El jardín olvidado (18 page)

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Authors: Kate Morton

BOOK: El jardín olvidado
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Cassandra sonrió débilmente. Lo que de verdad le hubiera gustado es no tener que poner sonrisa forzada todo el tiempo. Tal vez se debiera al hecho de haber pasado tanto tiempo volando, o a sus leves tendencias antisociales, pero estaba usando cada gramo de energía para fingir amabilidad. Una taza de té significaría al menos otros veinte minutos de sonrisas y gestos de asentimiento, y, ¡que Dios la amparase!, de encontrar respuesta a las incesantes preguntas de Ruby. Pensó con cargo de conciencia en la habitación de hotel al otro lado de la ciudad. Después observó que Ruby ya estaba sumergiendo dos bolsitas de té en tazas idénticas.

—Un té estaría bien.

—Aquí tienes —indicó Ruby, entregándole a Cassandra una taza humeante. Se sentó al otro extremo del sofá y sonrió mientras una nube de almizcle se acomodaba a su alrededor—. No seas tímida —dijo, señalando el azucarero—. Y ya que estás, puedes contarme todo sobre ti. ¡Qué excitante, esa casa en Cornualles!

* * *

Después de que Ruby se fuera a acostar, Cassandra intentó dormir. Estaba cansada. Colores, sonidos, formas, todo era borroso a su alrededor, pero el sueño no llegaba. Imágenes y conversaciones pasaban veloces por su mente, un flujo interminable de pensamientos y sentimientos sin otra conexión que ser suyos: Nell y Ben, el puesto de antigüedades, su madre, el vuelo en avión, el aeropuerto, Ruby, Eliza Makepeace y los cuentos de hadas…

Finalmente, desistió de dormir. Apartó las sábanas y se levantó del sofá. Sus ojos se acostumbraron a la oscuridad y pudo distinguir la única ventana del apartamento. Una ancha repisa sobresalía del radiador, y si Cassandra hacía a un lado las cortinas, podía acomodarse sobre él, la espalda apoyada en la gruesa pared de ladrillo, los pies tocando el otro extremo. Se inclinó hacia delante contra sus rodillas y miró hacia fuera, más allá de los angostos jardines victoríanos con sus muros de piedra devorados por la hiedra, más allá de la calle a sus pies. La luz de la luna brillaba serena sobre la tierra.

Aunque era casi medianoche, Londres no estaba a oscuras. Ciudades como Londres nunca lo están, sospechó, ya no. El mundo moderno había acabado con la noche. Tiempo atrás habría sido diferente, una ciudad a merced de la naturaleza. Una ciudad en donde la caída de la noche tornaba las calles oscuras como petróleo y el aire en niebla: el Londres de Jack el Destripador.

Ése había sido el Londres de Eliza Makepeace, el Londres sobre el que había leído en el cuaderno de Nell, de calles envueltas en niebla y amenazadores caballos, el brillo de las farolas que se materializaban y volvían a desaparecer en la penumbra inducida por la niebla.

Mirando los estrechos establos convertidos en apartamentos, detrás del de Ruby, podía ahora imaginarlo a la perfección: fantasmales carreteros azuzando a sus asustadas bestias por ajetreadas calles. Cocheros con linternas sentados en lo alto de los carruajes. Vendedores callejeros y prostitutas, policías y ladrones…

Capítulo 16

Londres, Inglaterra, 1900

La niebla era espesa y amarilla, del color del pudín de guisantes. Había caído durante la noche, desplegándose desde la superficie del río y expandiéndose pesadamente por las calles, en torno a las casas, por debajo de los portales. Eliza miraba por la grieta entre los ladrillos. Bajo ese manto silencioso, casas, lámparas de gas, muros… se transformaban en monstruosas sombras, acechando mientras las nubes color azufre se movían a su alrededor.

La señora Swindell le había dejado una pila de ropa para lavar, pero hasta donde Eliza podía ver, no tenía sentido lavar nada con la niebla en ese estado: lo que era blanco estaría gris al terminar el día. Lo mismo daba colgar las ropas mojadas pero sin lavar, que fue lo que hizo. Se ahorraría una barra de jabón, además de su tiempo. Porque Eliza tenía cosas mejores de las que ocuparse: cuando más espesa era la niebla, tanto mejor para ocultarse y espiar.

El Destripador era uno de sus mejores juegos. Al comienzo lo había jugado sola, pero con el tiempo le había enseñado a Sammy las reglas y ahora se turnaban para interpretar los personajes de Madre y el Destripador. Eliza no terminaba de decidir cuál de los papeles era su favorito. El Destripador, pensaba en ocasiones, por su poder. Hacía que su cara se sonrojara de placer, acercándose silenciosa por la espalda de Sammy, ahogando una risita, mientras se preparaba a atraparlo…

Pero también había algo seductor en jugar a ser Madre. Caminar con rapidez, con cautela, negándose a mirar por encima del hombro, negándose a salir corriendo, intentando mantener la calma a pesar de las pisadas a su espalda, mientras su corazón latía tan fuerte que ahogaba cualquier ruido. El miedo era delicioso, haciendo que sintiera un cosquilleo por la piel.

Aunque los Swindell habían salido a remover el barro en busca de tesoros (la niebla era un don para los habitantes del río que arañaban sus ingresos mediante medios inescrupulosos), Eliza descendió silenciosa las escaleras, evitando cuidadosamente el chirrido del cuarto escalón. Sarah, la muchacha que cuidaba de Hatty, la hija de los Swindell, era de esas que disfrutaba ganándose el favor de sus señores con ladinos informes sobre el comportamiento de Eliza.

Al pie de las escaleras, Eliza se detuvo y observó los bultos en sombras de la tienda. Los tentáculos de la niebla se habían abierto camino entre los ladrillos, entrando en la estancia, colgando pesadamente sobre los objetos, arracimándose amarillentos en torno a la titilante lámpara de gas. Sammy estaba en un rincón, sentado en un banco, limpiando botellas. Estaba inmerso en sus pensamientos: Eliza reconoció la máscara de ensoñación de su rostro.

Un solo vistazo le confirmó que Sarah no estaba acechando. Eliza se le acercó.

—¡Sammy! —susurró.

Nada, no la había oído.

—¡Sammy!

Dejó de sacudir su rodilla y se inclinó de modo que su cabeza apareció al otro lado del mostrador. El cabello le caía, lacio, hacia un lado.

—Afuera hay niebla.

Su expresión neutra reflejaba lo evidente de la afirmación. Se encogió levemente de hombros.

—Densa como barro de alcantarilla, la luz de las lámparas ha desaparecido. Perfecta para el Destripador.

Eso atrajo la atención de Sammy. Permaneció inmóvil por un momento, considerándolo, luego sacudió la cabeza. Señaló la silla del señor Swindell, con su manchado respaldo hundido donde los huesos de su espalda se apoyaban, noche tras noche, cuando regresaba de la taberna.

—Ni siquiera sabrá que nos hemos ido. Estará fuera mucho tiempo, al igual que ella.

Él volvió a sacudir la cabeza, pero esta vez con algo menos de vigor.

—Estarán ocupados toda la tarde, ninguno dejaría pasar la oportunidad de ganarse una moneda extra. —Eliza notaba que lo estaba convenciendo. Él era parte de ella, después de todo, siempre había sido capaz de leer sus pensamientos—. Vamos, no tardaremos mucho. Iremos sólo hasta el río, y luego daremos la vuelta. Puedes elegir quién quieres ser.

Eso lo convenció, tal como esperaba. Los sombríos ojos de Sammy se encontraron con los suyos.

Alzó la mano, cerrada en un pequeño y pálido puño, como si sostuviera un cuchillo.

* * *

Mientras Sammy aguardaba junto a la puerta, esperando a que pasaran los diez segundos de ventaja que se le otorgaban a quien hiciera de Madre, Eliza se alejó. Pasó agachándose por debajo de las ropas tendidas de la señora Swindell, rodeando el carro del trapero, y se dirigió hacia el río. La excitación hacía que su corazón palpitara. Esa sensación de peligro era deliciosa. Oleadas de miedo se estrellaban bajo su piel mientras avanzaba, abriéndose paso entre la gente, carros, perros, paseantes, todos borrosos por la niebla, mientras en sus oídos cosquilleaban unos pasos detrás de ella, acercándose, acercándose para atraparla.

A diferencia de Sammy, Eliza amaba al río. La hacía sentirse cerca de su padre. Madre no les había proporcionado mucha información sobre el pasado, pero una vez contó que su padre había crecido en otro meandro del mismo río. Había aprendido su oficio de marinero en un barco carbonero, antes de sumarse a otra tripulación y embarcarse para alta mar. A Eliza le gustaba pensar en todo lo que debía de haber visto en ese codo del río, cerca del Muelle de las Ejecuciones, en donde se ahorcaba a los piratas, dejándoles colgando de las cadenas hasta que tres mareas cubrieran sus cuerpos. Bailando la danza de la soga, como decían los viejos.

Eliza tembló, imaginando los cuerpos sin vida, imaginándose la sensación de que tu último respiro se estrangulara en la garganta, y luego reprendiéndose por distraerse. Era el tipo de distracción en la que Sammy caía con frecuencia. Y eso estaba bien para Sammy: Eliza sabía que debía tener más cuidado.

A ver, ¿por dónde se oían los pasos de Sammy? Se esforzó en escucharlos, se concentró. Escuchó gaviotas en el río, las sogas golpeando contra los mástiles, los cascos de los barcos hinchándose, una carretilla traqueteando, el vendedor de papel matamoscas anunciando: «Atrápelas vivas», los pasos apurados de una mujer, el chico que vendía diarios anunciando el precio de su periódico…

De pronto, detrás de ella, un choque. El relinchar de un caballo. El grito de un hombre.

A Eliza le dio un salto el corazón, casi se dio la vuelta, intrigada por ver qué había sucedido. Se detuvo justo a tiempo. No era fácil. Era de naturaleza curiosa, Madre siempre se lo decía, sacudía la cabeza y chasqueaba la lengua, advirtiéndole que si no aprendía a controlar su imaginación terminaría por dar contra una montaña hecha de sus propias fantasías. Pero si Sammy se las ingeniaba para acercarse a ella y la veía espiando, ella tendría que darse por vencida. Ya casi estaba junto al río. El olor del barro del Támesis mezclado con el de la niebla. Casi había ganado, sólo tenía que avanzar un poco más.

Se escuchaba ahora una algarabía de voces lejanas y el tañido cada vez más cercano de una campana. El estúpido caballo seguramente se había chocado contra el carro del afilador, los caballos siempre enloquecían un poco con la niebla. ¡Pero qué estruendo! ¿Qué posibilidad tendría de oír a Sammy si éste elegía atacarla en ese momento?

Vislumbró el muro de piedra al borde del río, flotando levemente en la niebla.

Eliza sonrió y salió a la carrera esos últimos metros.

En términos estrictos, correr iba contra las reglas, pero no pudo contenerse. Sus manos tocaron las pegajosas piedras y ella dio un chillido de placer. Había llegado, había ganado, triunfado sobre el Destripador una vez más.

Eliza se subió a la muralla y se sentó triunfante, mirando hacia la calle de donde había venido. Golpeó con los talones contra la roca y examinó la cortina de niebla en busca de la silueta de Sammy. Pobre Sammy. Nunca había sido tan bueno para los juegos como ella. Le llevaba más tiempo aprender las reglas, era menos capaz de adaptarse al rol para el que había sido elegido. Actuar no le resultaba tan natural como a ella.

Mientras estaba sentada, los olores y sonidos de la calle llegaron hasta donde se encontraba. Con cada respiración evidenciaba lo aceitoso de la niebla, y ahora la campana sonaba con fuerza, acercándose. La gente a su alrededor parecía excitada, todos corriendo en la misma dirección en que habían corrido cuando el hijo del trapero sufrió uno de sus ataques epilépticos, o cuando el organillero llegaba de visita.

¡Por supuesto! El organillero, eso explicaba dónde se encontraba Sammy.

Eliza bajó de un salto de la muralla, raspándose la bota en una roca que sobresalía en la base.

Sammy nunca se podía resistir a la música. Estaba sin duda de pie junto al organillero, la boca levemente abierta mientras observaba el organillo, todo pensamiento respecto al Destripador y el juego evaporados.

Siguió a la gente que se congregaba, pasando por delante del estanco, del zapatero, del prestamista. Pero a medida que engrosaba la muchedumbre, y el sonido de la campana se desvanecía, y comprobó que no se oía la música del organillo, Eliza se apresuró.

Un temor sin nombre se apoderó de su estómago, y usó los codos para abrirse paso entre la gente —mujeres a la moda con sus vestidos de paseo, caballeros con levitas para la mañana, niños de la calle, lavanderas, empleados— mientras buscaba a Sammy.

Los comentarios comenzaban a llegar desde el centro del grupo y Eliza escuchó fragmentos y retazos intercambiados en agitados susurros sobre su cabeza; un caballo negro que había salido como de ninguna parte; un niño pequeño que no lo vio venir; la terrible niebla…

Sammy no, se dijo, no puede ser Sammy. Iba justo detrás de ella, lo había escuchado…

Ahora estaba más cerca, casi había llegado al claro. Casi podía ver a través de la niebla. Conteniendo la respiración, se abrió paso entre el grupo de curiosos y la truculenta escena apareció frente a ella.

La observó toda de una vez, la comprendió de inmediato. El caballo negro, el frágil cuerpo del niño, yaciendo a la entrada de la carnicería. El cabello pelirrojo manchado de rojo oscuro, allí donde se recostaba contra los adoquines. El pecho abierto por la pezuña de un caballo, los ojos azules, vacíos.

El carnicero había salido y estaba arrodillado junto al cuerpo.

—Ya se ha ido. No tuvo oportunidad, pobrecito.

Eliza miró al caballo. Estaba agitado, asustado por la niebla, la muchedumbre, el ruido. Resoplando, su cálido aliento visible en medio de la niebla.

—¿Sabe alguien el nombre de este niño?

La muchedumbre se movió un poco, empujándose mientras se miraban unos a otros, alzaban los hombros, sacudían las cabezas.

—Puede que lo haya visto por aquí —dijo una voz dubitativa.

Eliza miró el brillante ojo negro del caballo. Mientras el mundo y sus ruidos parecían girar a su alrededor, el caballo se mantenía inmóvil. Se miraron el uno a la otra y, en ese momento, sintió como si la estuviera viendo por dentro. Observó el vacío que se había abierto en ella y que pasaría el resto de su vida intentando cerrar.

—Alguien debe de conocerlo —dijo el carnicero.

La multitud estaba en silencio, la atmósfera todavía más espectral.

Eliza sabía que tenía que odiar a la bestia negra, que debía despreciar sus fuertes patas, sus tersos y duros muslos, pero no fue así. Mirándolo fijamente, sintió casi un reconocimiento, como si el caballo comprendiera, como nadie más podía, el vacío dentro de ella.

—Listo —dijo el carnicero. Silbó y apareció un joven aprendiz—. Trae el carro y llévate al muchacho. —El aprendiz se apresuró a entrar y regresó con un carro de madera. Mientras cargaba el quebrado cuerpo del niño, el barrendero comenzó a limpiar la ensangrentada calle.

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