Read El jardín olvidado Online
Authors: Kate Morton
—Entonces, ¿por qué rompió el compromiso?
—Ella no lo explicó, ni siquiera se lo dijo a él. Casi nos volvimos locas tratando de entenderlo —contestó Phyllis—. Todo lo que supimos fue que Nell no se hablaba con papá, y que tampoco se hablaba con Danny.
—Eso fue todo lo que supimos hasta que Phyll habló con June —añadió Dot.
—Casi cuarenta y cinco años después.
—¿Y qué dijo June? —preguntó Cassandra—. ¿Qué pasó en la fiesta?
Phyllis tomó un sorbo de té y enarcó las cejas en dirección a Cassandra.
—Papá le dijo a Nell que no era hija suya y de mamá.
—¿Era adoptada?
Las tías intercambiaron una mirada.
—No exactamente —dijo Phyllis.
—Más bien fue encontrada —precisó Dot.
—Recogida.
—Recibida.
Cassandra frunció el ceño.
—¿Encontrada dónde?
—En los muelles de Maryborough —dijo Dot—. A donde solían llegar las grandes embarcaciones europeas. Ahora ya no, claro, hay puertos mucho más grandes, y la mayor parte de la gente viaja en avión…
—Papá la encontró —interrumpió Phyllis—. Cuando ella era pequeña. Fue justo antes del comienzo de la Gran Guerra. La gente se iba de Europa en masa y nosotros estábamos más que felices de aceptarlos, aquí en Australia. Papá era el jefe del puerto en esa época, y su trabajo era controlar que quienes viajaban fueran quienes decían ser, y que llegaran a donde debían llegar. Algunos de ellos ni siquiera hablaban inglés.
»Por lo que yo entendí, una tarde hubo una suerte de conmoción. Un barco llegó a puerto desde Inglaterra tras un viaje de lo más agitado. Fiebres tifoideas, insolaciones, de todo, y cuando el barco llegó había equipaje de más, de personas fallecidas durante la travesía. Fue un gran dolor de cabeza. Papá se las ingenió para arreglarlo todo, por supuesto, siempre fue bueno para mantener el orden, pero se quedó más tiempo de lo habitual para asegurarse y le explicó al vigilante nocturno lo sucedido y por qué había equipaje extra en la oficina. Fue mientras estaba esperando cuando observó que quedaba alguien en el muelle. Una niña, de apenas cuatro años, sentada sobre su maleta.
—Y nadie en kilómetros a la redonda —añadió Dot sacudiendo la cabeza—. Estaba sola.
—Papá intentó averiguar quién era, claro, pero ella no se lo quiso decir. Dijo que no lo sabía, que no lo recordaba. Y no había nombre alguno identificando el equipaje, nada en su interior que fuera de ayuda, al menos que él se percatara. Ya era tarde, y estaba oscureciendo, y el tiempo había empeorado. Papá sabía que la niña debía de estar hambrienta, así que finalmente decidió que no podía hacer otra cosa más que llevársela a su casa. ¿Qué otra solución había? No iba a dejarla en los muelles, sola, bajo la lluvia toda la noche, ¿no?
Cassandra sacudió la cabeza, intentando conciliar a la agotada y solitaria pequeña de la historia de Phyllis con la Nell a quien conociera.
—Tal como me contó June, al día siguiente regresó esperando encontrarse con parientes frenéticos, policías, una investigación…
—Pero no hubo nada —dijo Dot—. Transcurrió un día tras otro y nada, nadie dijo nada.
—Era como si la niña
no
hubiera dejado rastro. Intentaron averiguar quién era, por supuesto, pero con tanta gente llegando a diario… Había mucho papeleo. Era muy sencillo que algo pasara inadvertido.
—O alguien.
Phyllis suspiró.
—Así que se quedaron con ella.
—¿Qué otra cosa podían hacer?
—Y dejaron que creyera que era su hija.
—Una de nosotras.
—Hasta que cumplió los veintiuno —dijo Phyllis—. Y papá decidió que debía saber la verdad. Que había sido encontrada sin nada que la identificara excepto el equipaje de una niña.
Cassandra permaneció sentada en silencio, intentando asimilar la información. Entrecruzó los dedos en torno a la caliente taza de té.
—Debió de sentirse muy sola.
—Sin duda —repuso Dot—. Todo ese trayecto sola. Semanas y semanas en una gran embarcación, para terminar en un muelle desierto.
—Y todo el tiempo después.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Dot frunciendo el ceño.
Cassandra apretó los labios. ¿Qué
había querido
decir? Le había venido a la mente como una ola. La certidumbre de la soledad de su abuela. Como si en ese momento hubiera entrevisto un aspecto importante de Nell que nunca antes hubiera conocido. O mejor dicho, como si hubiera comprendido de pronto un aspecto de Nell que conocía muy bien. Su aislamiento, su independencia, su aspereza.
—Debió de sentirse muy sola cuando supo que no era quien había creído ser.
—Sí —reconoció Phyllis, sorprendida—. Debo admitir que al principio no se me ocurrió. Cuando June me lo contó, no pude ver en qué cambiaba eso las cosas. No pude, ni aunque me fuera en ello la vida, entender por qué Nell había permitido que eso la afectara tanto. Mamá y papá la querían y nosotras, las pequeñas, la adorábamos como a una hermana mayor; no podía haber pedido una familia mejor. —Se reclinó contra el brazo del sofá, la cabeza apoyada en su mano, y se frotó la sien cansinamente—. A medida que pasó el tiempo, sin embargo, comencé a darme cuenta. Eso sucede, ¿no es cierto? Me he percatado de que las cosas que damos por supuestas son importantes. Ya sabes, la familia, el parentesco, el pasado… Ésas son las cosas que nos hacen ser quienes somos, y papá se las arrebató a Nell. No era su intención, pero lo hizo.
—Nell debió de sentirse aliviada de que finalmente lo supierais —dijo Cassandra—. De algún modo debió de resultarle más sencillo.
Phyllis y Dot intercambiaron miradas.
—¿No le dijisteis que lo habíais averiguado?
Phyllis frunció el ceño.
—Estuve a punto un par de veces, pero cuando llegó el momento no pude hallar las palabras, no pude hacerle eso a Nell. Había estado tanto tiempo ocultándolo, había reconstruido su vida entera en torno a ese secreto, trabajado tan duro en guardarlo para sí. Me pareció… no sé… algo cruel derribar esos muros. Como volver a arrebatárselo todo una segunda vez. —Sacudió la cabeza—. Pero tal vez todo eso sea absurdo. Nell podía ser feroz cuando quería, tal vez yo no tuve el coraje suficiente.
—No es algo que tenga que ver con tener o no tener coraje —precisó Dot con firmeza—. Todas acordamos que era lo mejor. Era lo que Nell quería.
—Supongo que tienes razón —dijo Phyllis—. No obstante, una se hace preguntas. No es que no hubiese oportunidades, por ejemplo, el día que Doug se llevó la maleta.
—Justo antes de morir, papá hizo que el esposo de Phyllis le llevara la pequeña maleta a Nell —explicó Dot—. Por supuesto, no dijo una palabra de lo que significaba, claro. Así era papá, tan negado como Nell para guardar secretos. La había ocultado todos esos años, ¿sabes? Con todo dentro, tal como la habían encontrado.
—Es gracioso —dijo Phyllis—. Tan pronto como vi la maleta ese día pensé en la historia de June. Sabía que debía de ser la que papá había encontrado junto a Nell en el muelle años atrás, y, sin embargo, todo ese tiempo estuvo en el trastero y jamás se me cruzó por la cabeza. No la vinculé a Nell y a sus orígenes. Si alguna vez pensé en ella, fue para preguntarme por qué mamá y papá habían tenido alguna vez un equipaje tan peculiar. De cuero blanco con hebillas de plata. Pequeñito, como de niña…
Y aunque Phyllis continuó describiendo la maleta, no hizo falta que se molestara, porque Cassandra sabía exactamente cómo era.
Más aún, conocía su contenido.
Brisbane, Australia, 1976
Cassandra supo adonde se dirigían tan pronto como su madre bajó la ventanilla y le dijo al empleado de la gasolinera: «Llénelo». El hombre le respondió algo que hizo reír a su madre puerilmente. Le guiñó un ojo a Cassandra antes de que su mirada se posara en las largas piernas bronceadas de su madre, que salían de sus shorts hechos de unos vaqueros cortados. Cassandra estaba habituada a que los hombres miraran a su madre y no le prestaba mayor atención. Por eso, se volvió a mirar por la ventanilla y a pensar en Nell, su abuela. Porque allí era a donde se dirigían. La única razón por la que su madre echaba más de cinco dólares de gasolina en el coche era para hacer el viaje de una hora por la autopista sureste hasta Brisbane.
Cassandra siempre se había sentido fascinada por Nell. Sólo la había visto cinco veces en su vida (hasta donde podía recordar) pero Nell no era el tipo de persona que uno olvida con facilidad. Para empezar, era la persona más vieja que había visto jamás. Y no sonreía como las demás personas, lo que la hacía parecer aún más imponente y aterradora. Lesley no hablaba mucho de ella, pero una vez, estando Cassandra en la cama, escuchó a su madre discutir con el novio anterior a Len y referirse a Nell como una bruja, y aunque para entonces había dejado de creer en la magia, la imagen no la abandonaría.
Nell
era
una bruja. Sus largos cabellos plateados enrollados en un moño en la nuca, la angosta casa de madera en la colina de Paddington, con los muros amarillo limón desconchados, el descuidado jardín y los gatos del vecindario siguiéndola a todas partes. Sin contar el modo en que te miraba fijamente, como si estuviera a punto de realizar un conjuro.
Avanzaron veloces por Logan Road, con las ventanas bajadas, Lesley cantando la melodía de la radio, la nueva canción de ABBA que estaba siempre entre las favoritas de los oyentes. Después de cruzar el río Brisbane atravesaron el centro de la ciudad y se dirigieron hacia Paddington, con sus tejados de metal corrugado en las laderas de las colinas. Luego, por Latrobe Terrace, descendiendo una empinada pendiente y a medio camino en una estrecha callejuela, estaba la casa de Nell.
Lesley detuvo el coche abruptamente y apagó el motor. Cassandra permaneció sentada por un momento, el sol entrando a través de las ventanillas sobre sus piernas, la piel de sus corvas pegada al asiento de vinilo. Bajó del automóvil cuando su madre lo hizo y permaneció de pie a su lado, mirando inconscientemente hacia arriba, hacia la alta casa desgastada por el tiempo.
Un estrecho y agrietado sendero de cemento ascendía por un lateral. Había una puerta principal, en lo más alto, pero alguien, algunos años antes, la había techado, de modo que la entrada parecía oscurecida, y Lesley dijo que nadie la usaba. A Nell le gustaba así, agregó: evitaba que la gente la visitara sin anunciarse, pensando que serían bienvenidos. Los canalones del tejado eran viejos y torcidos, y en el centro había un gran agujero oxidado que debía de soltar el agua a chorros cuando llovía. Hoy, sin embargo, no hay señales de lluvia, pensó Cassandra, mientras una cálida brisa hizo tintinear las campanillas.
—¡Brisbane es un apestoso agujero! —dijo Lesley, mirando por encima de la montura de sus grandes gafas color bronce y sacudiendo la cabeza—. Gracias a Dios que me marché.
Se escuchó un ruido en el extremo del sendero. Un gato flaco color caramelo clavó su mirada, de claro rechazo, en las recién llegadas. Oyeron el chirrido de las bisagras de una puerta y luego, pisadas. Una figura alta, de cabellos canos, apareció junto al gato. Cassandra respiró hondo. Nell. Era como estar cara a cara con un fantasma de su imaginación.
Se quedaron inmóviles, observándose mutuamente. Nadie habló. Cassandra tuvo la extraña sensación de ser testigo de un misterioso ritual de adultos que no acababa de entender. Se estaba preguntando por qué continuaban quietas, quién haría el siguiente movimiento, cuando Nell rompió el silencio.
—Pensé que habíamos acordado que en el futuro llamarías antes de venir.
—Qué alegría verte, mamá.
—Estoy en plena organización de cajas para una subasta. Tengo cosas por todas partes, no hay donde sentarse.
—Nos arreglaremos. —Lesley señaló en dirección a Cassandra—. Tu nieta tiene sed, hace un calor horroroso aquí fuera.
Cassandra se movió incómoda, mirando a su alrededor. Había algo extraño en el comportamiento de su madre, un nerviosismo al que no estaba acostumbrada y que no habría sabido definir. Escuchó cómo su abuela exhalaba el aire lentamente.
—Está bien —dijo Nell—, será mejor que paséis.
Nell no había exagerado respecto al desorden. El suelo estaba cubierto de periódicos arrugados, en grandes pilas que crujían. Sobre la mesa, como una isla en medio de un mar de papel impreso, había una innumerable cantidad de platos, copas y cristales. Fruslerías, pensó Cassandra, complacida de acordarse del vocablo.
—Pondré la tetera —dijo Lesley, avanzando en dirección opuesta hacia la cocina.
Nell y Cassandra quedaron a solas y entonces la anciana dirigió su mirada hacia ella del modo peculiar en que solía hacerlo.
—Estás más alta —comentó por fin—. Pero sigues siendo muy delgada.
Era verdad, los niños en la escuela siempre se lo estaban diciendo.
—Yo era delgada como tú —dijo Nell—. ¿Sabes cómo solía llamarme mi padre?
Cassandra se encogió de hombros.
—Piernas con suerte. Suerte que no se quebraran por la mitad. —Nell comenzó a sacar unas tazas para té colgadas en un viejo aparador—. ¿Té o café?
Cassandra negó con la cabeza, escandalizada. Aunque había cumplido diez años en mayo, todavía era una niña y no estaba acostumbrada a que los adultos le ofrecieran bebidas de adultos.
—No tengo zumo de frutas ni refrescos con burbujas —le advirtió Nell—, ni ninguna de esas cosas.
Recuperó el habla.
—Me gusta la leche.
Nell parpadeó.
—Está en la nevera. Siempre tengo mucha, para los gatos. La botella estará resbaladiza, así que no la dejes caer al suelo.
Cuando se sirvió el té, Lesley le dijo que se fuera a jugar. El día era demasiado brillante y soleado para que una niña estuviera encerrada dentro. La abuela Nell le dio permiso para hacerlo debajo de la casa a condición de que no desordenara nada y de que no entrara bajo ningún concepto en al apartamento del piso inferior.
* * *
Era uno de esos días de calor insoportable de las antípodas en donde el tiempo parece eternizarse sin interrupción. Los ventiladores servían de muy poco, salvo para remover el aire caliente, las cigarras amenazaban con ensordecer a todos, respirar era un esfuerzo, y lo único que se podía hacer era tumbarse de espaldas y esperar a que enero y febrero pasaran, y llegaran las tormentas de marzo y luego, por fin, las primeras ráfagas de abril.