El jardín olvidado (41 page)

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Authors: Kate Morton

BOOK: El jardín olvidado
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—¿Crees que esto es seguro? ¿Lo has hecho antes?

—Por lo menos cien veces. —Se rascó el cuello—. Claro que era más joven y más pequeño pero… —Hizo un mohín con los labios—. Es una broma. Lo siento. Estarás bien.

Sintió algo de alivio una vez que sacó la cabeza al exterior y se dio cuenta de que no iba a morir con el cuello atorado debajo de un muro de piedra. Al menos no en la entrada. Pasó el resto del cuerpo tan rápidamente como le fue posible y se puso de pie. Se sacudió las manos y miró a su alrededor, con ojos enormes.

Era un jardín, un jardín cercado. Cubierto de malezas pero de una bella estructura. Alguien había cuidado en su día de este jardín. Los vestigios de dos senderos serpenteaban de un lado a otro, entrelazándose como los cordones de un zapato de baile irlandés. Árboles frutales habían sido atados por los lados a un espaldar, y los alambres zigzagueaban de la parte superior de un muro a la otra. Los hambrientos zarcillos de la glicinia habían crecido sobre ellos formando una suerte de dosel.

Contra el muro sur, crecía un antiguo y nudoso árbol. Cassandra se acercó. Se dio cuenta de que era el manzano, cuya rama había traspasado el muro. Alzó su mano para tocar una de sus doradas frutas. El árbol tenía unos cinco metros de alto y tenía la forma del bonsái que Nell le había dado a Cassandra por su duodécimo cumpleaños. Con el paso de las décadas el pequeño tronco se había inclinado y alguien se había tomado el trabajo de apuntalarlo con un madero bajo una larga rama para absorber parte de su peso. Una quemadura, a medio camino, sugería que había sido herido por un relámpago años atrás. Cassandra pasó sus dedos a lo largo de la quemadura.

—Este lugar es mágico, ¿no? —Christian estaba de pie en el centro del jardín, junto a un herrumbroso banco metálico—. Incluso de niño pude percibirlo.

—¿Solías venir aquí?

—Todo el tiempo. Lo consideraba mi lugar secreto. Nadie más sabía de él. —Se encogió de hombros—. Bueno, casi nadie.

Más allá de Christian, al otro lado del jardín, Cassandra pudo ver algo brillando contra la pared cubierta de hiedra. Se acercó. Era de metal, brillante bajo el sol. Una puerta. Zarcillos como cuerdas la cubrían, una telaraña gigante bloqueando la entrada a la madriguera de la araña. O la salida, dependiendo del caso.

Christian se acercó y entre ambos retiraron varias de las ramas. Había un picaporte de bronce, ennegrecido por el tiempo. Cassandra lo sacudió. La puerta estaba cerrada.

—Me pregunto adónde conduce.

—Hay un laberinto al otro lado que atraviesa toda la propiedad —explicó Christian—. Termina cerca del hotel. Michael ha estado trabajando para recuperarlo en estos últimos meses.

El laberinto, por supuesto. Ella conocía su existencia. ¿Dónde había leído Cassandra sobre el laberinto? ¿En el cuaderno de Nell? ¿En uno de los folletos turísticos del hotel?

Una temblorosa libélula pasó cerca, antes de salir volando; luego ambos se volvieron hacia el centro del jardín.

—¿Por qué compró tu abuela la cabaña? —preguntó Christian, quitándose una hoja seca del hombro.

—Nació en los alrededores.

—¿En el pueblo?

Cassandra dudó, preguntándose cuánto más podía revelar.

—En esta propiedad, a decir verdad. Blackhurst. No lo supo sino a la muerte de su padre adoptivo, cuando tenía unos sesenta años. Averiguó que sus padres eran Rose y Nathaniel Walker. Él era…

—Un artista, lo sé. —Christian tomó un palo del suelo—. Tengo un libro con ilustraciones suyas, un libro de cuentos de hadas.

—¿
Cuentos mágicos para niñas y niños
?

—Sí. —La miró sorprendido.

—Yo también tengo una copia.

Él enarcó las cejas.

—No se imprimieron muchas, ¿sabes?, no para las cifras de hoy día. ¿Sabías que Eliza Makepeace solía vivir aquí, en la cabaña?

Cassandra negó con la cabeza.

—Sabía que había vivido en la propiedad…

—La mayor parte de las historias fueron escritas en este jardín.

—Sabes mucho sobre ella.

—Últimamente he estado releyendo sus cuentos de hadas. De pequeño los adoraba, desde que encontré una vieja copia en una tienda de artículos de segunda mano. Había algo encantado en ellos, más de lo que se percibe a simple vista. —Pateó la tierra con su bota—. Es bastante patético, supongo, un hombre hecho y derecho leyendo cuentos de hadas para niños.

—No lo creo. —Cassandra observó que estaba alzando y dejando caer los hombros, las manos en los bolsillos, casi como si estuviera nervioso—. ¿Cuál es tu favorito?

Inclinó la cabeza, entrecerrando un poco los ojos al sol.

—«Los ojos de la vieja».

—¿De veras? ¿Por qué?

—Siempre me pareció distinto al resto. De algún modo, más significativo. Además estaba enamorado como el niño de ocho años que era de la princesa. —Sonrió con timidez—. ¿Qué puede no gustarte de una princesa cuyo castillo ha sido destruido, sus súbditos expulsados y que sin embargo reúne el suficiente coraje para salir de expedición en busca de los ojos perdidos de la vieja?

Cassandra también sonrió. El cuento de la valiente princesa que no sabía que lo era había sido el primero de los cuentos de hadas de Eliza que había leído. En aquel caluroso día en Brisbane, cuando tenía diez años y había desobedecido las órdenes de su abuela, descubriendo la maleta bajo la cama.

Christian rompió el palo por el medio y tiró los pedazos a un lado.

—Supongo que intentarás vender la cabaña.

—¿Por qué? ¿Estás interesado en comprarla?

—¿Con el sueldo que me paga Mike? —Se miraron por un momento—. Lo veo imposible.

—No sé cómo la voy a poner a punto —comentó ella—. No imaginaba cuánto trabajo me esperaría aquí. El jardín, la casa misma. —Hizo un gesto hacia la pared sur—. Hay un agujero en el maldito techo.

—¿Cuánto tiempo te quedarás?

—Me registré en el hotel por otras tres semanas.

Asintió.

—Eso debería ser tiempo suficiente.

—¿Tú crees?

—Seguro.

—Cuánta fe. Y eso que no me has visto blandiendo un martillo.

Se acercó para enredar un brote de glicinia con otros.

—Yo te ayudaré.

Cassandra se sintió avergonzada: él habría pensado que se lo estaba pidiendo.

—No quise decir… no tengo… —exhaló—. No tengo dinero para los arreglos. Nada de nada.

Él sonrió, la primera plena sonrisa que le había visto.

—Mi sueldo es bastante ridículo. Así al menos podría ganarlo trabajando en un lugar que amo.

Capítulo 33

Tregenna, Cornualles, 1975

Nell miró en dirección al encrespado mar. Era el primer día nublado que le tocaba desde su llegada a Cornualles y toda la tierra parecía temblar. Las blancas cabañas aferrándose a los viejos peñascos, las plateadas gaviotas, el cielo gris reflejando el esponjado mar.

—La mejor vista en todo Cornualles —dijo la agente inmobiliaria.

Nell no se dignó responder a tan insulso comentario. Continuó mirando las olas rolar desde la pequeña buhardilla.

—Hay otro dormitorio al lado. Más pequeño, pero es un dormitorio.

—Necesito más tiempo para examinarlo —dijo Nell—. Me reuniré con usted en el piso inferior cuando termine.

La agente pareció conformarse con ser ignorada, y en menos de un minuto Nell la vio salir hasta la verja, envolviéndose en su abrigo.

Nell miró a la mujer batallando contra el viento para encender un cigarrillo, y luego dejó que su mirada se perdiera en el jardín. No podía ver mucho desde allí arriba, tenía que asomarse a través de un tupido tapiz de enredaderas, pero logró distinguir la pétrea cabeza de la estatua del niño.

Nell se inclinó sobre el polvoriento marco de la ventana, sintiendo la madera erosionada por la sal debajo de las palmas de la mano. Ahora sabía que de niña había estado en esa cabaña. Había estado de pie en ese mismo lugar, en esa habitación, mirando ese mismo mar. Cerró los ojos y se esforzó en esclarecer su memoria.

Había habido una cama allí donde ella estaba, una cama simple, sencilla, con acabados de bronce, remates redondos que necesitaban ser pulidos. Desde el techo caía un cono invertido de tul, como el blanco velo que colgaba del horizonte cuando las tormentas agitaban el mar distante. Un edredón, fresco bajo sus rodillas; barcos pesqueros oscilando con la marea, pétalos de flores flotando en la fuente, abajo.

Sentada en esa ventana que sobresalía de los muros de la cabaña como si estuviera colgada de la cima de un peñasco, como la princesa de uno de sus cuentos favoritos, convertida en ave y encerrada en la jaula de oro, colgando…

Se oyeron voces en el piso inferior, su papá y la Autora.

Su nombre, Ivory, agudo y cortante como una estrella de cartón, recortada con afiladas tijeras. Su nombre como un arma.

También le llegaron otras palabras furiosas. ¿Por qué le estaba gritando papá a la Autora? Papá nunca alzaba la voz.

La niña estaba asustada, no quería escuchar.

Nell cerró los ojos con más fuerza, intentando escuchar.

La niña se tapó los oídos, cantó —mentalmente— canciones, se contó cuentos, pensó en la jaula dorada, la princesa pájaro cantando y esperando.

Nell intentó hacer a un lado la canción infantil, la imagen de la jaula dorada. En la fría profundidad de su mente, acechaba la verdad, esperando que Nell la tomara y la llevara a la superficie…

Pero no hoy. Abrió los ojos. Esos hilos eran hoy muy resbaladizos, el agua a su alrededor demasiado oscura.

Nell bajó las angostas escaleras.

La agente inmobiliaria cerró la puerta y juntas comenzaron a descender en silencio el sendero hasta donde estaba aparcado el coche.

—Entonces, ¿qué le parece? —preguntó la agente con el tono superficial de alguien que cree conocer la respuesta.

—Me gustaría comprarla.

—Tal vez haya alguna otra cosa que pueda… —Se detuvo ante la puerta del automóvil—. ¿Le gustaría comprarla?

Nell echó una mirada al tormentoso mar, al horizonte brumoso. Le gustaba esa pizca de inclemencia en el clima. Cuando las nubes colgaban bajas amenazando lluvia, se sentía regenerada. Respiraba con más hondura, pensaba con más claridad.

No sabía cómo podría pagar la cabaña, qué tendría que vender a fin de poder hacerlo. Pero con la misma certeza como que el negro y el blanco daban gris, sabía que sería la dueña. Desde el momento en que se había recordado junto a la fuente, la niña que había sido en otra vida, lo supo.

* * *

La agente condujo todo el trayecto de regreso al hotel de Tregenna entre promesas dichas casi sin aliento de que regresaría con los contratos tan pronto los hubiera mecanografiado. Podía facilitarle el nombre de un buen abogado por si quería contactar con él. Nell cerró la puerta del automóvil y subió los escalones hasta el vestíbulo. Estaba tan concentrada intentando calcular la diferencia horaria —¿se sumaban tres horas y se pasaba de a.m. a p.m.?— para poder llamar al gerente de su banco e intentar explicarle la repentina compra de una cabaña en Cornualles, que no vio a la persona que se dirigía hacia ella hasta que casi se chocaron.

—Lo siento —dijo Nell, deteniéndose de golpe.

Robyn Martin parpadeó rápidamente detrás de sus gafas.

—¿Estaba esperándome? —preguntó Nell.

—Le he traído algo. —Robyn le entregó a Nell una pila de papeles—. Es la investigación para el artículo en el que he estado trabajando, sobre la familia Mountrachet. —Se movió algo incómoda—. La oí preguntarle a Gump sobre ellos, y sé que no fue capaz de… que no fue de mucha ayuda. —Se alisó sus cabellos, de por sí lacios—. Hay un poco de todo, pero pensé que tal vez le resultaran de interés.

—Gracias —dijo Nell, con sinceridad—. Y lamento si…

Robyn asintió.

—¿Cómo está su abuelo…?

—Mucho mejor. De hecho, me preguntaba si querría volver a cenar con nosotros, alguna noche de la semana entrante. En la casa de Gump.

—Aprecio la invitación —dijo Nell—, pero no creo que su abuelo lo desee.

Robyn sacudió la cabeza, agitando su lustroso cabello.

—Oh no, creo que no lo entiende.

Nell alzó las cejas.

—Ha sido idea suya —explicó Robyn—. Dice que quiere contarle algo sobre la cabaña y sobre Eliza Makepeace.

Capítulo 34

Nueva York y Tregenna, Cornualles, 1907

SEÑORITA ROSE MOUNTRACHET,

CUNARD LINER, LUSITANIA

SEÑORITA ELIZA MOUNTRACHET,

MANSIÓN BLACKHURST,

CORNUALLES, INGLATERRA

9 DE SEPTIEMBRE DE 1907

Mi muy querida Eliza,

¡Ah! ¡Qué maravilla el
Lusitania
! Mientras te escribo esta carta, querida prima, estoy sentada en la cubierta superior, frente a una mesita en el café Veranda, contemplando el ancho Atlántico, mientras nuestro «hotel flotante» se dirige hacia Nueva York.

Hay una atmósfera de tremenda excitación en cubierta, todos rebosando confianza de que el
Lusitania
le arrebate la Cinta Azul
[2]
a Alemania. Al atracar en Liverpool, mientras la gran embarcación se movía lentamente en el muelle y comenzaba su viaje de bautismo, la multitud a bordo cantaba: «Los británicos nunca, nunca serán esclavos», y agitaban sus banderas, tantas y con tanta rapidez que incluso mientras nos alejábamos y la gente del puerto se convertía en pequeñas motas podía ver las banderas agitarse. Cuando los otros barcos nos despidieron haciendo sonar sus sirenas, confieso que se me erizó la piel y una sensación de orgullo me hinchó el corazón. ¡Qué alegría el verme envuelta en eventos tan importantes! Me pregunto si la historia nos recordará. Espero que así sea. Imaginar que uno puede hacer algo, tocar de alguna manera algún evento y de ese modo ¡trascender las fronteras de una vida humana!

Sé lo que estarás pensando respecto a la Cinta Azul, ¡que es una tonta carrera inventada por hombres estúpidos que intentan demostrar que su barco puede ir más rápido que otro que pertenece a hombres aún más estúpidos! Pero, querida Eliza, estar aquí, respirar el aire de excitación y conquista… bueno, sólo puedo decir que es vigorizante, me siento más viva que lo que me he sentido en años, y aunque sé que estarás poniendo los ojos en blanco, debes permitirme expresar mi más profundo deseo de que hagamos este viaje en tiempo récord y ganemos nuestro justo lugar.

Todo en el barco está dispuesto de modo tal que a veces es difícil recordar que uno está en alta mar. Mamá y yo estamos en una de las dos «suites reales» a bordo: dos dormitorios, una sala, un comedor, baño privado, lavatorio y despensa, todo hermosamente decorado; me recuerda un poco a las pinturas de Versalles del libro de la señora Tranton, el que llevó a la clase, aquel verano de hace ya tiempo.

Escuché a una dama bellamente vestida comentar que esto parece más un hotel que cualquier barco en el que antes hubiera viajado. No sé quién era la dama, pero estoy segura de que debe de ser Muy Importante, porque mamá sufrió un raro ataque de silencio cuando nos encontramos dentro de su órbita. No temas, no fue permanente, mamá no puede reprimirse mucho tiempo. Pronto recuperó el uso de su lengua y desde entonces ha estado recuperando el tiempo perdido. Nuestros compañeros de viaje son un verdadero muestrario del
quién es quién
de la sociedad londinense, según mamá, y por tanto deben ser «entretenidos». Estoy bajo estrictas órdenes de comportarme siempre del mejor modo; ¡por suerte tengo dos baúles llenos de armaduras con las que vestirme para la batalla! Por una vez, mamá y yo estamos de acuerdo, ¡aunque desde luego no tenemos los mismos gustos! Ella se empeña en destacar a un caballero al que considera un excelente partido y yo me siento con frecuencia decepcionada. Pero ya es suficiente, me temo que perderé la atención de mi querida prima si me detengo demasiado en semejantes asuntos.

De regreso pues al barco, he estado llevando a cabo varias exploraciones, que seguramente enorgullecerán a mi Eliza. Ayer por la mañana me las ingenié para escapar brevemente de mamá y pasé una encantadora hora en el jardín de la cubierta alta. Pensé en ti, querida mía, y en qué sorprendida estarías de ver que semejante vegetación puede cultivarse en un barco. Hay grandes maceteros a cada paso, llenos de verdes árboles y las flores más hermosas. Me sentí de lo más alegre sentada entre ellos (nadie mejor que yo conoce las propiedades curativas de un jardín) y me entregué a toda clase de ensoñaciones. (Creo que sabrás imaginar el camino que tomaron mis fantasías…).

¡Ah! Pero cómo desearía que te hubieras rendido y accedido a venir con nosotras, Eliza. Permíteme que haga un inciso para comentarlo, porque sencillamente no puedo entenderlo. Fuiste tú, después de todo, quien primero sugirió la idea de que algún día pudiéramos viajar a América, ser testigos directos de los rascacielos de Nueva York y de la gran Estatua de la Libertad. No se me ocurre qué te puede haber llevado a rechazar la oportunidad y tener que permanecer en Blackhurst con sólo Padre por compañía. Tú eres, como siempre, un misterio para mí, queridísima, pero ya sé que no debo discutir contigo cuando has decidido algo, mi querida y tozuda Eliza. Sólo diré que ya te estoy extrañando, y que me encuentro con frecuencia imaginando cuántas travesuras podríamos llevar a cabo si estuvieras aquí conmigo. (¡Qué estragos causaríamos en los pobres nervios de mamá!). Es extraño pensar que hubo un tiempo en el que no te conocía, me parece que siempre hemos sido un dúo y los años en Blackhurst antes de tu llegada no fueron nada sino un horrible periodo de espera.

Ah, mamá me llama. Parece que nos esperan una vez más en el salón comedor. (¡Las comidas, Eliza! ¡Tengo que pasearme por cubierta entre comidas a fin de poder simular por educación que como algo en el siguiente turno!). Mamá, sin duda, se las ha ingeniado para atrapar al conde de tal y cual, o al hijo de algún industrial acaudalado como compañero de mesa. El trabajo de una hija nunca termina y en eso ella tiene razón: jamás conoceré Mi Destino si sigo encerrada.

Me despido de ti, entonces, querida Eliza, y termino diciendo que aunque no estás conmigo en persona, ciertamente lo estás en espíritu. Sé que cuando pose por primera vez mi mirada en la famosa dama de la Libertad, erguida, vigilante sobre el puerto, será la voz de mi prima Eliza la que escucharé, proclamando: «Sólo mírala, y piensa en todo lo que ha visto».

Me despido, como siempre, tu querida prima,

Rose.

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