Read El jardín olvidado Online
Authors: Kate Morton
Cassandra no se sorprendió. Tal vez se emocionó, y de pronto, perversamente, se sintió sola, pero no sorprendida. ¿Quién más había? Lesley desde luego no. Aunque Cassandra había dejado de culpar a su madre años atrás, Nell nunca había sido capaz de perdonarla. Abandonar a una niña, le dijo una vez a alguien, creyendo que Cassandra no podía escucharla, era un acto tan frío, tan indiferente, que era imperdonable.
—Está la casa, por supuesto, y un poco de dinero en una cuenta de ahorros. Todas sus antigüedades —dudó, mirando a Cassandra como si evaluara su disposición para algo todavía por venir—. Y hay una cosa más. —Miró los papeles—. El año pasado, después que la diagnosticaran, me pidió, una mañana, que viniera a tomar el té.
Cassandra lo recordaba. Nell le había dicho al llevarle el desayuno que Ben vendría de visita y que necesitaba verlo en privado. Le pidió que le catalogara unos libros, en el centro de antigüedades, a pesar de que hacía años que Nell no colaboraba en el puesto.
—Ese día me entregó algo —continuó—. Un sobre cerrado. Me dijo que debía guardarlo con su testamento y abrirlo sólo si… cuando… —Apretó los labios—. Bueno, ya me entiendes.
Cassandra tembló levemente cuando una brisa fresca le rozó los brazos.
Ben agitó la mano. Los papeles se sacudieron pero él no dijo nada.
—¿Qué es? —preguntó ella con un dejo de ansiedad pesándole en el estómago—. Puedes decírmelo, Ben. Estaré bien.
Ben alzó la vista, sorprendido por el tono de voz. Su risa la desconcertó.
—No hay motivos para preocuparse, Cass. No es nada malo. Todo lo contrario, de verdad. —Meditó por un momento—. Es más un misterio que una calamidad.
Cassandra suspiró; el anuncio de un misterio hacía poco para aliviarla de su nerviosismo.
—Hice lo que me pidió. Guardé el sobre y no lo abrí hasta ayer. Cuando lo leí me quedé tan petrificado que hasta una pluma podía haberme derribado. —Sonrió—. Dentro, estaba el título de propiedad de otra casa.
—¿La casa de quién?
—De Nell.
—Nell no tiene otra casa.
—Al parecer sí la tiene, o tenía. Y ahora es tuya.
A Cassandra no le gustaban las sorpresas, lo repentino de ellas, su condición fortuita. Pese a que hubo una época en que sabía cómo rendirse a lo inesperado, ahora la mera sugerencia traía consigo la aparición de un temor instantáneo, la respuesta que su cuerpo había aprendido ante los cambios. Tomó una hoja seca que yacía junto a su zapato y la dobló por la mitad varias veces, mientras pensaba.
Nell no había mencionado otra casa, nunca en todo el tiempo que habían vivido juntas, mientras Cassandra crecía y desde que había regresado. ¿Por qué no? ¿Por qué habría mantenido semejante secreto? ¿Y qué habría pretendido hacer con la casa? ¿Una inversión? Cassandra había escuchado a la gente en los cafés de Latrobe Terrace hablar del aumento de los precios de las propiedades, de los paquetes de inversión, pero ¿Nell? Nell siempre se había burlado de los ejecutivos de la ciudad que desembolsaban pequeñas fortunas por las diminutas casas de madera para obreros en Paddington.
Además, Nell había llegado a la edad de jubilarse hacía mucho tiempo. Si esa casa era una inversión, ¿por qué no la había vendido, empleando ese dinero para vivir? La venta de antigüedades tenía sus recompensas pero la remuneración económica no era la principal, no en estos tiempos. Nell y Cassandra ganaban lo suficiente para vivir, pero no mucho más. Había habido épocas en las que una inversión hubiera sido de mucha utilidad, y sin embargo Nell no había dicho ni una palabra.
—Esa casa —dijo por fin Cassandra—, ¿dónde está? ¿Queda cerca?
Ben sacudió la cabeza, sonriendo confundido.
—Ahí es donde todo este asunto se vuelve
realmente
misterioso. La otra casa está en Inglaterra.
—¿Inglaterra?
—El Reino Unido, Europa, al otro lado del mundo.
—Sé dónde queda Inglaterra.
—Cornualles, para ser exactos, un pueblo llamado Tregenna. Sólo tengo los títulos para guiarme, pero está anotada como «Cabaña del Risco». Por las señas, supongo que fue parte de una propiedad mucho mayor, originalmente. Puedo averiguarlo, si quieres.
—¿Pero por qué ella…? ¿Cómo pudo ella…? —Cassandra suspiró—. ¿Cuándo la compró?
—Los papeles están sellados el 6 de diciembre de 1975.
Cruzó los brazos sobre su pecho.
—Nell ni siquiera ha ido nunca a Inglaterra.
Fue el turno de Ben de sorprenderse.
—Sí que ha estado. Viajó al Reino Unido, a mediados de los setenta. ¿Nunca lo mencionó?
Cassandra negó lentamente con la cabeza.
—Recuerdo cuándo fue. Hacía poco que la conocía, fue unos meses antes de que entraras en escena, cuando todavía tenía el pequeño negocio cerca de la calle Stafford. Le había comprado algunas piezas y éramos conocidos, aunque todavía no amigos. Se fue por un mes. Lo recuerdo porque reservé un escritorio de cedro justo antes de que se marchara, un regalo de cumpleaños para mi esposa; al menos se suponía que iba a serlo, aunque al final no resultó así. Cada vez que iba a buscarlo, la tienda estaba cerrada.
»No hace falta que te diga lo enfadado que me sentí. Janice cumplía cincuenta, y el escritorio era perfecto. Cuando pagué el depósito, Nell no mencionó que se iba de vacaciones. De hecho, se tomó el trabajo de aclararme los términos de la reserva, dejando claro que esperaba pagos semanales y que tendría que retirar el escritorio en no más de un mes. Ella no era un depósito, me dijo, tenía que recibir más antigüedades y necesitaba el espacio.
Cassandra sonrió; sonaba muy propio de Nell.
—Fue muy insistente, por eso me extrañó que no estuviera allí en todo ese tiempo. Después de que se me pasara la irritación inicial, me preocupé bastante. Incluso pensé en llamar a la policía. —Hizo un gesto con la mano—. Al final, no tuve que hacerlo. En mi cuarta o quinta visita me topé con la mujer de al lado, quien estaba retirando el correo de Nell. Me dijo que se había marchado al Reino Unido pero se indignó cuando comencé a hacerle preguntas sobre por qué había partido tan repentinamente y cuándo volvería. La vecina replicó que ella hacía lo que le habían pedido y que no sabía nada más. Así que seguí controlando, el cumpleaños de mi esposa llegó y pasó, hasta que un día vi la tienda abierta: Nell estaba de regreso.
—Y se había comprado una casa durante su ausencia.
—Evidentemente.
Cassandra se cubrió los hombros con la chaqueta. No tenía sentido. ¿Por qué se iría Nell de vacaciones, de improviso, para comprar una casa y no volver nunca?
—¿No te dijo nada al respecto? ¿Nunca?
Ben alzó las cejas.
—Olvidas que hablamos de Nell. No era una persona dada a las confidencias.
—Pero vosotros erais amigos. Seguramente lo habrá mencionado en alguna ocasión —Ben negó con la cabeza. Cassandra insistió—: Pero cuando ella regresó, cuando por fin retiraste el escritorio, ¿no le preguntaste por qué se había marchado tan de repente?
—Claro que lo hice, muchas veces a lo largo de los años. Sabía que debió de ser por algo importante. Estaba muy cambiada, cuando volvió.
—¿En qué sentido?
—Más distraída, misteriosa. Estoy seguro de que no es el recuerdo el que me hace decir esto. Un par de meses más tarde estuve muy cerca de averiguarlo. Había ido a visitarla a la tienda y llegó una carta, con remitente de Truro. Yo llegué al mismo tiempo que el cartero, así que recogí su correo. Ella intentó actuar de forma despreocupada, pero para entonces ya empezaba a conocerla; estaba excitada por recibir esa carta. Se excusó para dejarme tan pronto como le fue posible.
—¿Qué era? ¿Quién la enviaba?
—Debo admitir que la curiosidad se apoderó de mí. No llegué tan lejos como para mirar la carta, pero examiné el sobre, una vez que lo vi sobre su escritorio, para ver quién se lo había enviado. Memoricé la dirección al dorso y un viejo colega en el Reino Unido averiguó a quién pertenecía. La dirección era de un investigador.
—¿Quieres decir un detective?
Asintió.
—¿Existen?
—Claro.
—Pero ¿qué pensaba hacer Nell con un detective inglés?
Ben se encogió de hombros.
—No lo sé. Supongo que estaba intentando resolver algún misterio. Durante un tiempo solté indirectas, intenté sonsacarle datos, pero sin éxito. Después dejé de hacerlo, pensé que todo el mundo tiene derecho a guardar secretos y que Nell me lo diría si quería hacerlo. La verdad sea dicha, todavía me siento culpable por el poquito de espionaje que hice. —Sacudió la cabeza—. Tengo que admitirlo, me encantaría saberlo. Ha ocupado mis pensamientos mucho tiempo, y esto —agitó el título de propiedad— es la última pieza. Incluso ahora tu abuela tiene la extraña habilidad de confundirme.
Cassandra asintió distraídamente. Su mente estaba en otra parte, estableciendo lazos. Era el comentario de Ben sobre los misterios lo que la había disparado, su sugerencia de que Nell debía de estar intentando resolver uno. Todos los secretos que se habían materializado en el funeral de su abuela comenzaban a entrelazarse: el parentesco desconocido de Nell, su llegada de niña a un puerto, la maleta, el misterioso viaje a Inglaterra, la casa secreta…
—En fin… —Ben vació el resto de su té en una maceta de geranios rojos de Nell—. Será mejor que me ponga en marcha. Va a venir un hombre a verme para llevarse un aparador de caoba en quince minutos. Ha sido una venta de lo más complicada; me alegrará verla cerrada. ¿Puedo hacer alguna cosa por ti mientras estoy en el centro?
Cassandra negó con la cabeza.
—Yo misma me pasaré el lunes.
—No hay prisa, Cass. Te lo dije el otro día, es un placer cuidarte el stand tanto tiempo como necesites. Te traeré el dinero que hayan depositado cuando termine esta tarde.
—Gracias, Ben —dijo—. Por todo.
Se puso de pie y dejando la silla donde estaba, puso el testamento debajo de su taza de té. Estaba a punto de desaparecer por la esquina de la casa, cuando dudó y dio media vuelta.
—Cuídate, ¿me oyes? Si el viento aumenta, te llevará volando.
Una tierna preocupación le arrugaba la frente y a Cassandra le resultó difícil sostener su mirada. Ofrecía una ventana demasiado clara a sus pensamientos y no podía tolerar que le recordara cómo habían sido las cosas en el pasado.
—¿Cass?
—Sí, así lo haré. —Se despidió mientras se marchaba y escuchó su automóvil perderse calle abajo. Su simpatía, aunque bienintencionada, siempre parecía acarrear una acusación. Tristeza, aunque muy mitigada, porque ella había sido incapaz (o no había querido) de recuperar su antiguo carácter. No se le había ocurrido pensar que tal vez ella hubiera elegido permanecer de ese modo. Que donde él veía reserva y soledad, Cassandra veía autopreservación y el conocimiento de que todo es más seguro cuando se tiene menos que perder.
Golpeó la punta de la zapatilla contra el cemento y apartó los pensamientos tristes y pasados. Después tomó el testamento. Observó, por primera vez, la pequeña nota grapada al frente. La envejecida letra cursiva de Nell, casi imposible de leer. Se la acercó a los ojos, luego la alejó, descifrando lentamente las palabras.
Para Cassandra
, decía,
quien entenderá el porqué
.
Brisbane, Australia, 1975
Nell repasó rápidamente los documentos por última vez —pasaporte, pasaje, cheques de viaje—, luego cerró su bolso y se sermoneó con dureza. Lo cierto es que se estaba convirtiendo en una compulsión. La gente volaba todos los días, o al menos eso le habían hecho creer. Se ataban a los asientos dentro de gigantescas latas de metal y consentían en ser catapultados hacia los cielos. Respiró hondo. Todo saldría bien. Ella era una superviviente, ¿no?
Se obligó a recorrer la casa, a revisar que las ventanas estuvieran cerradas. Examinó la cocina, se aseguró de no haber dejado el gas abierto, el hielo de la nevera derritiéndose, o las luces encendidas. Por fin, cargada con sus dos maletas salió por la puerta trasera y cerró con llave. Sabía por qué estaba nerviosa, claro, y no era sólo por olvidarse de algo, o por el miedo a que el avión cayera desde los cielos. Estaba nerviosa porque estaba regresando al hogar. Después de todos esos años, casi una vida, por fin volvía a casa.
Todo había sucedido repentinamente. Su padre, Hugh, había fallecido apenas un par de meses atrás y le faltó tiempo para abrir la puerta de su pasado. Él debió de imaginar que lo haría cuando le envió a Phyllis la maleta, con la orden de que se la entregara a Nell cuando ya no estuviera. Debió de haberlo adivinado.
Mientras aguardaba junto al camino al taxi, Nell contempló su casa color amarillo pálido. Tan alta desde ese ángulo, como ninguna de las otras casas que había visto, con su graciosa escalera trasera clausurada desde hacía años, los toldos de las ventanas a rayas rosadas, azules y blancas, las dos ventanas del altillo en lo más alto. Demasiado angosta, demasiado cuadrada para que alguna vez fuera considerada elegante, y, sin embargo, a ella le gustaba. Su falta de gracia, sus remiendos, su falta de orígenes claros. Víctima del tiempo y de una sucesión de dueños, cada uno intentando dejar su marca sobre la resistente fachada.
La había comprado en 1961, después que Al muriera y ella y Lesley regresaran de los Estados Unidos. La casa estaba descuidada, pero su ubicación en las laderas de Paddington detrás del viejo teatro Plaza la hacía sentir lo más próxima a su hogar que podía estar. Y la casa había recompensado su fe, incluso le había suministrado una nueva fuente de ingresos. Había dado con un cuarto repleto de muebles desvencijados en el oscuro sótano, y entrevisto una mesa que le encantó: patas en espiral, como cebada, y una tabla plegable. Estaba en bastante mal estado, pero Nell no lo había pensado dos veces; compró papel de lija y resina, y se dedicó a devolverle la vida.
Había sido Hugh quien le había enseñado cómo restaurar muebles. Cuando regresó de la guerra y nacieron sus hermanas, Nell se había habituado a seguirlo durante los fines de semana. Se convirtió en su asistente, aprendiendo a diferenciar los ensambles cola de paloma de los de peine, la resina del barniz, la alegría de coger un objeto roto y repararlo. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que lo hiciera. Hasta que vio la mesa y supo cómo tenía que llevar a cabo esa cirugía, no recordó cuánto había amado esa tarea. Sintió ganas de llorar al encerar las ensortijadas patas con la resina y respirar el aroma familiar, sólo que ella no era de las que lloraban.