El jardín olvidado (48 page)

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Authors: Kate Morton

BOOK: El jardín olvidado
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—El lunes por la tarde. Una travesía muy agitada.

Tres días. Habían regresado hacía tres días y Rose ni siquiera se había comunicado con ella. Sintió que se le encogía el estómago.

—Rose. ¿Rose está bien?

—Mejor que nunca. El clima del Mediterráneo le ha sentado bien. Nos habríamos quedado toda la semana, sólo que ella quería involucrarse con la fiesta del jardín. —Alzó las cejas con afectuosa teatralidad—. Al escuchar a Rose y a su madre hablar del asunto, me temo que será un espectáculo fastuoso.

Eliza ocultó su confusión detrás de otro mordisco a la manzana, deshaciéndose luego del resto. Había oído hablar de la fiesta en el jardín, pero había asumido que era uno de los festejos de sociedad de Adeline; nada que ver con Rose.

Nathaniel volvió a alzar su libro.

—De ahí mi elección del material de lectura. La señora Hodgson Burnett estará presente. —Abrió mucho los ojos—. Vamos, supongo que estarás ansiosa por conocerla. Me imagino que debe de ser muy placentero hablar con otra autora.

Eliza enrolló el borde de la hoja de papel entre su pulgar y su índice, sin mirarlo.

—Sí… supongo que sí.

Un tono de disculpa se enroscó en su voz.

—Vas a venir, ¿verdad? Estoy seguro de que Rose habló de tu asistencia. La fiesta va a tener lugar en el jardín oval, el sábado por la tarde, a las dos.

Eliza dibujó una enredadera al margen de la página. Rose sabía que a ella no le importaban las fiestas, eso era todo. Rose, tan considerada, trataba de evitarle la agonía de la compañía de la tía Adeline y su círculo social.

La voz de Nathaniel era gentil.

—Rose habla de ti con frecuencia, prima Eliza. Siento que ya te conozco. —Hizo un gesto con su mano—. Me habló de tu jardín, por eso vine hoy. Tenía que ver por mí mismo si era tan bello como lo había pintado con sus palabras.

Eliza lo miró brevemente.

—¿Y?

—Es tal y como lo describió y mucho
más
. Ya te lo dije, culpo al jardín por distraerme de mi lectura. Hay algo en la forma en que le da la luz que hace que lo quiera pintar. He garabateado sobre toda la portada del libro. —Sonrió—. No se lo digas a la señora Hodgson Burnett.

—Planté el jardín para Rose y para mí. —La voz le resultaba extraña a sus oídos, se había habituado a estar sola. También se sentía avergonzada de los sentimientos tan transparentes que estaba expresando, y sin embargo no tenía la fuerza para guardar silencio—. Para tener un lugar secreto, un lugar en donde nadie pudiera encontrarnos. En donde Rose pudiera tener un lugar, afuera, para sentarse, aunque no se sintiera bien.

—Rose es en verdad afortunada de tener una prima que se preocupa por ella como tú. Debo extender mi eterna gratitud por haberla atendido tan bien hasta mi aparición. Tú y yo somos una especie de equipo, ¿no?

No, pensó Eliza, no lo somos. Rose y yo somos un equipo de dos. Tú eres un añadido. Temporal.

Se puso de pie, sacudió sus pantalones y sostuvo el libro contra su corazón.

—Y ahora debo despedirme. La madre de Rose se rige por reglas y normas y sospecho que no tolerará alegremente que llegue tarde a la mesa para almorzar.

Eliza, quien lo había seguido hasta la entrada, lo observó partir. Cerró la puerta a su paso, y luego se sentó en el borde del banco, cuidando de no ocupar el lugar en donde él había dejado tibio el asiento. No había nada que objetar en Nathaniel, y por eso mismo le disgustaba. El encuentro le había dejado un frío pesado en el pecho. Fue la mención de la fiesta en el jardín y Rose, su confianza en la calidad de sus afectos. La gratitud que había extendido a Eliza, aunque expresada con perfecta gentileza, dejaba en ella poca duda de que él la consideraba una amiga. Y ahora, el haber penetrado en el jardín, haber hallado con tanta facilidad el camino por el laberinto…

Eliza apartó semejantes pensamientos de su mente. Tenía que regresar al cuento de hadas. La princesa estaba a punto de seguir a su fiel sirviente hacia la cueva del hada. Con tales medios sería olvidado este encuentro intranquilizador.

Pero, por más que lo intentara, el entusiasmo de Eliza había desaparecido llevándose con él su inspiración. Un argumento que la había llenado de alegría cuando comenzó se le revelaba ahora como débil y transparente. Eliza tachó lo escrito. No serviría. Y sin embargo, sin importar cómo alterara el desarrollo, no podía hacerlo funcionar, porque ¿qué princesa de cuentos de hadas elige a su doncella en vez de al príncipe?

* * *

El sol brillaba con tanta fuerza como si Adeline hubiera dado una orden a Dios. Los lirios extras llegaron a tiempo y Davies recorrió los jardines en busca de especies exóticas con las cuales rematar los arreglos. La lluvia nocturna que había mantenido a Adeline despierta y ansiosa había conseguido agregarle brillo al jardín, de modo que cada hoja parecía haber sido pulida individualmente, y a lo largo del césped recién cortado, sillas con almohadones estaban artísticamente distribuidas. Los camareros contratados estaban en fila junto a las escaleras, modelos de calma y control, mientras que en la cocina, apartados de la vista y de la mente, el cocinero y su equipo trabajaban sin cesar.

Los invitados habían comenzado a llegar a la rotonda durante el último cuarto de hora, y Adeline había estado cerca para recibirlos y acompañarlos en dirección al jardín. Qué impresionantes lucían en sus finos sombreros, aunque ninguno tan exquisito como el de Rose, traído especialmente de Milán.

Desde donde estaba ahora de pie, oculta por el gigantesco rododendro, Adeline inspeccionó a los invitados. Lord Ashfield y señora, sentados junto a lord Irving-Brown; sir Arthur Mornington , tomando el té junto al juego de
croquet
mientras los jóvenes Churchill reían y jugaban; lady Susan Heuser manteniendo una conversación
tête-á-tête
con lady Carolina Aspley.

Adeline sonrió. Había hecho bien. No sólo la fiesta en el jardín había sido lo adecuado para dar la bienvenida a los recién casados, la cuidadosa selección de conocedores, chismosos y trepadores sociales brindaba la mejor oportunidad para correr la voz sobre los retratos de Nathaniel. Junto a las paredes del vestíbulo de entrada, Thomas había colgado los cuadros que consideraba mejores, y luego, cuando se hubiera servido el té, había planeado acompañar a los invitados más selectos a verlos. De ese modo su yerno sería introducido como tema para las plumas ávidas de los críticos de arte y para las lenguas afiladas de quienes imponían la moda en la sociedad.

Todo lo que Nathaniel tenía que hacer era cautivar a los invitados la mitad de lo que había cautivado a Rose. Adeline examinó el grupo y descubrió a su hija sentada junto a Nathaniel y la americana, la señora Hodgson Burnett. Adeline había dudado si invitar a la señora Hodgson Burnett, porque mientras que un divorcio parecía desafortunado, dos era más parecido a la perdición. Pero la escritora tenía, no cabía duda, buenos contactos en el continente, y por lo tanto Adeline había decidido que el beneficio de su asistencia era mayor que su infamia.

Rose rió ante algo que la mujer había dicho y una cálida oleada de satisfacción inundó a Adeline. Rose estaba espectacularmente bella hoy, tan radiante como el muro de rosas que ofrecía un glorioso telón de fondo. Se la veía feliz, pensó Adeline, como una mujer joven debe verse cuando está recién casada, y las promesas y votos acaban apenas de cruzar sus labios.

Su hija volvió a reír, y Nathaniel señaló en dirección al laberinto. Adeline deseaba que no perdieran un tiempo precioso en charlar sobre el jardín amurallado o alguna de las otras tonterías de Eliza cuando debían estar hablando de los retratos de Nathaniel. Porque ¡ah! ¡Qué inesperado don de la providencia el traslado de Eliza!

Durante las semanas de preparativos de la fiesta, Adeline había permanecido despierta noche tras noche preguntándose cómo impedir del mejor modo posible que la muchacha arruinara el día. Qué bendita sorpresa la mañana que apareció junto al escritorio de Adeline pidiendo permiso para ocupar la distante cabaña. En su honor, había que admitir que había conseguido mantener oculta la alegría que sentía. Que Eliza se retirara a la cabaña era el arreglo más deseable a cualquier otro que Adeline hubiera pergeñado, y la retirada había sido total. Adeline no había visto ni sombra de la muchacha desde su partida; toda la casa se sentía más leve y más espaciosa. Por fin, tras ocho largos años, se había librado de la sofocante gravedad de la órbita de la muchacha.

El asunto más espinoso había sido determinar cómo convencer a Rose de que la exclusión de Eliza era lo mejor. La pobre Rose siempre había estado ciega en lo que a Eliza se refería, y nunca había percibido en ella la amenaza que Adeline sabía que existía. De hecho, una de las primeras cosas que su querida niña hizo al llegar de su luna de miel fue preguntar respecto a la ausencia de su prima. Cuando Adeline dio una juiciosa explicación sobre por qué Eliza vivía ahora en la cabaña, Rose había fruncido el ceño —parecía tan repentino, dijo ella— y resolvió ir a ver a Eliza a primera hora del día siguiente.

Tal visita era impensable, por supuesto, si el leve engaño de Adeline iba a desarrollarse como estaba planeado. Por tanto, a la mañana siguiente, inmediatamente después del desayuno, Adeline fue en busca de Rose a sus nuevos aposentos, donde la encontró preparando un delicado arreglo floral. Mientras Rose tomaba un clemátide color crema de entre las demás flores, Adeline preguntó, en tono despreocupado y sereno: «¿Crees que Eliza debe ser invitada a la fiesta del jardín?».

Rose se volvió, la clemátide chorreando agua por el extremo de su tallo.

—Por supuesto que debe venir, mamá. Eliza es mi más querida amiga.

Adeline apretó los labios: era la respuesta que había anticipado
y
por lo tanto estaba preparada. La apariencia de capitulación es siempre un riesgo calculado, y Adeline lo desplegó con sabiduría. Una secuencia de frases que había preparado de antemano, repetidas una y otra vez por lo bajo, para que brotaran naturalmente de sus labios.

—Por supuesto, querida. Y si tú deseas su presencia, así será. No discutiremos más sobre el asunto. —Sólo después de tan generosa y amplia concesión se permitió un leve suspiro nostálgico.

Rose le estaba dando la espalda, con un ramo de gardenias en la mano.

—¿Qué sucede, mamá?

—Nada, querida.

—¿Mamá?

Con cuidado, con cuidado.

—Sólo pensaba en Nathaniel.

Esto hizo que Rose alzara la vista, y se sonrojara levemente.

—¿Nathaniel, mamá?

Adeline estaba de pie, alisándose el frente de su falda. Sonrió alegre a Rose.

—No te preocupes. Estoy segura de que todo le saldrá bien aunque Eliza esté presente.

—Por supuesto que sí. —Rose dudó, antes de acomodar la gardenia en el arreglo floral. No volvió a mirar a Adeline, pero no fue necesario. Adeline podía imaginar la incertidumbre que alteraba su precioso rostro. Inevitable, apareció la cauta pregunta—: ¿Por qué debería Nathaniel beneficiarse de la ausencia de Eliza?

—Es que esperaba dirigir cierta atención hacia Nathaniel y sus cuadros. Eliza, esa querida niña, tiene una manera de llamar la atención. Esperaba que el día le perteneciera a Nathaniel, y a ti, querida. Pero claro que tendrás a Eliza si tú crees que eso es lo mejor. —Rió entonces, una risa leve y alegre, practicada hasta la perfección—. Además, me atrevería a decir que una vez que Eliza sepa que has regresado antes de tiempo a casa, vendrá a verte con tanta frecuencia que no hay duda de que alguno de los criados le hablará de la fiesta. Y a pesar de su aversión a las reuniones sociales, su devoción hacia ti, querida mía, es tal que insistirá en asistir.

Adeline había dejado sola a Rose, sonriéndose cuando notó el envaramiento de los hombros de su hija. Una clara señal de que el tiro había dado en el blanco.

Tal cual esperaba, Rose apareció en el tocador de Adeline más tarde, ese mismo día, sugiriendo que puesto que a Eliza no le gustaban las fiestas, tal vez podía evitársele que asistiera en esta ocasión. Continuó en voz baja, diciendo que había cambiado de idea respecto de visitar hoy a su prima. Esperaría hasta después de la fiesta del jardín, cuando las cosas se hubieran asentado y las dos pudieran visitarse largo y tendido.

* * *

Un aplauso que hizo erupción en donde estaban jugando al
croquet
llamó la atención de Adeline. Se tomó las manos enguantadas y compuso una sonrisa impersonal, antes de avanzar por el jardín. Mientras se acercaba al banco, la señora Hodgson Burnett se puso de pie y abrió su blanco parasol. Se despidió de Rose y Nathaniel y comenzó a caminar en dirección al laberinto. Adeline esperaba que no se le ocurriera entrar; la puerta del laberinto había estado cerrada desde primera hora, como señal disuasoria, pero era típico de una americana tener sus propias ideas sobre el asunto. Adeline aceleró el paso —buscar a una invitada perdida no estaba en sus planes para el día— e interceptó a la señora Hodgson Burnett antes de que se alejara demasiado. Le brindó a su invitada una gentil sonrisa.

—Buenos días, señora Hodgson Burnett.

—Ah, buenos días, lady Mountrachet. Y qué bello día que es.

¡Ese acento! Adeline sonrió indulgente.

—No podíamos haber deseado otro mejor. Y veo que se ha reunido con la feliz pareja.

—Monopolizado, más bien. Su hija es la más gloriosa de las criaturas.

—Gracias. Soy bastante parcial en lo que a ella se refiere.

Una risa educada por ambas partes.

—Y su marido claramente la adora —añadió la señora Hodgson Burnett—. ¿No es una maravilla el amor juvenil?

—Me
sentí encantada
con su compromiso. Un caballero de tanto talento… —la sombra de una pausa—, ¿me imagino que Nathaniel le habrá mencionado sus cuadros?

—No lo hizo. Me atrevería a decir que no le di oportunidad. Estaba demasiado ocupada preguntándole sobre el jardín secreto que dicen que está oculto en esta gran propiedad.

—Una nadería —refutó Adeline con una mínima sonrisa—. Un arriate con flores con una pared a su alrededor. Todas las mansiones de Inglaterra tienen uno.

—No con semejantes historias románticas como parte de ellos, estoy segura. ¡Un jardín reconstruido de las ruinas para ayudar a una delicada joven a recuperar su salud!

Adeline lanzó una quebradiza carcajada.

—¡Por favor! Creo que mi hija y su esposo le han contado un cuento de hadas. Rose debe su salud a los esfuerzos de un excelente médico, y me permito asegurarle que el jardín es en verdad muy vulgar. Los retratos de Nathaniel, en cambio…

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