Read El jardín olvidado Online
Authors: Kate Morton
* * *
Si era honesta, Adeline debía echarse a sí misma la culpa. ¿No había estado ella, después de todo, presente junto a Rose en cada brillante evento de su visita a Nueva York? ¿No se había autodenominado carabina en el baile ofrecido por el señor y la señora Irving en su gran mansión de la Quinta Avenida? Peor aún, ¿no le había dado a Rose una señal de aliento cuando el encantador joven de oscuros cabellos y labios llenos se había acercado y requerido el placer de un baile?
—Su hija es una belleza —había dicho la señora de Frank Hastings, inclinándose para susurrar al oído de Adeline mientras la joven y elegante pareja se dirigía a la pista—. La más bonita de todas, esta noche.
Adeline se había acomodado —sí, orgullosa— en su asiento. (¿Fue ése el momento de su caída? ¿Había observado el Señor su presunción?) «Belleza igualada por la pureza de su corazón».
—Y Nathaniel Walker es también un hombre elegante.
Nathaniel Walker. Fue la primera vez que escuchó su nombre.
—Walker —repitió pensativa: el nombre tenía un deje sólido, seguramente había oído hablar de una familia llamada Walker que había hecho su fortuna con petróleo. Nuevos ricos, pero los tiempos estaban cambiando, ya no era vergonzoso el juntar un título con dinero—. ¿Quién es su gente?
¿Se había imaginado el disimulado regocijo que iluminó brevemente las blandas facciones de la señora Hastings?
—Ah, nadie de importancia. —Alzó una desnuda ceja—. Un artista, sabe, amigo, aunque suene absurdo, de uno de los jóvenes muchachos Irving.
La sonrisa de Adeline se marchitó en torno a la comisura de sus labios, pero pudo mantenerla. Todo no estaba perdido, la pintura era un hobby perfectamente noble, después de todo…
—Los rumores dicen —remató mortalmente la señora Hastings— ¡que el joven Irving lo conoció en la calle! Hijo de un par de inmigrantes. Polacos, para colmo. Walker puede ser como se llama a sí mismo, pero dudo que sea eso lo que está escrito en los papeles de emigración. ¡Oí decir que hace retratos para ganarse la vida!
—¿Retratos al óleo?
—Oh, nada de tanta importancia. Bosquejos en carboncillo, hasta donde tengo entendido. —Se mordió una mejilla, intentando tragarse el regocijo—. Todo un ascenso. Los padres son católicos, el padre trabajó en los muelles.
Adeline luchó contra el impulso de gritar mientras la señora Hastings se reclinaba en la silla dorada, el rostro tenso en sus extremos por una sonrisa despectiva.
—No hay nada malo en que una muchacha baile con un hombre apuesto, ¿no es verdad?
Una tersa sonrisa para disimular su pánico.
—Nada de malo —repitió Adeline.
Pero ¿cómo podía creer eso cuando su mente ya le había presentado el recuerdo de una joven muchacha de pie, en un acantilado en Cornualles, los ojos deslumbrados y el corazón abierto mientras miraba a un hombre apuesto que parecía prometer tanto? Ah, había mucho mal en que una joven dama se sintiera halagada por las breves atenciones de un hombre apuesto.
Pasó una semana, y eso es lo mejor que puede decirse del asunto. Noche tras noche, Adeline paseó a Rose frente a una audiencia de jóvenes elegibles. Ella esperó y deseó, ansiando ver una chispa de interés iluminar el rostro de su hija. Pero cada noche, decepción. Rose sólo tenía ojos para Nathaniel, y él, al parecer, para ella. Como alguien dominado por una peligrosa histeria, Rose estaba hermética e inalcanzable. Adeline tuvo que resistir el impulso de abofetear sus mejillas, mejillas que brillaban con más fervor al que una delicada joven tenía derecho.
Adeline también era perseguida por el rostro de Nathaniel Walker. En cada cena, baile o recital al que asistían, ella examinaba a los presentes, buscándolo. El miedo había creado una plantilla en su mente y todos los demás rostros se le borraban: sólo sus facciones eran claras. Comenzó a verlo incluso cuando él no estaba presente. Soñaba con muelles y embarcaciones y familias pobres. A veces los sueños tenían lugar en Yorkshire, y sus propios padres hacían el papel de la familia de Nathaniel. Ah, su pobre y sufrido cerebro; pensar que ella podía ser llevada a tal extremo…
Una noche, por fin, sucedió lo peor. Habían estado en una fiesta y en todo el viaje de regreso Rose estuvo en silencio. El tipo de silencio que presagia un anuncio del corazón, un esclarecimiento del panorama. Como alguien que estuviera guardando un secreto, manteniéndolo cerca de sí durante un tiempo antes de darlo a conocer para que hiciera el peor efecto.
El horripilante momento llegó cuando Rose se estaba cambiando para acostarse.
—Mamá —dijo, mientras se cepillaba los cabellos—, hay algo que deseo decirte. —Después, las palabras, las temidas palabras. Afecto… destino… para siempre…
—Eres joven —razonó ágilmente Adeline, interrumpiendo a Rose—. Es comprensible que confundas amistad con otro tipo de afecto.
—No es amistad solamente lo que siento, mamá.
Adeline notó que le ardía la piel.
—Sería un desastre. Él no tiene nada que aportar…
—Aporta su persona, y eso es todo lo que necesito.
Su insistencia, su irritante confianza en sí misma.
—Lo que evidencia tu ingenuidad, mi Rose, y tu juventud.
—Ya no soy tan niña como para no saber lo que pienso, mamá. Tengo dieciocho años. ¿Acaso no me trajiste a Nueva York para que encontrara Mi Destino?
La voz de Adeline era afilada.
—Ese hombre no es tu Destino.
—¿Cómo lo sabes?
—Soy tu madre. —¡Qué pobre argumento!—. Eres hermosa, de una familia importante, ¿y te conformarás con tan poco?
Rose suspiró suavemente, de una manera que parecía indicar el final de la conversación.
—Lo amo, mamá.
Adeline cerró los ojos. ¡Juventud! ¿Qué oportunidad tenían los argumentos más razonables contra el arrogante poder de esas dos palabras? Que su hija, su precioso tesoro, pudiera pronunciarlas tan fácilmente, ¡y en relación con semejante persona!
—Y él me ama, mamá, me lo ha dicho.
El corazón de Adeline se encogió de miedo. Su querida niña, cegada por locas ideas de amor. ¿Cómo decirle que los corazones de los hombres no se ganan con tanta facilidad? Y que si se ganan, rara vez se conservan…
—Ya verás —dijo Rose—. Viviré feliz, como en el relato de Eliza. Ella escribió sobre esto, casi como si supiera que sucedería.
¡Eliza! Adeline se sintió hervir. Incluso allí, a esa distancia, la muchacha continuaba siendo una amenaza. Su influencia se extendía más allá del océano, sus enfermizos susurros saboteaban el futuro de Rose, la incitaban a cometer el error más grande de su vida.
Adeline apretó con fuerza los labios. No había supervisado la recuperación de Rose de infinidad de dolencias y enfermedades para presenciar cómo se entregaba a un mal matrimonio.
—Debes romper. Él lo entenderá. Él debe saber que nunca sería admitido.
—Estamos comprometidos, mamá. Me ha pedido la mano y yo he aceptado.
—Rompe el compromiso.
—No lo haré.
Adeline se sintió arrinconada.
—Serás rechazada por la sociedad, no serás bienvenida en casa de tu padre.
—Entonces me quedaré aquí en donde
soy
bienvenida. En casa de Nathaniel.
¿Cómo había sucedido esto? Su Rose, diciendo tales cosas. Cosas que debería saber que romperían el corazón de su madre. Adeline sentía que la cabeza le daba vueltas, necesitaba recostarse.
—Lo siento, mamá —dijo Rose quedamente—, pero no cambiaré de parecer. No puedo. No me pidas que lo haga.
No hablaron durante días, excepto, claro, para intercambios sociales banales que sería impensable para ambas ignorar. Rose pensó que Adeline estaba enfurruñada, pero no era así. Estaba hundida en sus pensamientos. Adeline siempre había sido capaz de dirigir su pasión en dirección a la lógica.
La actual ecuación era imposible; por lo tanto, había que cambiar algún factor. Si no iba a ser la opinión de Rose, entonces tendría que ser el novio mismo. Debería convertirse en un hombre merecedor de la mano de su hija, el tipo de hombre de quien se habla con admiración y, sí, con envidia. Y Adeline tenía la sensación de saber exactamente cómo lograr dicho cambio.
En el corazón de cada hombre existe un agujero. Un oscuro abismo de necesidades, cuyo relleno es prioritario sobre todo lo demás. Adeline sospechaba que el agujero en Nathaniel Walker era el orgullo, el orgullo más peligroso de todos, el de un hombre pobre. Un deseo de probarse a sí mismo, de alzarse por encima de su condición y convertirse en un hombre mejor que su padre. Incluso sin la biografía suministrada tan alegremente por la señora Hastings, cuanto más veía Adeline a Nathaniel Walker, más se daba cuenta de que esto era cierto. Podía verlo en el modo en el que caminaba, el cuidado brillo de sus zapatos, la perspicacia de su sonrisa y el volumen de su risa. Eran los gestos de un hombre que viene desde lo más bajo y ha atisbado el brillante mundo que gira muy por encima del suyo. Un hombre cuyas galas cuelgan sobre el pellejo de un pobre hombre.
Adeline conocía muy bien esta debilidad, porque era la suya. También sabía qué es lo que debía hacer, exactamente. Tenía que asegurarse de que recibiera todas las ventajas; debía convertirse en su mayor defensora, promover su arte entre lo mejor de la sociedad, asegurarse de que su nombre se convirtiera en sinónimo del retrato de la élite. Con su sonoro apoyo, con su buen aspecto y encanto, por no mencionar a Rose como su esposa, él no podía dejar de impactar.
Y Adeline se aseguraría de que no olvidara nunca quién era responsable de su buena fortuna.
* * *
Eliza dejó caer la carta a su lado, sobre la cama. Rose estaba comprometida, se iba a casar. La noticia no debería haberle resultado tan sorprendente. Rose había hablado con frecuencia de sus sueños para el futuro, su deseo de tener esposo y familia, una gran casa y un carruaje propio. Y sin embargo, Eliza se sintió rara.
Abrió su nuevo cuaderno y pasó los dedos levemente sobre la primera página, manchada por gotas de lluvia. Trazó una línea con su lápiz, miró distraída cómo cambiaba de oscura a clara dependiendo de si la superficie estaba húmeda o seca. Comenzó una historia, anotando y tachando durante un tiempo antes de dejar el cuaderno a un lado.
Por fin, Eliza se reclinó contra la almohada. No había modo de negarlo, se sentía rara: algo en lo más hondo de su estómago, redondo y pesado, afilado y amargo. Se preguntó si se habría resfriado. ¿Tal vez era la lluvia? Mary le había advertido con frecuencia sobre quedarse fuera demasiado tiempo.
Volvió la cabeza para mirar a la pared, a la nada. Rose, su prima, a la que entretenía con sus historias, conspiradora dispuesta, iba a casarse. ¿Con quién compartiría Eliza su jardín oculto? ¿Sus historias? ¿Su vida? ¿Cómo es que un futuro imaginado con tanto detalle —años extendiéndose por delante, llenos de viajes, aventuras y escritura— podían acabar tan de repente, tan enfáticamente, en una quimera?
Su mirada se deslizó a un lado hasta descansar en el frío cristal del espejo. Eliza no miraba con frecuencia su imagen en el espejo y en el tiempo que había transcurrido desde que había visto su propio eco, algo había desaparecido. Se sentó y se acercó. Se examinó.
La idea le llegó completamente formada. Sabía qué es lo que había perdido. Ese reflejo pertenecía a un adulto. No había lugar en sus ángulos para que el rostro de Sammy se ocultara. Se había marchado.
Y ahora Rose también se marchaba. ¿Quién era este hombre que le había robado a su más querida amiga en menos de un parpadeo?
Eliza no podía haberse sentido tan enferma aunque hubiera tragado uno de los adornos navideños realizados por Mary, una de las naranjas decoradas con clavos de olor.
Envidia, así es como se llamaba ese bulto. Envidiaba al hombre que había sanado a Rose, que había hecho con tanta facilidad lo que Eliza había querido hacer, que había hecho que el afecto de su prima cambiara tan rápido y completamente.
Envidia
. Eliza susurró la aguda palabra y sintió sus venenosas espinas punzándole la boca.
Se apartó del espejo y cerró los ojos, se obligó a olvidar la carta y la horrible noticia. No quería ser envidiosa, albergar ese manojo espinoso. Porque Eliza sabía por los cuentos de hadas qué destino aguarda a las malvadas hermanas hechizadas por la envidia.
Hotel Blackhurst, Cornualles, 2005
El apartamento de Julia estaba en lo más alto de la casa, y se accedía a él por una increíblemente angosta escalera al final del pasillo del segundo piso. Cuando Cassandra dejó su cuarto, el sol ya había comenzado a fundirse con el horizonte, y el pasillo estaba casi por completo a oscuras. Golpeó la puerta y esperó, apretando el cuello de la botella de vino que había traído consigo. Una decisión de última hora mientras regresaba a su casa con Christian, atravesando la población.
La puerta se abrió y allí estaba Julia, envuelta en un brillante quimono rosado.
—Entra, entra —dijo, haciendo un gesto a Cassandra para que la siguiera mientras atravesaba el apartamento—. Estoy terminando de preparar nuestra cena. Espero que te guste la comida italiana.
—Me encanta —dijo Cassandra, apresurándose a seguirla.
Lo que en su día fue una serie de pequeños dormitorios albergando un ejército de sirvientas había sido desmantelado y reformado para crear un apartamento estilo
loft
. Ventanas de buhardilla recorrían ambos muros a los lados y seguramente tendrían una vista increíble de la propiedad durante el día.
Cassandra se detuvo a la entrada de la cocina. Todas las superficies estaban cubiertas de ollas y tazas, latas de tomate con la tapa colgando a un lado, brillantes cuencos de aceite de oliva y jugo de limón y otros misteriosos ingredientes. A falta de lugar donde dejarlo, extendió la mano con su ofrenda.
—Eres un encanto. —Julia descorchó la botella, luego tomó una gran copa del estante encima del banco, y escanció el vino desde una altura teatral. Se lamió una gota de shiraz que le cayó en un dedo—. Personalmente, no bebo nada que no sea ginebra —confesó guiñándole un ojo—. Te mantiene joven; es puro, sabes. —Le entregó la copa del pecaminoso líquido rojo a Cassandra y se dirigió a la cocina—. Ahora ve y ponte cómoda.
Le indicó un sillón en el centro del cuarto, y Cassandra se sentó. Ante ella había un arcón de madera, que hacía las veces de mesita de café, y en el centro, una pila de viejos cuadernos de recortes, cada uno con una gastada tapa de cuero.