El jardín olvidado (42 page)

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Authors: Kate Morton

BOOK: El jardín olvidado
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* * *

Eliza apretó los dedos en torno al paquete envuelto en papel de estraza. De pie junto a la puerta de la tienda de Tregenna, miró cómo una nube semejante a una manta gris se dirigía hacia el espejo que la reflejaba. La niebla en el horizonte le hablaba de tormentas en el mar, el aire del pueblo fluctuaba trayendo ansiosas motas de humedad. Eliza no había llevado consigo bolso, puesto que al salir de la casa no había pensado en ir hasta el pueblo. Fue en algún momento de la mañana cuando se le ocurrió la historia, que le exigió su redacción inmediata. Las cinco páginas que quedaban de su actual libreta habían sido de lo más inadecuadas, la necesidad de adquirir una nueva, urgente, era el motivo por el que se había embarcado en esta expedición de compras imprevista.

Eliza miró una vez más el cielo sombrío, y apresuró su paso a lo largo de la bahía. Cuando llegó al punto en donde la ruta se bifurcaba, ignoró el camino principal y se dirigió, en cambio, por el angosto sendero del acantilado. Nunca antes lo había seguido, pero Davies le había dicho una vez que era un atajo desde la casa hasta el pueblo, que lindaba con el borde del acantilado.

El camino era empinado y la hierba alta, pero Eliza avanzó con rapidez. Hizo una pausa sólo una vez para mirar hacia el aplanado mar, como de granito, sobre el que una bandada de pequeños barcos pesqueros blancos regresaba de su jornada. Eliza sonrió al verlos, como pequeñas golondrinas volviendo al nido, apresurándose después de un día de explorar los bordes del vasto mundo.

Un día ella cruzaría ese mar, hasta el otro extremo, así como su padre lo había hecho. Había tantos mundos esperando más allá del horizonte… África, India, Arabia, las Antípodas, y en lugares tan lejanos descubriría nuevas historias, cuentos mágicos de tiempos pasados.

Davies le había sugerido que escribiera sus propias historias, y Eliza así lo había hecho. Había completado doce libretas y todavía no se había detenido. De hecho, cuanto más escribía, más parecía crecer el volumen de sus historias, arremolinadas en su mente, empujando su cabeza, ansiosas por ver la luz. Ella no sabía si tenían mérito alguno, y en verdad no le importaba. Eran suyas, y escribirlas las hacía, de algún modo, reales. Los personajes que habían danzado en su mente se volvían más audaces en las páginas. Asumían nuevos manierismos que no había imaginado para ellos, decían cosas que no era consciente de haber pensado, se comportaban de forma imprevisible.

Sus historias tenían una pequeña pero receptiva audiencia. Cada noche, después de la cena, Eliza se acurrucaba en la cama al lado de Rose, tal como lo habían hecho de pequeñas, y allí daba comienzo a su más reciente cuento de hadas. Rose la escuchaba, con ojos enormes, inspirando y suspirando en los lugares precisos, riendo regocijada en los momentos especialmente grotescos.

Había sido Rose quien había insistido en que Eliza enviara uno de sus relatos a las oficinas londinenses de la revista
La hora de los niños
.

—¿No te gustaría verlas impresas? Entonces serán historias verdaderas, y tú, una verdadera escritora.

—Ya son historias verdaderas.

Rose la había mirado con cierta intención.

—Pero si se publican, entonces recibirás algo de dinero.

Dinero propio. Eso

le interesaba, y Rose lo sabía muy bien. Hasta ese momento, Eliza había sido completamente dependiente de su tía y su tío, pero últimamente se había estado preguntando cómo iba a costear sus viajes y aventuras que, sabía, le tenía preparado el futuro.

—Algo que ciertamente no ha de agradar a mamá —añadió Rose, entrelazando sus manos debajo del mentón, mordiéndose el labio para evitar sonreír—. ¡Una dama Mountrachet ganándose la vida!

La reacción de tía Adeline, como siempre, significaba poca cosa para Eliza, pero la idea de otras personas leyendo sus historias… Desde que de niña descubriera el libro de cuentos de hadas en el negocio de segunda mano de la señora Swindell, desde que había desaparecido dentro de sus borrosas hojas, comprendió el poder de las historias. Su mágica habilidad para sanar las heridas internas de la gente.

La llovizna se estaba transformando en lluvia, y Eliza comenzó a correr, abrazando la libreta contra su pecho mientras la hierba mojada rozaba sus humedecidas faldas. ¿Qué diría Rose cuando le contara que la revista de cuentos infantiles iba a publicar «La niña transformada», que le habían pedido que enviara más historias? Se sonrió mientras corría.

Faltaba una semana para que Rose regresara, y Eliza casi no podía esperar. ¡Cómo ansiaba ver a su prima! Rose había sido bastante remisa con su correspondencia —había recibido una carta escrita de camino a América, pero nada desde entonces—, y Eliza se encontraba impaciente por conocer novedades sobre la gran ciudad. Le hubiera encantado acompañarla a conocerla, pero la tía Adeline había sido clara.

—Arruina tu vida como te parezca —le dijo una noche cuando Rose se había retirado a dormir—. Pero no permitiré que arruines el futuro de mi Rose con tus modales incivilizados. Ella nunca encontrará Su Destino si no tiene oportunidad de brillar. —La tía Adeline se había erguido—. He reservado dos pasajes para Nueva York. Uno para Rose y otro para mí. Deseo evitar escenas desagradables, por lo que sería mejor si ella creyera que la decisión ha sido tuya.

—¿Por qué habría de mentir a Rose?

La tía Adeline respiró hondo, hundiendo sus mejillas.

—Para hacerla feliz, por supuesto. ¿No quieres verla feliz?

Un trueno retumbó entre los muros del acantilado cuando Eliza llegó a la cima. El cielo se estaba oscureciendo y la lluvia intensificando. En el claro había una cabaña. La misma pequeña cabaña, Eliza comprendió, que se alzaba al otro lado del jardín cercado que el tío Linus le había dejado cultivar. Se apresuró a buscar refugio bajo el pórtico de entrada, acurrucada contra la puerta, mientras caía la lluvia, más intensa y constante, sobre los aleros.

Habían pasado dos meses desde que Rose y la tía Adeline habían partido para Nueva York, y aunque ahora el tiempo se movía con lentitud, el primer mes había pasado veloz en medio de un torbellino de buen tiempo y espléndidas ideas para sus historias. Eliza había dividido cada día entre sus dos lugares favoritos de la finca: la roca negra en la ensenada, en la cual miles de años de mareas habían diseñado una plataforma lisa sobre la que sentarse, y el jardín oculto, su jardín, al final del laberinto. Qué delicia era tener un lugar propio, todo un jardín en el cual poder Ser. A veces a Eliza le gustaba sentarse en el banco de hierro, perfectamente quieta, a escuchar. El viento soplando, las hojas golpeando contra los muros, el murmullo del océano al respirar, y los pájaros cantando sus historias. A veces, si se sentaba quieta el tiempo suficiente, casi le parecía que podía escuchar a las flores suspirar su agradecimiento al sol.

Pero no hoy. El sol se había retirado y más allá del borde del acantilado el cielo y el mar se confundían en una gris agitación. La lluvia continuaba cayendo. Eliza suspiró. No tenía sentido intentar llegar al jardín y recorrer el laberinto, a menos que quisiera empaparse por completo ella y su nuevo cuaderno. ¡Si pudiera encontrar un árbol hueco en donde buscar refugio! La idea para una historia comenzó a temblar en los límites de la imaginación de Eliza; la atrapó, impidiendo que escapara, la sostuvo mientras le crecían brazos, piernas y un claro desenlace.

Buscó dentro de su vestido y tomó el lápiz que siempre llevaba consigo, en su corpiño. Apoyó el cuaderno contra su rodilla flexionada y comenzó a escribir.

El viento sopló con más fuerza allí, en el reino de las aves, y la lluvia había comenzado a arremolinarse en su escondrijo, manchando las páginas inmaculadas. Eliza se volvió de cara a la puerta, pero la lluvia seguía azotándola.

¡Esto no estaba bien! ¿En dónde escribiría cuando el mal tiempo se instalara para el resto de la temporada? La cala y el jardín no serían entonces un refugio. Estaba la casa de su tío, por supuesto, con sus cientos de habitaciones, pero a Eliza le resultaba difícil escribir sabiendo que siempre había alguien cerca. Uno podía creerse solo, para descubrir a una criada arrodillada junto a la chimenea, colocando la leña. O a su tío, sentado silencioso en un quieto y oscuro rincón.

Una ráfaga de lluvia intensa cayó a los pies de Eliza, empapando el pórtico. Cerró el cuaderno y golpeó impaciente su tacón contra el suelo de piedra. Necesitaba un refugio mejor que ése. Eliza miró la puerta roja a sus espaldas. ¿Cómo no la había observado antes? Emergiendo de la cerradura estaba el adornado remate de una gran llave de bronce. Sin dudarlo, Eliza la hizo girar hacia la izquierda. El mecanismo hizo un ruido. Ella apoyó la mano contra el picaporte, suave e increíblemente tibio, y lo hizo girar. Un clic, y la puerta se abrió, como por arte de magia.

Eliza cruzó el umbral adentrándose en un oscuro y seco vientre.

* * *

Debajo de su negro paraguas, Linus estaba sentado, esperando. No había visto ni asomo de Eliza en todo el día y su agitación se apoderaba de cada uno de sus gestos. Ella volvería, lo sabía, Davies le había dicho que tenía intención de visitar el jardín y sólo había un camino de regreso desde allí. Linus se permitió cerrar los ojos y dejar que su mente retrocediera a través de los años hasta la época en la que Georgiana desaparecía a diario en el jardín. Ella le había rogado una y otra vez que fuera con ella, para ver lo que había plantado, pero Linus siempre se negaba. Había esperado, sin embargo, por ella, se había mantenido vigilante hasta que su
poupée
reaparecía cada día entre los setos. A veces recordaba cuando se quedó atrapado en el laberinto tantos años atrás. Qué exquisita sensación era, esa curiosa mezcla de vieja vergüenza mezclada con el placer de ver aparecer a su hermana.

Abrió los ojos y respiró hondo. Al principio pensó que era presa de su fantasía, pero no, era Eliza, acercándose en su dirección, ensimismada. No lo había visto aún. Sus labios secos se movieron en torno a las palabras que deseaba pronunciar.

—Niña —la llamó.

Ella alzó la vista, sorprendida.

—Tío —saludó, sonriendo con lentitud. Extendió sus manos a los lados de su cuerpo; en una de ellas, un paquete marrón—. ¡Qué lluvia repentina!

Su falda estaba mojada, el borde transparente de su enagua pegándosele a las piernas. Linus no podía apartar la vista.

—Yo… yo tenía miedo que te hubiera pillado la lluvia.

—Y casi lo logra. Pero encontré refugio, en la cabaña, la pequeña cabaña al otro lado del laberinto.

Cabello mojado, ropas mojadas, tobillos mojados. Linus tragó saliva, enterró su bastón en la tierra húmeda y se puso de pie.

—¿Usa alguien la cabaña, tío? —Eliza se acercó—. Parece que nadie lo hace.

Su olor… lluvia, sal, tierra. Se apoyó en el bastón a punto de trastabillar. Ella se acercó para sostenerlo.

—El jardín, niña, cuéntame del jardín.

—Ah, tío, ¡cómo crece! Debe venir un día a sentarse entre las flores. Ver por sí mismo los arriates que he plantado.

Sus manos en su brazo se sentían tibias, firme la forma de sujetarlo. Daría los años que le quedaban de vida para detener el tiempo y permanecer para siempre en ese momento, él y su Georgiana.

—¡Lord Mountrachet! —Thomas se acercaba deprisa desde la casa—. Mi señor, debería haberme dicho que necesitaba ayuda.

Y entonces Eliza ya no fue quien lo sostuvo, Thomas estaba en su lugar. Y Linus sólo pudo observar cómo ella desaparecía por las escaleras en dirección hacia el hall de entrada, haciendo una pausa momentánea a la entrada para tomar el correo de la mañana, antes de ser devorada por la casa.

* * *

SEÑORITA ROSE MOUNTRACHET

CUNARD LINER, LUSITANIA

SEÑORITA ELIZA MOUNTRACHET

MANSIÓN BLACKHURST

CORNUALLES, INGLATERRA

7 DE NOVIEMBRE DE 1907

Mi muy querida Eliza,

¡Cuánto tiempo! Tanto ha sucedido desde que nos vimos por última vez que casi no puedo pensar por dónde comenzar. Primero, tengo que disculparme por la escasez de cartas en las últimas semanas. Nuestro último mes en Nueva York fue un torbellino
y
cuando me senté por primera vez para escribirte, cuando dejamos aquel gran puerto americano, fuimos víctimas de una tormenta tal que casi me creí de regreso en Cornualles.

Los truenos y ¡ah! ¡las ráfagas de viento! Estuve acostada en mi camarote dos días completos, y la pobre mamá estaba verde. Requirió atenciones frecuentes. ¡Qué cambio, mamá enferma y la enfermiza Rose su enfermera!

Después que la tormenta cediera por fin, la niebla continuó durante muchos días, flotando en torno al barco como un gran monstruo marino. Pensé en ti, querida Eliza, y en las historias que solías contarme cuando éramos niñas, sobre las sirenas y los barcos perdidos en alta mar.

Los cielos se han despejado ahora, a medida que nos acercamos a Inglaterra…

Pero espera. ¿Por qué te estoy dando un informe del tiempo cuando tengo tanto que contarte? Sé la respuesta: estoy dando vueltas en torno a mis verdaderas intenciones, dudando antes de dar voz a las verdaderas noticias, porque ¡oh! ¿por dónde comenzar…?

Recordarás, querida Eliza, en mi última carta, que mamá y yo conocimos a cierta Gente Importante. Una, lady Dudmore, resultó ser una persona en verdad de peso; más aún, parece que le caí bien, porque mamá y yo recibimos muchas cartas de presentación y tuvimos por ello acceso al círculo más exclusivo de la sociedad neoyorquina. Qué mariposas brillantes éramos, revoloteando de una fiesta a otra.

Pero me sigo dispersando porque ¡no tienes que saber sobre cada
soirée
, cada partida de bridge! Mi muy querida Eliza, sin más demora, contendré el aliento y lo escribiré directamente: ¡Estoy comprometida! ¡Comprometida para casarme! Y, querida Eliza, estoy tan exultante de gozo y alegría que apenas me atrevo a abrir la boca para hablar por temor de que tendré muy poco que contar excepto hablar a chorros de mi Amor. Y eso no voy a hacerlo, no aquí, no todavía. Me niego a empequeñecer estos delicados sentimientos a través de inadecuados esfuerzos por capturarlos en palabras. En cambio, esperaré hasta que volvamos a vernos, y entonces te contaré todo. Baste decirte, prima mía, que estoy flotando en una enorme y brillante nube de felicidad.

Nunca me he sentido mejor, y tengo que agradecértelo a ti, mi querida Eliza: ¡desde Cornualles has agitado tu varita mágica y me has otorgado mi más preciado deseo! Porque mi novio (¡qué excitación al escribir esas dos palabras! ¡Mi novio!) puede que no sea lo que imaginas. Aunque en la mayoría de las cosas es del más alto nivel —apuesto, inteligente y bueno—, en asuntos financieros ¡es un hombre bastante pobre! (Y ahora comenzarás a intuir por qué sospecho que tienes el don de la profecía). ¡Él es el candidato que inventaste para mí en «La niña transformada»! ¡Cómo supiste, queridísima, que giraría la cabeza al paso de alguien así!

Pobre mamá, está en un estado de relativa conmoción (aunque ahora ha mejorado bastante); de hecho, apenas me habló durante varios días después de que le informara de mi compromiso. Ella, por supuesto, tenía las esperanzas puestas en un partido mejor y no entiende que nada me importe, ni dinero ni títulos de nobleza. Ésos eran sus deseos para mí, y aunque confieso haberlos compartido alguna vez, ya no lo hago. ¿Cómo podría hacerlo cuando mi Príncipe ha llegado a buscarme y abrió la puerta de mi jaula dorada?

Ardo en deseos de verte nuevamente, Eliza, y compartir contigo mi alegría. Te he extrañado horrores y me cuesta pensar que apenas lleguemos a Inglaterra tendré que esperar otra semana antes de que estemos juntas. Enviaré esta carta tan pronto como arribemos a Liverpool: ¡ojalá pudiera acompañarla directamente a Blackhurst, en vez de languidecer en la terrible compañía de la familia de mamá!

Tuya, con amor, ahora y para siempre,

tu prima Rose.

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