Read El jardín olvidado Online
Authors: Kate Morton
De pronto recordó el libro que compró al entrar en la Tate, sobre la pintura de Nathaniel. Tenía que incluir una breve biografía. Lo sacó de su bolso y lo abrió.
Nathaniel Walker (1883-1913) nació en Nueva York, de padres polacos inmigrantes, Antoni y Marya Walker (originalmente, Walczwk). Su padre trabajó en los muelles de la ciudad, su madre era lavandera y crió a sus seis hijos, de los cuales Nathaniel fue el tercero. Dos de sus hermanos fallecieron por diversas fiebres. Nathaniel estaba destinado a seguir a su padre en los muelles, cuando un transeúnte, Walter Irving jr., heredero de la fortuna petrolera Irving, fascinado por uno de los dibujos que éste había estado realizando de una calle de Nueva York, le encargó a Nathaniel que pintara su retrato
.
Bajo el mecenazgo de su patrón, Nathaniel se convirtió en un miembro conocido de la próspera sociedad neoyorquina. Fue durante una de las fiestas de Irving en 1907 cuando Nathaniel conoció a la Honorable Rose Mountrachet, quien se encontraba visitando Nueva York, desde Cornualles. Se casaron el año siguiente en Blackhurst, la propiedad de los Mountrachet cerca de Tregenna, Cornualles. La reputación de Nathaniel continuó aumentando después de que el matrimonio se instalara en el Reino Unido, la cima de su carrera llegó con la comisión, a principios de 1910, del que sería el último retrato del rey Eduardo VII
.
Nathaniel y Rose Walker tuvieron una hija, Ivory Walker, nacida en 1909. Su esposa e hija fueron frecuentes modelos y uno de sus más encantadores retratos es el denominado "Madre e hija". La joven pareja falleció trágicamente en 1913 en Ais Gill cuando el tren en el que viajaban se estrelló con otro y se incendió. Ivory Walker murió de escarlatina pocos días después de la muerte de su padre
.
No tenía sentido. Nell
sabía
que ella era la niña a quien hacía referencia esa biografía. Rose y Nathaniel Walker eran sus padres. Ella
se acordaba
de Rose, la había reconocido al instante. Las fechas coincidían: su nacimiento, incluso su viaje a Australia, encajaba demasiado bien con las muertes de Rose y de Nathaniel para ser una coincidencia. Por no mencionar la conexión adicional de que Rose y Eliza debían de haber sido primas.
Nell volvió a revisar el índice y recorrió la lista con el dedo. Se detuvo en
Madre e hija
y buscó en la página indicada, con el corazón palpitante.
Un temblor se apoderó de su labio inferior. Podía no recordar que la llamaran Ivory pero no le quedaba duda alguna. Sabía cómo era su aspecto de niña. Ésa era ella. Sentada en el regazo de su madre, retratada por su padre.
¿Por qué la historia pensaba que ella había muerto? ¿Quién había informado mal al
Quién es Quién
? ¿Era un engaño deliberado o ellos lo creían también? Ignorando que ella había sido embarcada rumbo a Australia por una misteriosa escritora de cuentos de hadas.
No debes decir tu nombre. Es el juego que estamos jugando
. Eso fue lo que la Autora había dicho. Ahora Nell podía oírla. Su voz clara y sonora, como una brisa sobre la superficie del océano.
Es nuestro secreto. No debes revelarlo
. Nell volvía a tener cuatro años, a sentir el miedo, la incertidumbre, la excitación. Olió el barro del río, tan distinto al ancho mar azul, escuchó las hambrientas gaviotas del Támesis, los marineros llamándose los unos a los otros. Un par de barriles, un lugar oscuro donde esconderse, un hilo de luz con motas de polvo flotando…
La Autora se la había llevado. No había sido abandonada después de todo. Había sido raptada y sus abuelos no lo habían sabido. Era por eso por lo que no habían ido en su búsqueda. La creían muerta.
¿Pero por qué la había raptado la Autora? ¿Y por qué había desaparecido, dejando a Nell sola en el barco, sola en el mundo?
Su pasado era como una muñeca rusa, una pregunta dentro de una pregunta dentro de una pregunta.
Y lo que ella necesitaba para desentrañar esos nuevos misterios era una persona. Alguien con quien pudiera hablar, que pudiera haberla conocido entonces, o conocido a alguien que la conociera. Alguien que pudiera echar luz sobre la Autora, y los Mountrachet, y Nathaniel Walker.
Sin embargo, esa persona no podía hallarse entre los polvorientos sótanos de una biblioteca. Necesitaba llegar al corazón del misterio, a Cornualles, a ese pueblo, Tregenna. A esa enorme casa oscura, Blackhurst, en donde una vez vivió su familia y ella había correteado cuando era pequeña.
Londres, Inglaterra, 2005
Ruby llegó tarde a la cena, pero a Cassandra no le importó. El camarero le había dado una mesa junto al gran ventanal y se quedó observando cómo los apresurados empleados se daban prisa para regresar a sus hogares. Toda esa gente, el curso de sus vidas desenvolviéndose silencioso fuera de la esfera en la que la vida de Cassandra tenía lugar. Llegaban en oleadas. Había una parada de autobús justo delante, y al otro lado de la calle, la estación de metro de South Kensington todavía lucía su encantador adorno de azulejos Art Noveau. De cuando en cuando el flujo del tráfico barría a los grupos de gente arremolinada dentro del restaurante, donde se acomodaban en sus mesas o quedaban de pie ante la barra brillantemente iluminada, esperando sus cajas blancas de cartón, con comida gourmet que llevar de cena a sus hogares.
Cassandra frotó su pulgar a lo largo de los gastados bordes del cuaderno y repasó mentalmente la frase una vez más, preguntándose si le resultaría más asimilable esta vez. El padre de Nell era Nathaniel Walker. Nathaniel Walker, pintor de la realeza, había sido el padre de Nell. El bisabuelo de Cassandra.
No, la verdad todavía le venía grande, tal como la había sentido al descubrirla por primera vez esa tarde. Había estado sentada en un banco junto al Támesis, descifrando los garabatos de Nell al relatar su visita a la casa de Battersea en la que había nacido Eliza Makepeace, la Tate Gallery en donde los retratos de Nathaniel Walker estaban colgados. La brisa había aumentado, agitando la superficie del río y corriendo en dirección a la orilla. Estaba a punto de marcharse cuando algo llamó su atención, un pasaje particularmente enrevesado en la página siguiente, una frase subrayada que decía:
Rose Mountrachet era mi madre. Reconocí su retrato, y me acuerdo de ella
. Después una flecha hasta el título de un libro,
Quién es Quién
, bajo el cual había anotado de forma apresurada los siguientes datos:
• Rose Mountrachet se casó con Nathaniel Walker, pintor, 1908
• ¡Una hija! Ivory Walker (nacida algún tiempo después, ¿1909? ¿Comprobar escarlatina?)
• Rose y Nathaniel murieron en 1913, en accidente ferroviario, Ais Gill (mismo año que desaparecí. ¿Vínculo?)
Un pedazo de papel suelto había sido doblado entre las hojas del cuaderno, una fotocopia tomada de un libro llamado
Grandes desastres ferroviarios en la época de los trenes de vapor
. Cassandra lo desplegó. El papel era fino y el texto estaba borroso, pero, bendito fuera, no tenía las manchas de moho que habían afectado al resto del libro. El título decía «La tragedia ferroviaria de Ais Gill». El ruido del restaurante zumbaba a su alrededor; Cassandra releyó el breve pero entusiasta relato.
En las oscuras y tempranas horas del día 2 de septiembre de 1913, dos trenes de Midland Railway partieron de la estación de Carlisie con rumbo a la estación de St. Paneras, sus pasajeros completamente ignorantes de que estaban siendo conducidos hacia una escena de completa devastación. Era una ruta escarpada, que recorría los valles y cumbres del montañoso paisaje norteño, y las locomotoras no contaban con energía suficiente. Dos hechos conspiraron para dirigir a los trenes a su destrucción esa noche: sus máquinas eran más pequeñas de lo aconsejable para las empinadas cuestas del recorrido, y cada uno había recibido carbón de mala calidad, lleno de impurezas que impedían su combustión de forma eficiente
.
Tras salir de Carlisle a la 1:35 de la madrugada, el primer tren avanzaba costosamente para llegar a la cima de Ais Gill: la presión del vapor comenzó a decaer y fue disminuyendo su velocidad hasta detenerse. Uno puede imaginar que los pasajeros estarían sorprendidos por tan repentina parada, a poco de salir de la estación, pero no terriblemente alarmados. Después de todo, estaban en buenas manos; el revisor les había asegurado que estarían detenidos unos pocos minutos para luego volver a emprender la marcha
.
De hecho, la certeza del revisor de que la espera sería breve fue uno de los errores fatales cometidos esa noche. El protocolo convencional ferroviario sugiere que si hubiera sabido cuánto tiempo le llevaría al maquinista y al fogonero limpiar la caldera y volver a elevar la presión del vapor, habría colocado algunas bengalas o señalizado las vías con algún farol para advertir a cualquier tren que se aproximara. Pero, horror, no lo hizo, y fue así que el destino de esa buena gente quedó sellado
.
Porque más debajo de la línea, un segundo tren ascendía a duras penas. Llevaba una carga más liviana, pero la pequeña locomotora y el carbón de inferior calidad eran, empero, impedimento suficiente para causarle dificultades al maquinista. Pocos kilómetros antes de Mallerstang, el maquinista tomó la fatal decisión de abandonar la cabina para examinar el funcionamiento de las bielas. Aunque tales prácticas parecen poco seguras de acuerdo con los estándares de hoy, por aquel entonces era muy habitual. Desgraciadamente, mientras el conductor estaba ausente, el fogonero también se vio en problemas: el inyector se había obturado y el nivel de presión de la caldera comenzó a disminuir. Cuando el conductor regresó a la cabina, esa tarea ocupó toda su atención de modo que ninguno de los dos advirtió la luz roja que se agitaba desde el furgón de cola de Mallerstang
.
Para cuando terminaron y volvieron su atención a las vías, el primer tren se encontraba a pocos metros y no había forma de frenar a tiempo. Como puede imaginarse, los daños fueron terribles y la tragedia acabó con gran cantidad de víctimas. Además del impacto del choque, el techo del furgón se deslizó sobre la segunda máquina, diseccionando el coche dormitorio de primera clase que estaba inmediatamente detrás. El gas del sistema de alumbrado originó un incendio a lo largo de los arrasados vagones, llevándose las vidas de los pobres desafortunados que se pusieron en su camino
.
Cassandra se estremeció cuando las imágenes de una oscura noche de 1913 la asaltaron: la empinada subida, el terreno en tinieblas al otro lado de las ventanillas, la sensación al detenerse el tren de forma inesperada. Se preguntó qué estarían haciendo Rose y Nathaniel en el momento del impacto, si irían dormidos en su compartimiento, o conversando. Si estarían hablando de su hija, Ivory, que les esperaba en casa. Era extraño sentirse tan afectada por el destino de unos antepasados que acababa de descubrir. Qué horrible debió de haber sido para Nell averiguar por fin que tenía padres, sólo para perderlos de modo tan terrible poco después.
La puerta de Carluccio se abrió, dejando paso a una ráfaga de aire frío mezclada con el humo de los coches. Cassandra alzó la vista y vio a Ruby avanzando en su dirección y un hombre delgado de calva reluciente a sus espaldas.
—¡Vaya tarde! —Ruby se desplomó en uno de los asientos frente a Cassandra—. Un grupo de estudiantes justo al final. ¡Creí que nunca me libraría de ellos! —Señaló al hombre delgado y elegante—. Éste es Grey. Es mucho más divertido de lo que parece.
—Ruby, querida, qué presentación tan encantadora. —Extendió una mano sobre la mesa—. Graham Westerman. Ruby me ha contado todo sobre ti.
Cassandra sonrió. Era una consideración interesante dado que Ruby la había conocido, despierta, un total de dos horas. Sin embargo, si alguien era capaz de semejante milagro, Cassandra sospechaba que sería Ruby.
Se acomodó en su asiento.
—Qué golpe de suerte el heredar una casa.
—Sin mencionar además un delicioso misterio familiar. —Ruby agitó una mano para llamar al camarero y aprovechó para pedir pan y aceitunas para todos.
Ante la mención del misterio, Cassandra sintió un cosquilleo por su reciente descubrimiento, la identidad de los padres de Nell. El secreto, sin embargo, se atascó en su garganta.
—Ruby me ha contado lo mucho que has disfrutado con la exposición —dijo Grey con ojos brillantes.
—Claro que lo ha hecho, es humana —replicó Ruby—. Sin mencionar que además es una artista.
—Historiadora de arte —precisó Cassandra sonrojándose.
—Papá me dijo que eras una estupenda dibujante. Ilustraste un libro para niños, ¿no?
Sacudió la cabeza.
—No. Solía dibujar, pero era sólo un hobby.
—Algo más que un hobby, por lo que escuché. Papá dijo…
—Solía borronear en un cuaderno de dibujo cuando era joven. Ya no. Ha pasado mucho tiempo.
—Las aficiones sufren la tendencia a ser abandonadas con el tiempo —declaró Grey, muy diplomático—. Un buen ejemplo de ello fue el afortunadamente breve entusiasmo de Ruby por el baile de salón.
—Oh, Grey, sólo porque tú tienes dos pies izquierdos…
Mientras sus compañeros de mesa debatían el compromiso de Ruby con los aspectos más delicados del baile de salsa, Cassandra dejó que sus pensamientos volvieran a aquella tarde, muchos años antes, cuando Nell le había lanzado un cuaderno de dibujo y un paquete de lápices 2B sobre la mesa donde trataba de completar sus deberes de álgebra.
Llevaba poco más de un año viviendo con su abuela. Había empezado el instituto y tenía tantos problemas para hacer nuevos amigos como para cuadrar las ecuaciones.
—No sé dibujar —le había dicho, sorprendida e insegura. Los regalos inesperados siempre le resultaban sospechosos.
—Ya aprenderás —repuso Nell—. Tienes ojos y mano. Dibuja lo que ves.
Cassandra suspiró paciente. Nell rebosaba de ideas inusuales. No era para nada como las madres de los otros niños y menos aún como Lesley, pero tenía buenas intenciones, y no quería herir sus sentimientos.
—Creo que dibujar es algo más que eso, Nell.
—Pamplinas. Es sólo cuestión de asegurarse de ver lo que hay allí realmente. No lo que tú
crees
que hay.
Cassandra alzó, dubitativa, las cejas.
—Todo está formado por líneas y formas. Es como un código, sólo necesitas aprender a leerlo e interpretarlo. —Nell señaló al otro extremo del cuarto—. Esa lámpara de allá, dime qué ves.