía que era su obligación terminar con semejante comportamiento descontrolado, y sin embargo… Volvió a bajar su abanico, parpadeando por encima del mismo. Por más que lo intentara, no podía apartar la vista. ¡Qué momento! La frescura de la imagen era magnética. Aunque sabía que Eliza estaba causando desmanes a sus espaldas, aunque pensaba que su esposo se comportaba más allá del decoro, era como si el mundo se hubiera detenido y Adeline estuviera de pie, sola en el centro, consciente tan sólo del latido de su corazón. La piel le cosquilleaba, tenía las piernas inesperadamente débiles, y la respiración agitada. Un pensamiento le cruzó la mente antes de poder detenerlo: ¿cómo sería ser amada de ese modo?

* * *

El olor de los vapores de mercurio llenó sus fosas nasales y Linus lo aspiró profundamente. Lo retuvo, sintió cómo se expandía su mente, le ardían los tímpanos, antes de exhalar. Solo en su cuarto oscuro, Linus se sentía como si midiera dos metros de alto, y las piernas eran fuertes, tanto una como la otra. Usando sus pinzas de plata, agitó de un lado a otro el papel fotográfico, observando con cuidado a medida que la imagen comenzaba a materializarse.

Ella jamás consentiría posar. Al principio había insistido, luego había rogado, luego, con el tiempo, había descubierto la naturaleza de su juego. Disfrutaba siendo perseguida, y fue Linus quien tuvo que recalcular sus tácticas.

Y lo había hecho. Mansell había sido enviado a Londres para traer una Kodak-Eastman Brownie, una cosita desagradable, territorio de aficionados sin experiencia, de calidad fotográfica nada comparable a su Tourograph, pero era liviana y transportable y eso era lo importante. Mientras Eliza continuara con su tira y afloja juguetón, Linus sabía que era la única manera de atraparla.

Su mudanza a la cabaña había sido un paso valiente, paso por el cual Linus la admiraba. Él le había regalado el jardín, para que ella llegara a amarlo como su madre antes que ella —nada había iluminado los ojos de su
poupée
como el jardín amurallado—, pero Linus no había previsto esta reciente deportación. Eliza no se había acercado a la casa desde hacía semanas. Día tras día esperaba junto a las verjas del laberinto, pero ella continuaba atormentándolo con su ausencia.

Y ahora, para complicar todavía más las cosas, Linus había descubierto que tenía un adversario. Tres mañanas antes, mientras montaba su guardia, se había topado de frente con una indeseable vista. Mientras aguardaba a Eliza, ¿qué es lo que había visto aproximarse cruzando las verjas del laberinto en su lugar sino el pintor, el recién casado marido de Rose? Linus se había sorprendido, porque ¿qué pensaba ese hombre que estaba haciendo? ¿La miraba a los ojos? Era impensable, el pintor husmeando su presa.

Pero Linus había ganado al final. Hoy, por fin, su paciencia había sido recompensada.

Inspiró. La imagen estaba apareciendo. Con sólo la leve luz roja para ver, Linus se acercó. Entorno oscuro —los bordes del laberinto— pero más pálido al centro, donde ella había entrado en cuadro. Ella lo había visto inmediatamente, y Linus sintió que su cuello se le entibiaba de placer. Con ojos y labios abiertos, como un animal arrinconado inesperadamente.

Linus entrecerró los ojos, fijos en la fuente con el líquido de revelado. Allí estaba ella. El blanco de su vestido, la delgada cintura… Ah, cómo deseaba poner sus manos en torno a ella, sentir su rápida respiración agitándose temerosa dentro de la caja torácica. Y ese cuello, el pálido, pálido cuello, su pulso temblando, como el de su madre antes que ella. Linus cerró brevemente los ojos y se imaginó el cuello de su
poupée
con la marca roja. Ella también había intentado abandonarlo.

Él estaba en el cuarto oscuro cuando ella llegó por última vez. Había estado cortando unos cartones para montar su nueva selección de fotografías: grillos del Condado Occidental. Estaba excitado por las fotografías, incluso había considerado preguntarle a su padre si le daba permiso para una pequeña exposición, y hubiera tolerado muy pocas interrupciones. Pero Georgiana era una excepción a la mayoría de las reglas.

Que etérea, que perfecta resultaba, enmarcada en la puerta, la llama de la lámpara acentuando sus facciones. Ella se llevó un dedo a los labios e hizo que silenciara sus palabras antes de pronunciarlas, cerrando con cuidado la puerta al entrar. Él la miró acercarse caminando lentamente hacia él, una leve sonrisa animando sus labios. Su cuidadoso silencio era una de las cosas que más le excitaban, estar a solas con su
poupée
le provocaba una sugerente sensación de connivencia, extraña en Linus, que tan poco tiempo tenía para los demás y para el que los demás tenían tan poco tiempo.

—¿Me ayudarás, verdad, Linus? —le había dicho, los ojos abiertos y claros. Y entonces comenzó a hablar de un hombre al que había conocido, un marinero. Estaban enamorados, iban a vivir juntos, un secreto para sus padres, él la ayudaría, ¿verdad? Esos ojos, implorantes, tan ajenos a su dolor. El tiempo se había tensado entre ambos, sus palabras giraban en su cabeza, creciendo y encogiéndose, más fuertes y más leves. Una vida de soledad se había condensado en un instante.

Sin pensárselo dos veces, alzó la mano, todavía sosteniendo el cortaplumas, y lo pasó raudo sobre su piel de color leche, haciendo que ella sintiera su dolor…

* * *

Linus usó sus pinzas para sostener la fotografía cercana a la luz. Entrecerró los ojos, parpadeó. ¡Maldición! Donde debía estar el rostro de Eliza había sólo una luz blanca, manchada de gris. Ella se había movido justo en el preciso momento en el que apretó el disparador. No había sido lo suficientemente rápido y se había desvanecido de entre sus dedos. Linus apretó el puño. Volvió a su memoria, como siempre sucedía en momentos de turbación, aquella niña que se sentó junto a él en el suelo de la biblioteca, le ofreció su muñeca y con ella la promesa de ella misma. Antes de decepcionarlo.

No importaba. Un simple paso atrás, eso era todo, un giro temporal en el juego que estaban jugando, el juego que él había jugado con su madre. Había perdido el tiempo: después del incidente con el cortaplumas, su Georgiana se había desvanecido, para no volver jamás. Pero esta vez tendría más cuidado.

No importaba lo que llevara, no importaba cuánto tuviera que esperar, Linus prevalecería.

* * *

Rose arrancó unos pétalos de la blanca margarita hasta que no quedó ninguno: niño, niña, niño, niña, niño, niña. Sonrió y cerró los dedos en torno al corazón dorado de la flor. Una pequeña hija para Nathaniel y para ella, y luego, tal vez, un niño, y luego uno más de cada. Desde que tenía memoria, Rose había querido una familia propia. Una familia muy diferente de la fría y solitaria vida que había conocido de niña, antes de que Eliza llegara a Blackhurst. Habría intimidad y, sí, amor entre los padres, y muchos niños, hermanos y hermanas que siempre velarían los unos por los otros.

Aunque ésos eran sus deseos, Rose había estado al tanto de suficientes discusiones entre damas para haber entrevisto que, si bien los niños eran una bendición, el acto de concebirlos era una dura prueba. En consecuencia, su noche de bodas, había esperado lo peor. Cuando Nathaniel le quitó el vestido, retirando el encaje que mamá había encargado especialmente, Rose contuvo la respiración, observando con cuidado su rostro. Estaba muy nerviosa. El miedo a lo desconocido se mezclaba con la preocupación por sus marcas, y se sentó conteniendo el aliento. Esperando que él hablara y a la vez temiendo que lo hiciera. Él hizo a un lado el vestido, en silencio. No la miró a los ojos. Recorrió en cambio su cuerpo lenta y minuciosamente con la vista, como quien mira una obra de arte que siempre ha querido examinar. Sus ojos oscuros estaban concentrados, los labios entreabiertos. Alzó su mano y Rose tembló de anticipación; recorrió con un dedo la más larga de las marcas. El roce envió escalofríos al vientre de Rose, así como a su entrepierna.

Más tarde hicieron el amor, y Rose descubrió que lo que decían las damas era cierto, era doloroso. Pero estaba familiarizada con el dolor, y era capaz de salir de sí misma de modo que la experiencia se convirtió en algo que observaba, más que sentía. Se concentró por el contrario en los curiosos cambios en el rostro, tan cercano al suyo —sus ojos cerrados, los tersos y oscuros párpados; la boca en una actitud que rara vez había visto anteriormente; la respiración cada vez más agitada y densa—, y Rose se dio cuenta que era poderosa. En todos los años de salud delicada, nunca había pensado en sí misma como poseedora de fuerza alguna. Ella era la pobre Rose, la delicada Rose, la débil Rose. Pero en el rostro de Nathaniel, Rose leyó su deseo, y eso la hacía fuerte.

Mientras estuvieron en su luna de miel el tiempo pareció volar. En donde una vez existieron horas y minutos, ahora existían sólo días y noches, sol y luna. Resultó toda una sorpresa cuando al regresar a Inglaterra encontraron que el tiempo volvía a ser el de siempre. Una sorpresa también el retornar a la vida en Blackhurst. Rose se había acostumbrado a la privacidad de Italia, y descubrió que ahora le desagradaba la presencia de los otros. Los criados, mamá, incluso Eliza, alguien estaba siempre acechando en los rincones, buscando apartar su atención de Nathaniel. A Rose le habría gustado una casa propia, en donde nadie los molestara nunca, pero sabía que ya habría tiempo para eso. Y comprendía que mamá tenía razón: Nathaniel tendría más posibilidades de conocer a la gente adecuada en Blackhurst, y la casa misma era lo suficientemente amplia para que veinte personas vivieran cómodamente.

Mejor así. Rose posó su mano sobre su vientre. Sospechaba que tendrían necesidad de un cuarto de niños más temprano que tarde. Toda la mañana Rose se había sentido rara, como en posesión de un secreto especial. Estaba segura de que un evento tan importante debía suceder de ese modo, la mujer tomando conciencia inmediata del milagro de la nueva vida dentro de su cuerpo. Llevando el centro de la margarita, Rose regresó hacia la casa, el glorioso sol a sus espaldas. Se preguntó si debería compartir el secreto con Nathaniel. Sonrió ante la idea. ¡Qué excitado estaría! Porque cuando tuvieran un hijo, entonces estarían completos.

Capítulo 38

Cabaña del Acantilado, Cornualles, 2005

Por fin parecía que el otoño caía en la cuenta de que era septiembre. Los últimos días de verano habían sido desplazados de escena y en el jardín oculto las largas sombras se extendían en dirección al invierno. El suelo estaba cubierto de hojas muertas, anaranjadas y verde pálido, y las castañas con sus espinosos abrigos se sentaban orgullosas en las frías ramas.

Cassandra y Christian habían trabajado toda la semana en la cabaña —desenredando trepadoras, limpiando muros manchados de moho, reparando tablones podridos del suelo—. Pero como era viernes, y porque cada uno tenía tantas ganas como el otro, habían acordado que debían prestarle algo de atención al jardín oculto.

Christian estaba cavando un hoyo en donde había estado la puerta sur, intentando llegar al fondo de unos cimientos de piedra de cuarzo excepcionalmente grandes, y Cassandra había pasado dos horas acuclillada junto a la pared norte, arrancando helechos silvestres de lo que debía de haber sido en su momento un arriate. La tarea le recordaba a los fines de semana de su infancia ayudando a Nell a arrancar malezas de su jardín en Paddington, y Cassandra se sentía imbuida de una reconfortante sensación de familiaridad. Había acumulado una buena pila de hojas y raíces a sus espaldas, pero su ritmo estaba disminuyendo. Era difícil no distraerse en el jardín oculto. Cruzar el muro era como entrar en un lugar más allá del tiempo. Eran los muros los que lo provocaban, suponía ella, aunque la sensación de claustro iba más allá de lo físico. Las cosas se escuchaban diferentes allí: los pájaros cantaban más fuerte y las hojas susurraban en la brisa. Los olores eran más concentrados —la húmeda fertilidad, el dulzor de las manzanas— y el aire más límpido. Cuanto más tiempo pasaba en el jardín, más consciente era de que había tenido razón. El jardín no estaba dormido, estaba completamente despierto.

Other books

The Baby Race by Elysa Hendricks
The Company of the Dead by Kowalski, David
Hilda - The Challenge by Paul Kater
Murder of Gonzago by R. T. Raichev
Embrace the Grim Reaper by Judy Clemens
Glass Ceilings by A. M. Madden
Crimen en Holanda by Georges Simenon