Read El jardín olvidado Online
Authors: Kate Morton
Con la pipa llena, y sin excusas para seguir ahí, Hugh se retiró. Buscaría un sitio para acomodarse en el extremo más tranquilo de la terraza delantera, un lugar oscuro en donde poder sentarse en paz, o tan cerca de la paz como fuera posible en una casa desbordante de hijas ruidosas, cada una más excitable que la anterior. Sólo él y su matamoscas en el alféizar de la ventana, en caso de que los mosquitos se acercaran demasiado. Y después seguiría sus pensamientos, los cuales volvían invariablemente hacia el secreto que había guardado todos estos años.
Pero el momento ya le había atrapado, podía sentirlo. La presión, largamente mantenida a raya, había comenzado, desde hacía poco, a aumentar. Ella tenía casi veintiún años, una mujer adulta lista para comenzar su propia vida, comprometida para casarse, nada menos, que tenía derecho a conocer la verdad.
Sabía lo que Lil diría al respecto, motivo por el cual no se lo había contado. Lo último que quería es que Lil se preocupara, que pasara sus últimos días intentando convencerlo de que desistiera, como había hecho con frecuencia en el pasado.
A veces, mientras pensaba en las palabras que elegiría para hacer su confesión, Hugh se descubría deseando que fuera alguna de las otras niñas. Se maldijo entonces al reconocer que tenía una favorita, aunque fuera sólo para sí.
Pero Nellie siempre había sido especial, muy distinta de las otras. Entusiasta e imaginativa. Más como Lil, pensaba con frecuencia, aunque, por supuesto, eso no tenía sentido.
* * *
Colgaron cintas a lo largo de las vigas, blancas para hacer juego con el vestido y rojas para hacer juego con su cabello. Puede que la antigua sala recubierta de madera no tuviera el brillo y el lustre de los nuevos edificios de ladrillo de la ciudad, pero lucía bien. Al fondo, cerca del escenario, las cuatro hermanas menores de Nell habían preparado una mesa con los regalos de cumpleaños y una pila considerable había comenzado a tomar forma. Algunas de las mujeres de la iglesia se habían reunido para preparar la cena, y Ethel Mortimer estaba aporreando el piano con bailes románticos de la época de la guerra.
Los jóvenes, hombres y mujeres, se agruparon, al principio en excitados grupos junto a las paredes, pero a medida que la música y los muchachos más audaces se animaron, comenzaron a dividirse en parejas y a ocupar la pista. Las hermanitas miraban con envidia, hasta que fueron convocadas para transportar las bandejas con sándwiches desde la cocina hasta la mesa preparada para la cena.
Cuando llegó el momento de los discursos, las mejillas estaban brillantes y los zapatos rozados por el baile. Marcie McDonald, la esposa del pastor, golpeó en su copa y todos se volvieron a Hugh, quien estaba desplegando una pequeña hoja que había sacado del bolsillo del pecho. Se aclaró la garganta y se pasó una mano por su peinado cabello. Hablar en público nunca había sido su fuerte. Era la clase de hombre que se guardaba sus opiniones para sí, y dejaba que los hombres más locuaces se encargaran de los discursos. Sin embargo, que una hija se hiciera adulta sucedía sólo una vez y era su deber anunciarlo. Siempre había cumplido con sus obligaciones, siguiendo todas las reglas. Al menos en su mayor parte.
Sonrió cuando uno de sus compañeros del muelle lo interrumpió con un grito, y entonces, sosteniendo en su mano el papel, respiró hondo. Uno tras otro, leyó los puntos de la lista, escritos en diminuta caligrafía negra: lo orgullosos que habían estado siempre él y su madre de Nell; la bendición que habían recibido con su llegada, lo orgullosos que estaban de Danny. Lil se había sentido especialmente feliz, dijo, de saber del compromiso antes de morir.
Ante la mención de la reciente muerte de su esposa, los ojos de Hugh comenzaron a escocerle y guardó silencio. Hizo una pausa momentánea y dejó que su mirada recorriera los rostros de sus amigos y de sus hijas, posándola un instante en Nell, quien sonreía mientras Danny susurraba algo en su oído. Una nube pareció cruzarle el ceño, y los presentes se preguntaron si no iría a anunciar algo de importancia, pero el momento pasó. Su expresión se relajó y guardó la hoja de papel en el bolsillo. Ya era hora de que hubiera otro hombre en la familia, dijo con una sonrisa, para igualar un poco la situación.
Las damas de la cocina entraron entonces en acción, distribuyendo tazas de té entre los presentes, pero Hugh permaneció inmóvil, dejando que la gente pasara a su lado, aceptando las palmadas sobre su hombro, los comentarios de «Bien hecho, amigo», la taza de té con su platillo que alguien le pasaba. El discurso había salido bien, y sin embargo no lograba relajarse. Su corazón se había acelerado y, aunque no hacía calor, estaba sudando.
Claro que sabía el motivo. Las obligaciones de la noche no habían concluido. Cuando observó que Nell salía, sola, por una puerta lateral, a un pequeño patio, aprovechó la oportunidad. Se aclaró la garganta, dejó la taza de té en un hueco libre sobre la mesa de regalos, y luego salió del cálido murmullo de la sala en dirección al aire fresco de la noche.
Nell estaba de pie junto al tronco gris verdoso de un solitario eucalipto. Una vez, pensó Hugh, toda la ladera estuvo cubierta de ellos, así como los barrancos a cada lado. Debió de ser todo un espectáculo la multitud de troncos fantasmales en las noches de luna llena.
En fin. Estaba aplazando las cosas. Incluso ahora trataba de escapar a su responsabilidad, estaba siendo débil.
Un par de murciélagos negros cruzaron silenciosos el cielo nocturno. Descendió por los destartalados escalones de madera, y cruzó el césped húmedo de rocío.
Ella debió de oírle llegar —tal vez lo presintió— porque se volvió y sonrió al acercársele.
—Estaba pensando en mamá —le dijo, cuando llegó a su lado—, preguntándome desde cuál estrella estará mirándonos.
Hugh estuvo a punto de echarse a llorar al escucharla. Maldijo que mencionara a Lil en ese momento, que le hiciera notar que ella estaba observando, seguramente furiosa con él por lo que estaba a punto de hacer. Podía escuchar la voz de Lil, los viejos argumentos…
Pero era su decisión y la había tomado. Era él, después de todo, quien había comenzado todo el asunto. Aunque hubiera sido sin intención, fue él quien había dado el paso que los había puesto en ese camino y era él quien debía rectificarlo. Los secretos tenían un modo de darse a conocer, y era mejor, sin duda, que ella conociera la verdad de su boca.
Tomó las manos de Nell entre las suyas y besó el dorso de cada una. Las apretó con fuerza, sus delicados dedos contra sus palmas rugosas.
Su hija. Su primogénita.
Ella le sonrió, radiante en su delicado vestido de encaje.
Él respondió con una sonrisa.
Después la invitó a sentarse en un tronco caído de un ficus, liso y blanco, y se inclinó para susurrar algo en su oído. Transfirió el secreto que él y su esposa habían guardado durante diecisiete años. Esperó a ver una chispa de reconocimiento, un diminuto cambio de expresión mientras ella asimilaba lo que le estaba diciendo. Observó cómo los cimientos de su mundo se resquebrajaban, y la persona que había sido desaparecía en un instante.
Brisbane, Australia, 2005
Cassandra llevaba días sin salir del hospital, aunque el doctor tenía pocas esperanzas de que su abuela recuperara el conocimiento. Era muy improbable, dijo, a su edad, y con semejante cantidad de morfina en su organismo.
La enfermera de noche había regresado, por lo que imaginó que había anochecido, aunque no pudiera precisar qué hora sería. Allí era difícil saberlo: las luces de la sala de espera estaban siempre encendidas, podía escucharse una televisión a todas horas —pero nunca verse—, y los carritos recorrían los pasillos de arriba abajo, sin importar la hora. Toda una ironía que un lugar que dependía tanto de la rutina operara tan decididamente fuera de los horarios habituales.
Sin embargo, Cassandra esperó. Mirando, consolando, mientras Nell se ahogaba en un mar de recuerdos, volvía a emerger en busca de aire una y otra vez, y regresaba a épocas de su vida cada vez más tempranas. No podía soportar pensar que su abuela venciera las posibilidades en su contra y regresara al presente tan sólo para encontrarse flotando en las postrimerías de la vida, sola.
La enfermera reemplazó la bolsa de suero vacía por una nueva, giró un interruptor en la máquina situada detrás de la cama y luego se concentró en arreglar las sábanas.
—No ha bebido nada —indicó Cassandra, su voz sonándole extraña incluso a sí misma—. En todo el día.
La enfermera alzó la vista, sorprendida de que alguien le hablara. Miró por encima de las gafas hacia la silla en donde estaba sentada Cassandra, con una manta azul verdosa, de hospital, sobre el regazo.
—Me ha asustado —dijo—. Lleva aquí todo el día, ¿verdad? Probablemente sea lo mejor, ya no falta mucho.
Cassandra ignoró el comentario.
—¿No deberíamos darle algo de beber? Debe de estar sedienta.
La enfermera dobló las sábanas y las acomodó eficientemente debajo de los delgados brazos de Nell.
—Estará bien. El goteo se encarga de todo eso. —Comprobó algo en la tablilla de Nell, hablando sin alzar la vista—. Hay un sitio para preparar té al final del pasillo por si lo necesita.
La enfermera se marchó y Cassandra vio que los ojos de Nell estaban abiertos, mirando fijamente.
—¿Quién eres? —se escuchó la frágil voz.
—Soy yo, Cassandra.
Confusión.
—¿Te conozco?
Los doctores se lo habían anticipado, pero sin embargo sintió una punzada.
—Sí, Nell.
Nell la miró, con sus ojos color gris acuoso. Parpadeó confundida.
—No puedo recordar…
—Shhh… está bien.
—¿Quién soy?
—Tu nombre es Nell Andrews —explicó Cassandra, cogiéndole la mano—. Tienes noventa y cinco años. Vives en una antigua casa en Paddington.
Los labios de Nell temblaron; se estaba concentrando, intentando dar sentido a las palabras.
Cassandra tomó un pañuelo de papel de la mesilla y se acercó para secar delicadamente el hilo de saliva del mentón de Nell.
—Tienes un stand en el centro de antigüedades en Latrobe Terrace —continuó en voz baja—. Tú y yo lo compartimos, vendemos cosas viejas.
—Te conozco —dijo Nell débilmente—. Eres la niña de Lesley.
Cassandra parpadeó, sorprendida. Rara vez hablaban de su madre, al menos no durante los años de pubertad de Cassandra y tampoco en los diez años desde su regreso, cuando vivía en el piso debajo de la casa de Nell. Era un acuerdo tácito entre ambas no volver a un pasado que, por diferentes razones, preferían olvidar.
Nell se sorprendió. Sus ojos asustados examinaron el rostro de Cassandra.
—¿Dónde está el niño? Espero que no esté aquí, ¿está aquí? No quiero que toque mis cosas. Que las estropee.
Cassandra sintió que se mareaba.
—Mis cosas son preciosas. No dejes que se acerque.
Las palabras se agolparon en su garganta al intentar decirlas.
—No… no, no le dejaré. No te preocupes, Nell. Él no está aquí.
* * *
Más tarde, cuando su abuela volvió a perder el conocimiento, Cassandra pensó en la cruel habilidad de la mente para remover retazos del pasado. ¿Por qué, cuando estaba al final de su vida, la mente de su abuela resonaba con las voces de gentes desaparecidas tiempo atrás? ¿Era siempre así? Los que tienen billete para el silencioso barco de la muerte ¿miran siempre al muelle en busca de los rostros de los que ya han partido?
Cassandra debió de quedarse dormida entonces, porque lo siguiente que supo fue que el ritmo del hospital había vuelto a cambiar. Se habían adentrado aún más en el túnel de la noche. Las luces de los pasillos se habían atenuado y los sonidos del sueño flotaban a su alrededor. Estaba acurrucada en el sillón, el cuello rígido y el tobillo helado al haberse salido de la delgada manta. Intuía que era tarde, y estaba cansada. ¿Qué la había despertado?
Nell. Su respiración era agitada. Estaba despierta. Cassandra se movió con rapidez y llegó junto al lecho, acomodándose a un lado. En la penumbra, los ojos de Nell parecían vidriosos, pálidos y manchados como agua sucia de pintura. Su voz, un delgado hilo, casi quebrada. Al principio no pudo oírla, pensó que eran sólo sus labios que se movían en torno a palabras perdidas pronunciadas tiempo atrás. Después se dio cuenta de que Nell estaba hablando.
—La dama —estaba diciendo—. La dama dijo que esperara…
Cassandra acarició la febril frente de Nell, apartando los delicados mechones de cabellos que alguna vez brillaron como la plata. Otra vez la dama. «A ella no le importará —dijo—. A la dama no le importará si te vas».
Nell apretó los labios, y luego tembló.
—Se supone que no debo moverme. Dijo que esperara aquí, en el barco. —Su voz era un susurro—. La dama… la Autora… No se lo digas a nadie.
—Shhh —dijo Cassandra—. No se lo diré a nadie. Nell, no se lo diré a la dama. Puedes irte.
—Ella dijo que vendría por mí, pero me moví. No me quedé donde me dijeron.
La respiración de su abuela era ahora agitada, se estaba dejando llevar por el pánico.
—Por favor, no te preocupes, Nell, por favor. Todo está bien, te lo prometo.
La cabeza de Nell cayó hacia un lado.
—No puedo ir… no, se suponía que yo… la dama…
Cassandra apretó el botón para pedir ayuda, pero no se encendió luz alguna sobre la cama. Vaciló, esperando oír los pasos apresurados en el pasillo. Los párpados de Nell se agitaban, se estaba yendo.
—Traeré una enfermera…
—¡No! —Nell extendió ciegamente una mano, intentando agarrar a Cassandra—. ¡No me dejes! —Estaba llorando. Lágrimas silenciosas humedecían y brillaban sobre la pálida piel.
Los ojos de Cassandra se llenaron de lágrimas.
—Está bien, abuela. Voy a buscar ayuda. Vuelvo enseguida, te lo prometo.
Brisbane, Australia, 2005
La casa parecía saber que su dueña se había marchado, y si bien no lamentaba exactamente su pérdida, se había refugiado en un obstinado silencio. Nell nunca había sido una persona a quien le gustaran las fiestas (y hasta los ratones de cocina eran más ruidosos que su nieta), por lo que la casa se había acostumbrado a una tranquila existencia sin agitaciones ni ruidos. Por eso fue un rudo golpe, cuando la gente llegó sin aviso ni advertencia, y comenzó a revolver la casa y el jardín, derramando té y dejando caer migajas. Agazapada en la ladera de la colina detrás del enorme centro de antigüedades, la casa soportó con estoicismo esta última indignidad.