Read El jardín olvidado Online
Authors: Kate Morton
—Creo que vive en la calle Battersea Church —dijo una voz lenta y firme. Sonaba como la de uno de los hombres del despacho de abogados donde Madre había trabajado, pero no era una voz encopetada, sino más pastosa que la de los habitantes de la otra orilla.
El carnicero alzó la vista para ver de dónde provenía.
Un hombre alto con anteojos y un abrigo pulcro pero gastado se adelantó, saliendo de la niebla.
—Lo vi por allí el otro día.
Se escuchó un murmullo mientras la multitud digería la información. Miraron nuevamente el cuerpo destrozado del pequeño.
—¿Alguna idea de qué casa, patrón?
—Me temo que no lo sé.
El carnicero hizo una señal a su asistente.
—Llévalo a la calle Battersea Church y pregunta allí. Alguien tiene que conocerlo.
El caballo movió la cabeza en dirección a Eliza, la bajó tres veces y luego resopló y apartó la vista.
Eliza parpadeó.
—Espere —dijo, casi en un suspiro.
El carnicero la miró.
—¿Eh?
Todos los ojos se volvieron a ella, una niña esmirriada con una larga trenza de color oro rojizo. Eliza miró al hombre de los anteojos. Las lentes eran brillantes y blancas, así que no pudo ver sus ojos.
El carnicero extendió la mano para silenciar a la multitud.
—Entonces qué, niña. ¿Conoces el nombre de este infortunado muchachito?
—Su nombre es Sammy Makepeace —dijo Eliza—. Y es mi hermano.
* * *
Madre había dejado apartado un dinero para su funeral, pero no había previsto semejante medida para sus hijos. Era natural, ¿qué padre piensa que algo así vaya a ser necesario?
—Tendrá un funeral para pobres en Santa Brígida —dijo la señora Swindell, al caer esa misma tarde. Sorbió un poco de sopa de su cuchara antes de señalar a Eliza, que estaba sentada en el suelo—. Volverán a abrir la sepultura el próximo miércoles. Hasta entonces, supongo que tendremos que tenerlo aquí. —Se mordió el interior de la mejilla, empujando hacia fuera el labio inferior—. Arriba, por supuesto. No podemos dejar que el hedor espante a los clientes.
Eliza había oído hablar de los funerales en Santa Brígida. La fosa común, reabierta cada semana, la pila de cuerpos, el clérigo murmurando un rápido sermón para poder escapar del espantoso hedor del vecindario tan pronto como fuera posible.
—No —refutó—, en Santa Brígida no.
La pequeña Hatty dejó de masticar su pan, el bocado quedó en su carrillo derecho mientras miraba, con ojos muy abiertos, a su madre y luego a Eliza.
—¿No? —Los delgados dedos de la señora Swindell se aferraron a su cuchara.
—Por favor, señora Swindell —pidió Eliza—. Deje que tenga un funeral como debe ser. Como el de Madre. —Se mordió la lengua para evitar llorar—. Quiero que esté con Madre.
—Ah, ¿eso quieres, verdad? ¿Y un coche fúnebre, tal vez? ¿Y un par de plañideras profesionales? Supongo que crees que el señor Swindell y yo deberíamos pagar el lujoso funeral. —Respiró sonoramente, disfrutando de su ácido discurso—. A diferencia de lo que cree la gente, señorita, no somos una casa de beneficencia, así que a menos que cuentes con fondos, ese muchacho va a pasar a mejor vida en Santa Brígida. Suficientemente bueno para los que son como él, además.
—No quiero una carroza fúnebre, señora Swindell, ni plañideras. Sólo un entierro, una tumba propia.
—¿Y quién crees que se ocuparía de arreglar todo eso?
Eliza tragó saliva.
—El hermano de la señora Barrer es sepulturero, tal vez él podría. Seguramente, si
usted
se lo pidiera, señora Swindell…
—¿Desperdiciar un favor en el idiota de tu hermano?
—No es ningún idiota.
—Lo suficientemente idiota como para que lo aplastara un caballo.
—No fue su culpa, fue la niebla.
La señora Swindell sorbió más sopa.
—Ni siquiera quería salir —recordó Eliza.
—Claro que no quería —dijo la señora Swindell—. Él no era de esa clase. Tú sí.
—Por favor, señora Swindell, puedo pagarlo.
Las cejas se le enarcaron.
—¿Ah, puedes hacerlo? ¿Con promesas y rayos de luz de luna?
Eliza pensó en su bolsa de cuero.
—Yo… yo tengo algo de dinero.
La boca de la señora Swindell se abrió y dejó escapar un hilo de sopa.
—¿Algo de dinero?
—Sólo un poquito.
—Ah, mira que eres tramposa, muchacha. —Apretó los labios como si fuera una bolsa de dinero—. ¿Cuánto?
—Un chelín.
La señora Swindell gritó de la risa; un espantoso ruido tan extraño, tan desalmado, que su pequeña hija comenzó a llorar.
—¿Un chelín? —escupió—. Un chelín ni siquiera llega para los clavos con que cerrar el ataúd.
El broche de Madre. Podía vender el broche. Es verdad que Madre le había hecho prometer no desprenderse de él, a menos que el Hombre Malvado la amenazara, pero seguramente en una situación como ésta…
La señora Swindell estaba tosiendo, ahogándose con súbito regocijo. Se golpeó el huesudo pecho, después dejó a Hatty gateando en el piso.
—Basta de súplicas, que no puedo ni escucharme pensar.
Se sentó un momento, y luego miró a Eliza entrecerrando los ojos. Asintió varias veces, mientras forjaba su plan.
—Tus ruegos me han decidido. Me voy a ocupar personalmente de que el muchacho no obtenga nada mejor de lo que merece. Tendrá un funeral para pobres.
—Por favor…
—Y me darás tu chelín por los inconvenientes.
—Pero señora Swindell…
—Ni señora Swindell ni nada. Eso te enseñará a no ser tramposa, ocultando dinero. Espera a que el señor Swindell llegue a casa y se entere de eso, entonces recibirás tu merecido. —Le pasó el cuenco a Eliza—. Ahora sírveme otra ración, y ve a llevar a Hatty a la cama.
* * *
Las noches eran lo más duro. Sola en el diminuto cuarto por primera vez en su vida, con los ruidos de la calle que parecían acrecentarse y las sombras acechando sin motivo, Eliza cayó víctima de sus pesadillas. Pesadillas mucho peores que las que había imaginado en sus historias.
Durante el día, era como si el mundo estuviera del revés, igual que una prenda colgada a secar. Todo tenía la misma forma, tamaño y color; sin embargo, algo estaba mal. Y aunque el cuerpo de Eliza funcionaba como antes, su mente vagaba por el paisaje de sus miedos. Una y otra vez se hallaba imaginando a Sammy en el fondo de la tumba de Santa Brígida, yaciendo, los miembros torcidos donde había sido lanzado entre los cuerpos de los muertos sin nombre. Atrapado bajo la tierra, los ojos abiertos, la boca intentando decir que había sido un error, que en verdad no estaba muerto.
Porque la señora Swindell se había salido con la suya y Sammy había recibido un funeral de pobre. Eliza había tomado el broche de su escondite y había ido hasta la casa de John Picknick, pero al final no había podido venderlo. Había permanecido frente a la casa durante media hora, intentando decidirse. Sabía que si vendía el broche recibiría suficiente dinero para enterrar a Sammy como correspondía. También sabía que el señor y la señora Swindell querrían saber de dónde había provenido el dinero y la castigarían sin misericordia por haber guardado semejante tesoro en secreto.
Pero no fue el miedo a los Swindell lo que la decidió. Ni siquiera el eco de la voz de Madre, haciéndole prometer que vendería el broche sólo si el hombre fantasma llegaba a amenazarla.
Fue su propio miedo de que el futuro fuera peor que el pasado. Que habría un momento, acechando en la niebla, en años venideros, en el que el broche sería su única posibilidad de sobrevivir.
Se volvió sin poner un pie en casa del señor Picknick, y se apresuró a regresar a la tienda, con el broche pesándole culpable en el bolsillo. Y se dijo que Sammy lo entendería, que él había conocido tan bien como ella el coste de la vida en el margen del río.
Después guardó su recuerdo con tanta delicadeza como pudo, cubriéndolo con capas de sentimientos —alegría, amor, compromiso— que ya no necesitaría, y lo encerró todo en lo más hondo de su ser. Estar vacía de tales recuerdos y sentimientos la hacía sentir, de alguna manera, bien. Porque, tras la muerte de Sammy, Eliza era media persona. Como un cuarto sin luz, su alma estaba fría, oscura y vacía.
* * *
¿Cuándo se le ocurrió la idea por primera vez? Eliza nunca estuvo segura. Ese día en concreto no sucedió nada diferente. Abrió los ojos a la escasa luz del pequeño cuarto como lo hacía cada mañana y yació inmóvil, volviendo a entrar en su cuerpo, tras una noche espantosa.
Echó a un lado la manta y se sentó, apoyando los pies desnudos en el suelo. Su larga trenza cayó sobre un hombro. Hacía frío; el otoño se había rendido frente al invierno, y la mañana era tan oscura como la noche. Eliza encendió una cerilla, la acercó al pabilo de la vela y luego alzó la vista hasta donde colgaba su delantal, en la puerta.
¿Qué la llevó a hacerlo? ¿Qué hizo que fuera más allá del delantal y tomara la camisa y los pantalones que colgaban detrás? ¿Ponerse las ropas de Sammy en vez de las suyas?
Eliza nunca lo supo, pero sintió que era lo correcto, como si fuera lo único posible. La camisa tenía un olor tan familiar como sus propias prendas, y sin embargo distinto, y cuando se puso los pantalones saboreó la curiosa sensación de los tobillos desnudos, del aire frío en la piel acostumbrada a las medias. Se sentó en el suelo y se ató las gastadas botas de Sammy, que le quedaban perfectas.
Después se puso de pie frente al pequeño espejo y se observó. Se miró con detenimiento mientras la vela titilaba a su lado. Un pálido rostro la observaba. El cabello largo, de un rojo dorado, ojos azules, y pálidas cejas. Sin bajar la vista, Eliza tomó un par de tijeras de costura que estaban en la cesta de lavado y sostuvo su trenza hacia un lado. Su trenza era gruesa y tuvo que esforzarse en cortarla. Por fin cayó en su mano. Al desprenderse, el cabello se soltó, desgreñado, sobre su rostro. Continuó cortando hasta que sus cabellos fueron del mismo largo que habían sido los de Sammy, y luego se puso su gorra.
Eran mellizos, no era sorprendente que se parecieran tanto, y sin embargo a Eliza se le cortó el aliento. Sonrió, levemente, y Sammy le devolvió la sonrisa. Extendió la mano y tocó el frío cristal del espejo, ya no estaba sola.
Toe… toe…
La escoba de la señora Swindell golpeaba en el techo del piso inferior, su llamada diaria para que comenzara con el lavado.
Eliza tomó su larga trenza roja del suelo, un tanto deshecha en su extremo superior, donde había sido cortada, y la ató con un pedazo de cordel. Más tarde la ocultaría con el broche de Madre. Ahora no la necesitaba. Era cosa del pasado.
Londres, Inglaterra, 2005
Cassandra sabía que los autobuses serían rojos, claro, y de dos pisos, pero verlos moverse pesadamente en dirección a lugares como Kensington High y Piccadilly Circus anunciados en sus ventanillas era, sin embargo, sorprendente. Como haber caído dentro de un cuento de su infancia, o en una de las muchas películas que había visto en donde enormes taxis negros recorrían las calles empedradas, las casas estilo eduardiano se erguían atentas sobre anchas avenidas y el viento del norte arrastraba delgadas nubes sobre un cielo encapotado.
Llevaba en este Londres escenario de mil películas, de mil historias, casi veinticuatro horas. Cuando finalmente despertó del agotamiento de su desfase horario, se halló a solas en el diminuto apartamento de Ruby, el sol de mediodía filtrándose por las cortinas, para depositar un fino rayo sobre su rostro.
En el pequeño taburete junto al sofá cama, había una nota de Ruby:
¡Te eché de menos en el desayuno! No quise despertarte. Sírvete cualquier cosa que encuentres que valga la pena. Hay plátanos en el frutero, restos de algo en la nevera, aunque no los he revisado últimamente... ¡Pueden ser terribles! Tienes toallas en el armario del baño, si quieres asearte. Estaré en el V&A hasta las seis. Tienes que venir a ver la exposición de la que soy organizadora. ¡Me resultaría muy, muy excitante mostrártela!
P.D.: ven a primera hora de la tarde. Reuniones insoportables toda la mañana
.
Y allí estaba Cassandra, a la una de la tarde, con el estómago rugiendo, en mitad de la calle Cromwell, esperando que el tráfico detuviera su perpetuo fluir por las arterias de la ciudad para poder cruzar al otro lado.
El Museo Victoria & Albert se elevaba enorme e imponente ante ella, el manto de la tarde deslizándose con rapidez por su fachada de piedra. Un gigante mausoleo del pasado. Su interior lleno de salas y salas, cada una rebosante de historia. Miles de objetos, fuera de época y lugar, reverberando sigilosamente entre las alegrías y traumas de vidas olvidadas.
Cassandra se topó con Ruby que guiaba a un grupo de turistas alemanes hasta la nueva cafetería del museo.
—Desde luego —suspiró Ruby en voz alta mientras los dirigía—, no me opongo a tomar café aquí dentro, me gusta el buen café tanto como a cualquiera, ¡pero nada me irrita más que la gente que pasa de largo frente a mi exposición en busca del Santo Grial de bollos sin azúcar y refrescos importados!
Cassandra sonrió un tanto culpable, esperando que Ruby no pudiera escuchar los quejidos de su estómago frente a los deliciosos aromas provenientes de la cafetería. Pues lo cierto era que allí se dirigía.
—Lo que quiero decir es, ¿cómo pueden dejar pasar la oportunidad de mirar al pasado cara a cara? —Ruby agitó su mano en dirección a las hileras de vitrinas repletas de tesoros que constituían su colección—. ¿Cómo pueden?
Cassandra sacudió la cabeza, sofocando un gruñido de su estómago.
—No lo sé.
—Ah, bueno —suspiró dramáticamente Ruby—, has llegado justo cuando los filisteos no son más que un recuerdo distante. ¿Cómo te sientes? ¿No demasiado aturdida?
—Estoy bien, gracias.
—¿Dormiste bien?
—El sofá cama era muy cómodo.
—No hace falta mentir —dijo Ruby entre risas—, aunque aprecio el detalle. Al menos sus bultos y protuberancias han impedido que durmieras el día entero. En caso contrario, te habría tenido que llamar para despertarte. No podía dejar que te perdieras esto. —Su rostro se iluminó—. ¡Todavía no puedo creer que Nathaniel Walker viviera en la misma propiedad donde se encuentra tu casa! Probablemente la vio, ¿sabes?, se inspiró en ella. Incluso pudo haber estado en su interior. —Con ojos brillantes y redondos, Ruby tomó a Cassandra del brazo y comenzó a avanzar por uno de los pasillos—. ¡Vamos, esto te va a encantar!