Read El jardín olvidado Online
Authors: Kate Morton
Fueran las que fueran las circunstancias de su encuentro, no puede dudarse que estaban enamorados. Pero a la joven pareja no se le garantizaron años de felicidad. La muerte súbita y de algún modo inexplicable de Jonathan a menos de diez meses de su huida debió de significar un golpe devastador para Georgiana Mountrachet, quien quedó sola en Londres, soltera, embarazada y sin apoyo familiar o financiero. Sin embargo, Georgiana no era de las que se hunden: había abandonado los límites de su clase social y tras el nacimiento de sus bebés, también abandonó el apellido Mountrachet. Trabajó como copista para la firma HJ Blackwater y Asociados de Lincoln's Inn, Holborn
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Existe alguna evidencia de que la fina caligrafía de Georgiana fue una habilidad con la que halló amplia expresión en su juventud. Los diarios de la familia Mountrachet, donados en 1950 a la Biblioteca Británica, contienen un número de programas teatrales compuestos con cuidada caligrafía e ilustraciones de calidad. En la esquina de cada programa, la «artista» había escrito su nombre en letra diminuta. Las obras de teatro amateur eran, por supuesto, populares entre las familias importantes; sin embargo, los programas teatrales para las de Blackhurst en la década de 1880 tenían mayor regularidad y seriedad que lo que tal vez era habitual
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Poco se sabe de la infancia de Eliza en Londres, excepto la casa en la que nació y donde pasó sus primeros años. Uno puede inferir, sin embargo, que su vida fue gobernada por los dictados de la pobreza y el difícil arte de subsistir. Lo más probable es que la tuberculosis que acabaría con la vida de Georgiana la estuviera acechando a mediados de la década de 1890. Si su condición siguió los derroteros habituales, hacia los últimos años de la década la falta de aire y la debilidad habrían impedido todo trabajo regular. Ciertamente, las cuentas para HJ Blackwater corroboran este declive
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No existe evidencia de que Georgiana solicitara atención médica para su enfermedad, pero el miedo a la intervención médica era común en ese período. Durante la década de 1880, la tuberculosis era una enfermedad que debía denunciarse en Gran Bretaña y los médicos estaban obligados por ley a informar de los enfermos a las autoridades gubernamentales. Los miembros de la clase pobre urbana, temerosos de ser enviados a sanatorios (que con frecuencia parecían prisiones), se negaban a solicitar ayuda. La enfermedad de su madre debió de tener un gran efecto en Eliza, tanto desde el punto de vista práctico como desde el creativo. Las niñas en el Londres Victoriano eran empleadas en todo tipo de trabajos menores —criadas, vendedoras de frutas, floristas— y la descripción de Eliza de las planchas y de las piletas de lavar en algunos de sus cuentos de hadas sugiere que estaba íntimamente familiarizada con la tarea del lavado. Los vampiros de «La caza del hada» tal vez reflejen la creencia de principios del siglo XIX de que quienes sufrían de tuberculosis eran atacados por vampiros: la sensibilidad frente a las luces brillantes, los ojos rojos e hinchados, la piel muy pálida y la característica tos con sangre eran todos síntomas que alimentaban esta creencia
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Si Georgiana hizo algún intento por contactar con su familia tras la muerte de Jonathan o cuando su salud comenzó a deteriorarse, se desconoce. Sin embargo, en opinión del autor, parece improbable. Por cierto, una carta de Linus Mountrachet a un conocido, fechada en diciembre de 1900, sugiere que sólo recientemente se había enterado del paradero de Eliza, su pequeña sobrina londinense, y estaba espantado de pensar que había pasado una década en esas terribles condiciones. Tal vez Georgiana temiera que la familia Mountrachet no quisiera perdonar su huida, pero si la carta de su hermano es sincera, tales miedos fueron infundados
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«Después de tantos años buscando fuera del país, rastreando mares y tierras, pensar que mi querida hermana estuvo tan cerca todo el tiempo. ¡Y permitirse pasar tales privaciones! Sabrás que digo la verdad cuando te expreso cómo era su naturaleza. Qué poco parecía preocuparse de que la quisiéramos tanto y deseáramos sólo su regreso al hogar…»
Aunque Georgiana nunca regresó a salvo al hogar, Eliza estaba destinada a regresar al seno de la familia materna. Georgiana Mountrachet murió en junio de 1900, cuando Eliza tenía once años. El certificado de defunción apunta la tuberculosis como la causa, a la edad de treinta años. Tras la muerte de su madre, Eliza fue enviada a vivir con la familia materna en la zona costera de Cornualles. No queda claro cómo se realizó este encuentro, pero uno puede suponer con seguridad que, a pesar de las infortunadas circunstancias que lo precipitaron, para la joven Eliza este cambio de domicilio fue un evento de lo más afortunado. El establecerse en las propiedades de Blackhurst, con sus grandes terrenos y jardines, debió de ser un alivio, ofreciéndole seguridad frente a los peligros de las calles londinenses. De hecho, el mar se convirtió en motivo de renovación y redención en sus cuentos de hadas
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Se sabe que Eliza vivió con la familia de su tío materno hasta los veinticinco años, pero su destino posterior sigue siendo un misterio. Varias teorías han sido formuladas en torno a su vida después de 1913, aunque todas carecen de pruebas. Algunos historiadores sugieren que muy probablemente fuera víctima de la epidemia de escarlatina que se abatió sobre Cornualles en 1913. Otros, perplejos por la publicación de su último cuento de hadas en 1936, «El vuelo del pájaro cucú» en la revista "Vidas literarias", sugieren que pasó su tiempo viajando, buscando la vida de aventuras que describían sus cuentos de hadas. Esta improbable idea no ha recibido aún seria consideración académica y, a pesar de tales teorías, el destino de Eliza Makepeace, junto con la fecha de su muerte, continúa siendo uno de los misterios de la literatura
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Existe un dibujo a carboncillo de Eliza Makepeace, realizado por el conocido retratista eduardiano Nathaniel Walker. Se encontró tras su muerte entre los trabajos sin concluir; el boceto, titulado "La Autora", se encuentra expuesto en la Tate Gallery en Londres. Aunque Eliza Makepeace publicó sólo una colección completa de cuentos de hadas, su trabajo es rico en matices metafóricos y sociológicos, y brindaría frutos a quien se dedicara a su estudio. Mientras que relatos tempranos como «La niña transformada» muestran una fuerte influencia de la tradición de cuentos fantásticos europeos, relatos posteriores como «Los ojos de la vieja» sugieren una aproximación más original, y aventuramos, autobiográfica. Sin embargo, al igual que muchas escritoras de la primera década de este siglo, Eliza Makepeace fue víctima del cambio cultural que ocurrió tras los eventos mundiales a principio del siglo (la Primera Guerra Mundial y el movimiento de sufragio femenino, por nombrar sólo dos) y se quedó fuera del interés de los lectores. Muchas de sus historias se perdieron durante la Segunda Guerra Mundial, cuando colecciones completas de sus revistas más raras fueron robadas de la Biblioteca Británica. Como consecuencia, Eliza y sus cuentos de hadas son relativamente desconocidos hoy día. Su trabajo, junto con la autora, parece haber desaparecido de la faz de la tierra, perdido como muchos otros fantasmas de las primeras décadas de este siglo
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Londres, Inglaterra, 1900
Encima de la tienda del señor y la señora Swindell, en la estrecha casa junto al Támesis, había un pequeño cuarto, escasamente mayor que un armario. Era oscuro, húmedo y maloliente (consecuencia natural de malos desagües y una inexistente ventilación), con paredes descoloridas que se resquebrajaban durante el verano y chorreaban durante el invierno, y una chimenea cuyo tiro había sido bloqueado hacía ya tanto que parecía una grosería sugerir que debía ser de otra manera. Pero, a pesar de su miseria, el cuarto de encima de la tienda de los Swindell era el único hogar que Eliza Makepeace y su hermano mellizo, Sammy, habían conocido, y que les proporcionaba un mínimo de seguridad y protección del que carecían sus vidas. Habían nacido en el otoño del miedo en Londres y, cuanto más crecía Eliza, más segura estaba que este hecho, sobre todas las cosas, la había hecho ser quien era. El Destripador fue el primer adversario en una vida que estaría repleta de ellos.
Lo que más le gustaba a Eliza del cuarto superior, de hecho, lo único que le gustaba más allá de su cuestionable estatus de refugio, era una grieta entre dos ladrillos, por encima del viejo estante de pino. Agradecía mentalmente la descuidada mano de obra del constructor, sumada a la tenacidad de las ratas locales, por haber hecho posible el enorme agujero en el mortero. Si Eliza se tumbaba boca abajo, estirándose a lo largo del estante, con los ojos pegados contra los ladrillos y la cabeza ligeramente inclinada, podía distinguir la curva del río. Desde ese mirador secreto podía observar sin ser observada mientras la marea de la ajetreada vida cotidiana crecía y fluía. Así conseguía lo que más le gustaba: poder ver sin ser vista. Porque, aunque su curiosidad no conocía límites, a Eliza no le gustaba ser observada. Comprendía que ser observada era peligroso, que determinados escrutinios eran una forma de robo. Lo sabía bien pues era lo que más le gustaba hacer, guardar imágenes en su memoria para volver a representarlas, darles nueva voz y color. Entretejerlas en complicadas historias, en destellos de fantasía que habrían horrorizado a quienes involuntariamente le proporcionaron inspiración.
Y había tantas personas entre las que elegir… La vida de Eliza en la curva del Támesis nunca se detenía. El río era la vida de Londres, creciendo y disminuyendo con las incesantes mareas, transmitiendo lo bueno y lo malo, dentro y fuera de la ciudad. Aunque le gustaba ver llegar a los barcos del carbón con la marea alta, a los remeros cruzando a la gente de un lado al otro, o las barcazas descargando su mercancía para los carboneros, era durante la marea baja cuando el río realmente cobraba vida. Cuando el nivel del agua bajaba lo suficiente para que el señor Hackman y su hijo pudieran dragar los cuerpos cuyos bolsillos había que aligerar; cuando los picaros aparecían, revolviendo entre el barro hediondo en busca de soga, huesos y clavos de cobre, cualquier cosa que encontraran y que pudiera ser cambiada por una moneda. El señor Swindell tenía su propio equipo de buscadores y su sector en el barrio, un fétido rectángulo que custodiaba como si contuviera el oro de la reina. Los que se atrevían a cruzar su frontera se arriesgaban a encontrar sus empapados bolsillos vaciados por el señor Hackman la próxima vez que bajara la marea.
El señor Swindell siempre estaba persiguiendo a Sammy para que se sumara a su cuadrilla de picaros. Le decía que era su obligación recompensar la caridad de su patrón cada vez que pudiera. Porque aunque Sammy y Eliza se las ingeniaban para ganar lo suficiente como para pagar el alquiler, el señor Swindell insistía en recordarles que su libertad dependía de su magnanimidad al no informar a las autoridades del reciente cambio en sus circunstancias.
—Esos bienhechores que vienen de vez en cuando a husmear por aquí estarían muy interesados en saber que dos jóvenes huérfanos como vosotros se han quedado solos en el ancho mundo. Sí, muy interesados —era su frase habitual—. Según la ley, debería haberos entregado cuando vuestra madre dio el último suspiro.
—Sí, señor Swindell —decía Eliza—. Gracias, señor Swindell. Es muy generoso de su parte.
—Pues que no se os olvide. Gracias a la bondad de mi corazón y el de mi señora, todavía estáis aquí. —Después bajaba la vista a lo largo de su temblorosa nariz, y recreándose en su mezquindad, estrechaba sus pupilas—. Ahora, si ese chico, con su habilidad para encontrar cosas, quisiera acercarse hasta mi zona en el barro, entonces podría convencerme que vale la pena teneros. Nunca conocí a un muchacho con mejor olfato.
Era verdad. Sammy tenía talento para encontrar tesoros. Desde que era un chiquillo, las cosas bonitas parecían cambiar su camino para ir a yacer a sus pies. La señora Swindell decía que era el don de los idiotas, que el Señor cuidaba de los tontos y los locos, pero Eliza sabía que no era verdad. Sammy no era idiota, sólo veía mejor que la mayoría porque no perdía el tiempo hablando. Jamás pronunció una palabra, nunca. Ni una vez en sus doce años. No le hacía falta, no con Eliza. Ella sabía lo que estaba pensando y sintiendo, siempre lo había hecho. Era, después de todo, su mellizo, las dos mitades de una unidad.
Así fue como supo que le tenía miedo al barro del río, y aunque ella no compartía su miedo, lo entendía. El aire era diferente cuando uno se acercaba al borde del agua. Había algo en los vapores del barro, en el vuelo de los pájaros, en los extraños ruidos que resonaban en las antiguas márgenes del río…
Eliza sabía también que era su responsabilidad cuidar de Sammy, y no sólo porque Madre se lo dijera siempre (tenía la absurda teoría de que un hombre malvado —nunca dijo quién— les acechaba, tratando de encontrarlos). Desde muy pequeña, Eliza supo que Sammy la necesitaba más que ella a él, incluso antes de tener las fiebres y estar a punto de perderlo. Algo en su comportamiento lo hacía vulnerable. Los demás niños lo habían percibido desde muy pequeños, y los adultos lo sabían ahora. Sentían que de alguna forma él no era de los suyos.
Y no lo era. Era alguien a quien las hadas habían sustituido. Eliza lo sabía todo sobre esas sustituciones. Había leído sobre ello en el libro de cuentos que durante un tiempo fue a parar a la tienda de segunda mano. Estaba, además, ilustrado. Hadas y espíritus con aspecto parecido a Sammy, con finos cabellos rojizos, largos brazos y piernas, y redondos ojos azules. Por lo que contaba Madre, algo había diferenciado a Sammy de los otros niños desde que era bebé: cierta inocencia, cierta quietud. Ella solía decir que mientras Eliza había fruncido el rostro y aullado hasta ponerse colorada para que la alimentaran, Sammy nunca había llorado. Solía yacer en su cuna, atento, como si escuchara una hermosa música flotando en el aire que nadie, salvo él, podía escuchar.
Eliza se las había ingeniado para convencer a sus caseros de que Sammy no debía unirse a los picaros del barro, que estaba mejor limpiando chimeneas para el señor Suttborn. Ya no quedaban chicos de la edad de Sammy que limpiaran chimeneas, explicaba, no desde que las leyes contra deshollinadores menores de edad se aprobaron, y eran muy pocos los que podían limpiar las angostas chimeneas de Kensington como un muchacho delgado de codos puntiagudos, hechos precisamente para trepar por conductos oscuros y polvorientos. Gracias a Sammy, el señor Suttborn siempre tenía encargos pendientes, y había mucho que decir en defensa de contar con un ingreso constante. Incluso aunque se comparara con la esperanza de que Sammy pudiera encontrar algo de valor en el barro.