Read El jardín olvidado Online
Authors: Kate Morton
En ese momento, su abuela sonrió, sólo que no fue una sonrisa feliz. Cassandra pensó que sabía lo que significaba sonreír de esa manera. Lo hacía con frecuencia cada vez que su madre le prometía algo que ella deseaba con todas sus fuerzas, aun sabiendo que tal vez no lo cumpliría.
Lesley dejó caer un beso en su mejilla, le cogió la mano, se la apretó y, cuando quiso darse cuenta, se había marchado. Antes de que Cassandra pudiera abrazarla, decirle que condujera con cuidado, preguntarle cuándo, exactamente, estaría de vuelta.
* * *
Más tarde, Nell preparó la cena —gruesas salchichas de cerdo, puré de patatas y guisantes de lata— y comieron en la angosta sala junto a la cocina. La casa de Nell no tenía mosquiteros en las ventanas como el apartamento de Len en Burleigh Beach; en cambio, tenía un matamoscas de plástico en la repisa de la ventana a su lado. Cuando las moscas o los mosquitos amenazaban, ella golpeaba con rapidez. Lo hacía con tanta rapidez y naturalidad que la gata, dormida en el regazo de Nell, apenas si parpadeaba.
El achaparrado ventilador colocado sobre la nevera agitaba el aire espeso y húmedo de un lado a otro mientras cenaban; Cassandra respondió a las ocasionales preguntas de su abuela tan educadamente como pudo, y finalmente el examen de la cena concluyó. Ayudó a secar los platos y después Nell la llevó al baño y comenzó a llenar la bañera con agua tibia.
—Lo único peor que un baño frío en invierno —observó Nell descuidadamente— es un baño caliente en verano. —Tomó una toalla marrón del armario y la dejó sobre la cisterna del retrete—. Puedes cerrar el grifo cuando el agua llegue a esta línea. —Señaló una grieta en la porcelana verde, luego se puso de pie, alisando su vestido—. ¿Estarás bien?
Cassandra asintió y sonrió. Esperaba haber respondido correctamente, los adultos a veces eran tramposos. Sabía que, por lo general, no les gustaba que los niños dieran a conocer sus sentimientos, al menos no los oscuros. Len solía recordarle con frecuencia que los niños buenos sonreían y aprendían a mantener sus pensamientos más negros para sí. Nell era, empero, diferente; Cassandra no estaba segura de cómo lo sabía, pero presentía que las reglas de Nell eran distintas. De todas formas, lo mejor era jugar sobre seguro.
Ése fue el motivo por el que no había mencionado el cepillo de dientes o, más bien, la falta de cepillo de dientes. Lesley siempre se olvidaba de esas cosas cuando pasaban un tiempo lejos del hogar, pero Cassandra sabía que una o dos semanas sin él no acabarían con ella. Se recogió el pelo y lo ató sobre su cabeza con una goma. En casa usaba un gorro de ducha, pero no estaba segura de si Nell tendría uno, y no quiso preguntar. Se metió en la bañera y se sentó en el agua tibia, abrazando sus rodillas contra sí y cerrando los ojos. Escuchó cómo el agua lamía los bordes de la bañera, el zumbido de la lamparilla, un mosquito en algún lugar del cuarto.
Se quedó así por un tiempo, y sólo salió cuando se dio cuenta de que, si seguía retrasándolo, Nell podría volver a buscarla. Se secó, colgó la toalla cuidadosamente, alineando los bordes, y luego se puso el pijama.
Encontró a Nell en la solana, poniendo sábanas y una manta en un diván.
—No suele utilizarse para dormir —indicó Nell, acomodando una almohada en su sitio—. El colchón no es gran cosa, y los muelles están un poco duros, pero tú eres menudita. Estarás lo suficientemente cómoda.
Cassandra asintió gravemente.
—No será por mucho tiempo. Sólo una o dos semanas, mientras tu madre y Len arreglan sus cosas.
Nell sonrió con amargura. Echó un vistazo al cuarto y luego a Cassandra.
—¿Necesitas alguna otra cosa? ¿Un vaso con agua? ¿Una lámpara?
Cassandra se preguntó vagamente si Nell tendría un cepillo de dientes de más, pero no pudo articular las palabras necesarias para preguntarle. Negó con la cabeza.
—Adentro entonces —dijo Nell, apartando el embozo.
Cassandra se deslizó obediente en la cama y Nell la cubrió con las sábanas. Eran sorprendentemente suaves, gastadas por el uso de un modo agradable, con un aroma poco familiar pero limpio.
Nell vaciló.
—Bueno… buenas noches.
—Buenas noches.
Después apagó la luz y Cassandra se quedó sola.
* * *
En la oscuridad, los ruidos extraños parecían acrecentarse. El tráfico en una colina distante, un aparato de televisión en la casa de uno de los vecinos, los pasos de Nell en otra habitación. Del otro lado de la ventana las campanillas tintineaban, y Cassandra se dio cuenta de que el aire estaba cargado del aroma de los eucaliptos y el olor del asfalto. Se acercaba una tormenta.
Se acurrucó bajo las mantas. No le gustaban las tormentas, eran impredecibles. Con suerte, ésta pasaría de largo sin tener tiempo de descargar toda su fuerza. Hizo un pequeño trato consigo misma: si podía contar hasta diez antes de que el siguiente automóvil resonara en la cercana colina, todo estaría bien. La tormenta pasaría con rapidez y su madre volvería a buscarla antes de una semana.
Uno. Dos. Tres… No hizo trampa, no se apresuró… Cuatro. Cinco… Nada hasta el momento, falta sólo la mitad… Seis. Siete… Respiraba agitada, no había pasado aún automóvil alguno, casi a salvo… Ocho.
De pronto, se sentó. Recordó que su bolsa tenía bolsillos interiores. Su madre no se había olvidado, sólo había guardado el cepillo de dientes en uno de ellos, para mayor seguridad.
Cassandra saltó de la cama justo cuando una fuerte ráfaga hizo chocar las campanillas contra la ventana. Avanzó a tientas por el cuarto con los pies desnudos, fríos por la corriente de aire que se filtraba entre las tablas del suelo.
El cielo gruñía ominoso sobre la casa para luego iluminarse de modo espectacular. Infundía peligro, lo que le recordó la tormenta del cuento de hadas que había leído esa tarde, la furiosa tormenta que había seguido a la princesita hasta la cabaña de la vieja.
Cassandra se arrodilló en el suelo, buscando en un bolsillo tras otro, deseando que sus dedos apresaran la forma familiar del cepillo de dientes.
Gruesas gotas de lluvia comenzaron a caer con fuerza sobre el techo de metal corrugado. Al principio en forma esporádica, luego más seguidas, hasta que Cassandra no pudo percibir intervalo alguno entre ellas.
Ya puestos, no perdía nada por revisar la parte central de la bolsa: el cepillo de dientes era pequeño, tal vez estuviera tan al fondo que le había pasado desapercibido. Metió sus manos hasta el fondo y sacó todo lo que había. El cepillo no estaba allí.
Cassandra se tapó los oídos mientras otro trueno sacudía la casa. Se puso de pie y cruzó los brazos contra su pecho, vagamente consciente de su propia delgadez, de su inconsistencia, mientras se refugiaba apresuradamente bajo las sábanas.
La lluvia caía sobre los aleros, corría por las ventanas en arroyuelos, desbordaba los canalones que habían sido tomados por sorpresa.
Debajo de las sábanas, Cassandra yacía inmóvil, abrazando su cuerpo. A pesar del húmedo aire tibio, sentía escalofríos en los brazos. Sabía que debía procurar dormir, que si no lo hacía por la mañana estaría cansada, y que a nadie le gusta pasar el tiempo junto a alguien gruñón.
Pero, por más que lo intentaba, el sueño no llegaba. Contó ovejas, cantó en silencio canciones sobre submarinos amarillos, naranjas y limones, jardines bajo el mar, se contó a sí misma cuentos de hadas. Pero la noche amenazaba con prolongarse indefinidamente.
Bajo la luz de los relámpagos, la lluvia que caía y los truenos que rasgaban el cielo, Cassandra comenzó a llorar. Las lágrimas que habían aguantado durante largo tiempo fueron por fin liberadas bajo el oscuro velo de la lluvia.
¿Cuánto tiempo transcurrió antes de que se percatara de la oscura silueta de pie junto a la puerta? ¿Un minuto? ¿Diez?
Ahogó un sollozo en la garganta, reteniéndolo a pesar de que le quemaba.
Un susurro, la voz de Nell.
—Vine a asegurarme de que la ventana estuviera cerrada.
Contuvo el aliento y se secó los ojos con la punta de la sábana.
Nell se había acercado; Cassandra podía sentir la extraña electricidad que se genera cuando otra persona permanece cerca pero sin tocarse.
—¿Qué sucede?
La garganta de Cassandra, todavía entumecida, rehusaba dejar que las palabras se abrieran paso.
—¿Es la tormenta? ¿Tienes miedo?
Cassandra negó con la cabeza.
Nell se sentó muy tiesa al borde de la cama, ajustando su bata en torno a la cintura. Otro relámpago. Cassandra pudo ver el rostro de su abuela, reconoció los ojos de su madre con sus bordes ligeramente hacia abajo.
El sollozo finalmente se desprendió.
—Mi cepillo de dientes —dijo entre lágrimas—. No tengo mi cepillo de dientes.
Nell la miró por un momento, confundida, y luego tomó a Cassandra en brazos. La pequeña se resistió al principio, sorprendida por lo repentino, lo inesperado del gesto, pero luego se rindió a él. Se dejó caer, la cabeza contra el blando cuerpo perfumado de lavanda, sacudiendo los hombros mientras las tibias lágrimas caían sobre el camisón de su abuela.
—Bueno, bueno —susurró Nell, acariciando los cabellos de Cassandra—. No te preocupes. Te buscaremos otro. —Volvió la cabeza para mirar la lluvia deslizarse contra la ventana y apoyó la mejilla sobre la cabeza de Cassandra—. Eres una superviviente, ¿me oyes? Vas a estar bien. Todo va a salir bien.
Y aunque Cassandra no podía creer que las cosas alguna vez estarían bien, se sintió reconfortada por las palabras de Nell. Algo en la voz de su abuela le hizo intuir que la entendía, que sabía lo aterrador que era pasar una noche de tormenta, sola, en un lugar desconocido.
Maryborough, Australia, 1913
Aunque regresó tarde del puerto, la sopa todavía estaba caliente. Así era Lil, bendita ella, no era de esas mujeres que sirven la sopa fría a su marido. Hugh apuró hasta la última cucharada y se reclinó contra la silla, frotándose el cuello. Fuera, los truenos lejanos cruzaban el río en dirección al pueblo. Una corriente invisible hizo temblar la llama del candil, invitando a las sombras del cuarto a salir de sus escondrijos. Dejó que su mirada cansada las siguiera por la mesa, por la base de las paredes, hasta la puerta de entrada. La oscuridad danzaba sobre el cuero de la brillante maleta blanca.
Maletas perdidas había encontrado muchas, muchas veces. Pero ¿una niña? ¿Cómo demonios habría acabado una niña sentada en su muelle y, para colmo, sola? Era una cosita preciosa, hasta donde podía apreciarse. Hermosa, de cabellos rubio-rojizos como oro trenzado y ojos de un azul profundo. Miraba de un modo que dejaba entrever que estaba escuchando, que entendía todo lo que se le decía, y también lo que te callabas.
La puerta del dormitorio se abrió y se materializó la forma familiar y suave de Lil. Cerró con delicadeza la puerta a su paso y avanzó por el pasillo. Se acomodó un molesto rizo detrás de la oreja, el mismo que se le escapaba todo el tiempo, desde que la vio por primera vez.
—Ahora está dormida —dijo Lil al llegar a la cocina—. Un poco asustada por los truenos, pero no pudo resistirse demasiado. La pobre corderita estaba tan cansada como largo es el día.
Hugh llevó su cuenco hasta la pila y lo metió en el agua tibia.
—No me sorprende, yo también estoy agotado.
—Ya lo veo. Deja que lo lave yo.
—Estoy bien, Lil querida. Vete adentro, voy enseguida.
Pero Lil no se fue. Podía sentirla a su espalda, y sabía, de esa forma intuitiva en que un hombre aprende a reconocerlo, que tenía algo más que decirle. Sus palabras aguardando el momento, Hugh sintió que se le tensaba el cuello. Sintió que la marea de las conversaciones previas se retiraba, suspendida por un instante, preparándose para estrellarse una vez más sobre ellos.
La voz de Lil, cuando habló, era baja.
—No necesitas andar dando vueltas a mi alrededor, Hughie.
Suspiró.
—Lo sé.
—Te apoyaré. Ya lo he hecho antes.
—Claro que sí.
—Lo último que necesito es que me trates como a una inválida.
—No es mi intención, Lil. —Se volvió a mirarla. Vio que ella estaba de pie en un extremo de la mesa, las manos descansando sobre el respaldo de una silla. La postura, reconoció, se suponía que debía convencerle de su estabilidad, como si quisiera decir: «Todo está como siempre», pero Hugh la conocía demasiado bien. Sabía que estaba dolida. Sabía que no había una maldita cosa que pudiera hacer para remediar la situación. Tal como el doctor Huntley solía decir: «Algunas cosas no entran en los planes». Pero eso no lo hacía más sencillo, ni para Lil ni para él.
Ella se acercó entonces a su lado, golpeándolo suavemente con su cadera. Pudo oler su suave y lechosa piel.
—Vamos. Ve a la cama —dijo ella—. Yo voy enseguida.
La alegría tan cuidadosamente manifestada le heló la sangre, pero hizo como le pedía.
Cumplió su palabra y no tardó en seguirlo; él observó mientras ella se aseaba del trajín del día y se ponía el camisón por la cabeza. Aunque le daba la espalda, podía ver con qué delicadeza deslizaba la prenda sobre sus pechos y su estómago, todavía distendido.
Ella alzó la vista y le descubrió mirándola. La defensa expulsó la vulnerabilidad de su rostro.
—¿Qué?
—Nada. —Se concentró en sus manos, en los callos y quemaduras de soga fruto de tantos años en los muelles—. Me estaba preguntando sobre la pequeña dormilona —dijo—. Preguntándome quién es. No habrá dicho su nombre, supongo.
—Dice que no lo sabe. No importa cuántas veces se lo preguntara, me miraba muy seria y contestaba que no podía recordarlo.
—No crees que nos esté engañando, ¿verdad? Algunos de estos polizones son muy hábiles para el engaño.
—Hughie —lo reprendió Lil—. Ella no es un polizón, si es casi un bebé.
—Tranquila, Lil querida. Sólo preguntaba. —Sacudió la cabeza—. Aunque es difícil creer que se le haya olvidado así como así.
—He sabido de casos similares, se llama amnesia. El padre de Ruth Halfpenny la tuvo, después de que se cayera al pozo. Eso es lo que la causa, caídas y cosas así.
—¿Crees que se ha caído?
—No he visto que tuviera moratones, pero es posible, ¿no?
—Bueno —repuso Hugh, cuando un relámpago iluminó hasta los rincones del cuarto—. Veremos qué sucede mañana. —Cambió de posición, yaciendo de espaldas y mirando el techo—. Tiene que ser de alguna parte —dijo bajito.