Read El jardín olvidado Online
Authors: Kate Morton
La señora Hopkins se detuvo frente a una puerta en el sombrío extremo del corredor y Eliza se apresuró tras ella, todavía aferrando las ropas de Sammy contra su pecho. El ama de llaves sacó una enorme llave de un pliegue en su vestido y la insertó en la cerradura. Abrió la puerta y avanzó, con la lámpara en alto.
El cuarto estaba a oscuras; la lámpara apenas arrojaba algo de luz más allá de la entrada. En el centro, Eliza alcanzó a ver una cama de brillante madera negra, con cuatro columnas que parecían tener grabados en ellas, figuras que reptaban hacia los techos.
Junto a la mesilla, una bandeja con una rodaja de pan y un plato de sopa de la cual ya no salía vapor. Nada de carne a la vista, pero, como decía Madre, a caballo regalado no le mires el dentado. Eliza se abalanzó sobre el plato y tomó la sopa a cucharadas tan rápidas que le dio hipo. Pasó el pan por los bordes del plato, para no dejarse nada.
La señora Hopkins, que la había estado observando con expresión perpleja, no hizo comentarios. Continuó rígida, dejando la lámpara sobre un arcón de madera a los pies de la cama, y luego apartó la pesada colcha.
—Vamos, métete. No tengo toda la noche.
Eliza hizo como le ordenara. Las sábanas estaban frías y húmedas bajo sus piernas, sensibles tras el intenso lavado.
La señora Hopkins tomó la lámpara y Eliza escuchó la puerta cerrarse a su paso. Luego se quedó sola en la oscura habitación, escuchando los cansados huesos de la casa refunfuñar bajo su brillante piel.
La oscuridad del dormitorio tenía un sonido, creyó percibir Eliza. Un tronar bajo y distante. Siempre presente, siempre amenazante, nunca lo suficientemente próximo como para revelarse como algo inocente.
Entonces comenzó a llover otra vez, de forma pesada y repentina. Eliza se estremeció cuando un relámpago partió el cielo en dos mitades e iluminó el mundo. En esos instantes de luz, seguidos siempre por el crujido de un trueno que sacudía la gigantesca casa, examinó el cuarto pared por pared, tratando de distinguir su entorno.
Relámpago… crac… armario de madera oscura junto a la cama.
Relámpago… crac… chimenea en la pared más lejana.
Relámpago… crac… antigua mecedora junto a la ventana.
Relámpago… crac… un banco en la ventana.
Cruzó de puntillas el helado suelo. El viento se filtraba por las hendiduras de la madera y recorría veloz su superficie. Se subió al banco de la ventana, construido en el muro, y observó los oscuros jardines. Furiosas nubes habían cubierto la luna, el jardín yacía bajo el manto de la turbulenta noche. Agujas de lluvia golpeaban el terreno empapado.
Otro relámpago, la habitación volvió a iluminarse. Al desvanecerse la luz, Eliza alcanzó a ver un reflejo de su imagen en la ventana. Su rostro, el rostro de Sammy.
Eliza extendió la mano para tocarlo pero la imagen ya había desaparecido y sus dedos sólo rozaron el frío cristal. Supo entonces, con absoluta claridad, que estaba muy lejos de su hogar.
Regresó al lecho y se deslizó entre las sábanas frías, húmedas y desconocidas. Apoyó su cabeza sobre la camisa de Sammy. Cerró los ojos y se deslizó por el fino margen del sueño.
De repente, se sentó.
Su estómago dio un salto y su corazón comenzó a latir con fuerza.
El broche de Madre. ¿Cómo podía haberlo olvidado? Con la prisa, en medio de la desdicha, se lo había dejado. En lo alto de la cavidad de la chimenea, en la casa del señor y la señora Swindell, aguardaba el tesoro de Madre.
Cornualles, Inglaterra, 2005
Cassandra dejó caer una bolsita de té en la taza y encendió la tetera. Mientras el agua se calentaba, miró por la ventana. Su cuarto estaba en la parte trasera del hotel Blackhurst, mirando al mar, y aunque estaba oscuro Cassandra podía percibir igualmente algunos de los jardines. Un espacio de césped recortado, con forma de riñón, se inclinaba desde la terraza hacia una hilera de altos árboles azules bajo la plateada luz de la luna. Ésa era la cara del acantilado; esos árboles eran la última línea de defensa en ese particular rincón del mundo. En alguna parte más allá de la pequeña bahía estaba el pueblo. Cassandra no había visto mucho de él. El viaje en tren había ocupado la mayor parte del día, y para cuando el taxi se abrió camino a través de las colinas de Tregenna, la luz del día se sumió rápidamente en oscuridad. Sólo un instante, mientras el coche ascendía una cuesta, vio un círculo de luces parpadeantes más abajo, como un pueblo de duendes que se materializara en el atardecer.
Mientras aguardaba a que hirviera el agua, Cassandra hojeó los cantos doblados del cuaderno de Nell. Lo había tenido en sus manos durante la mayor parte del viaje en tren, se había imaginado que podía aprovechar el tiempo desentrañando el siguiente tramo del peregrinaje de Nell, pero se había equivocado. La teoría era lógica, pero la práctica no fue tan fácil de cumplir. Había estado acompañada durante la mayor parte del viaje por sus pensamientos, lo había estado desde la cena con Ruby y Grey. Aunque Nick y Leo nunca estaban demasiado lejos de su mente, el hecho de que sus muertes fueran recordadas tan abiertamente, tan inesperadamente, había resucitado el fatídico momento de nuevo.
Había sido tan repentino… Suponía que esas cosas siempre lo eran. Un instante antes era esposa y madre, y al siguiente estaba sola. Y todo por permitirse una hora ininterrumpida para dibujar. Había dejado a un Leo con el pulgar en la boca en brazos de Nick, mandándoles a la tienda en busca de comida que no necesitaban. Nick le sonrió mientras ponía en marcha el automóvil, y Leo saludó con su mano regordeta, todavía aferrando la funda de seda de la almohada, que había comenzado a llevar a todas partes. Cassandra los había saludado distraída, su mente ya puesta en su taller.
Lo peor de todo era cuánto había disfrutado esa hora y media antes de que llamaran a su puerta. Ni siquiera se había dado cuenta del tiempo que hacía que se habían ido….
Nell había sido la salvación de Cassandra una segunda vez. Llegó de inmediato, trayendo con ella a Ben. Éste pudo explicarle lo sucedido, las palabras que no habían tenido sentido en labios del policía: un accidente, un camión fuera de control, una colisión. Una horrible secuencia tan mundana, tan común, que era imposible creer que le estuviera sucediendo a ella.
Nell no le había dicho a Cassandra que se pondría bien. Sabía mejor que nadie, que nunca, nunca podría estar bien. En cambio, había llegado pertrechada de pastillas para ayudar a Cassandra a dormir. Para asestar un bendito golpe a su acelerada mente y hacer que todo desapareciera, aunque fuera por unas pocas horas. Y después se llevó a Cassandra a casa con ella.
En casa de Nell resultaba más fácil; los fantasmas no estaban tan cómodos allí. El hogar de Nell tenía los suyos propios y los que Cassandra arrastraba consigo no tenían allí la misma libertad.
El periodo posterior era una bruma de dolor y horror y pesadillas que no se desprendían con el nuevo día. No estaba segura de qué era peor, las noches que Nick ocupaba sus pensamientos, su fantasma preguntándole, una y otra vez, ¿por qué nos hiciste ir? ¿Por qué hiciste que llevara a Leo? O las noches en las que no aparecía, cuando estaba sola y las horas amenazaban con extenderse interminablemente, el leve alivio de la aurora alejándose de ella más rápidamente de lo que podía correr para alcanzarlo. Y después estaba el sueño. Un odioso territorio en el que existía la posibilidad de encontrarles.
Durante el día era Leo quien la seguía, el ruido de sus juguetes, su llanto, una manita tirándole de la falda, rogándole que lo cogiera en brazos. Ah, el destello de pura alegría en su corazón, momentáneo, roto, y sin embargo real. El leve segundo en el que olvidaba. Luego el golpe de la realidad cuando se volvía a tomarlo en brazos y él no estaba allí.
Había intentado salir, había pensado que así podría huir de ellos, pero no había funcionado. Había tantos niños en todas partes adónde iba… Los parques, las escuelas, los comercios. ¿Siempre había habido tantos? De modo que se quedó en casa, pasando los días en el jardín de Nell, yaciendo bajo el viejo mango, y observando las nubes pasar sobre su cabeza. El perfecto cielo azul más allá de las hojas del
frangipani
, el susurro de las palmeras, las semillas con forma de estrella liberadas por la brisa cayendo cual lluvia sobre el sendero.
Pensar en nada. Tratar de pensar en nada. Pensando en todo.
Fue allí donde la había encontrado Nell una tarde de abril. La estación había comenzado a cambiar, el agobio del verano se había desvanecido y había un indicio del inminente otoño en el aire. Los ojos de Cassandra estaban cerrados.
Se dio cuenta de que Nell estaba de pie a su lado, al principio, por la falta de sol en sus brazos y la leve oscuridad tras sus párpados.
Después, una voz: «Pensé que te encontraría aquí».
Cassandra no dijo nada.
—¿No crees que ya es hora de que empieces a hacer algo, Cass?
—Por favor, Nell, déjalo.
Pero insistió, más despacio, articulando con claridad.
—Necesitas ponerte a hacer algo.
—Por favor… —Coger un lápiz la enfermaba físicamente. En cuanto a abrir alguno de sus cuadernos de apuntes… ¿Cómo podía correr el riesgo de mirar la redondez de una mejilla regordeta, la punta de una nariz respingona, el tentador arco de los labios de un bebé…?
—Tienes que hacer algo.
Nell estaba intentando ayudarla y sin embargo había una parte de Cassandra que quería gritar y sacudir a su abuela, castigarla por su incapacidad de comprender. En cambio, suspiró. Sus párpados, todavía cerrados, se agitaron leves.
—Ya tengo que oírlo demasiado del doctor Harvey. No necesito que tú también me lo digas.
—No estoy hablando de terapia, Cass. —Vaciló brevemente antes de que Nell continuara—. Quiero decir que debes comenzar a contribuir.
Cassandra abrió los ojos, alzó una mano para protegerse del sol.
—¿Qué?
—Ya no soy una jovencita, querida mía. Necesito ayuda. En la casa, en mi negocio, ayuda financiera.
Las ofensivas frases centellearon trémulas en el aire, sus brillantes bordes resistiendo disolverse. ¿Cómo podía Nell ser tan fría? ¿Tan desconsiderada? Cassandra tembló.
—Mi familia ha desaparecido —alcanzó a decir, la garganta doliéndole por el esfuerzo—. Estoy de luto.
—Ya lo sé —dijo Nell, acomodándose para sentarse junto a Cassandra. Le tomó la mano—. Lo sé, mi querida niña. Pero han pasado seis meses. Y
tú
no estás muerta.
Cassandra lloraba por haber tenido que decir esas palabras en voz alta.
—Estás aquí —dijo Nell con suavidad, apretando la mano de Cassandra—, y yo necesito ayuda.
—No puedo.
—Sí puedes.
—No… —Le latían las sienes, se sentía cansada, tan cansada—. Quiero decir que
no puedo
. No me queda nada para dar.
—No necesito que me des nada. Sólo necesito que vengas conmigo y hagas lo que te pido. Puedes sostener un trapo y pulir cosas, ¿no?
Nell entonces había extendido su mano para apartar el cabello de las mejillas de Cassandra, pegajosas por las lágrimas. Hablaba en voz baja, de inusitada dureza.
—Podrás con esto. Sé que no lo parece, pero lo harás. Eres una superviviente.
—Yo no quiero sobrevivir.
—Eso también lo sé —había dicho Nell—. Y es lógico. Pero a veces no tenemos alternativa…
La tetera del hotel se apagó por sí sola con un triunfal
clic
y Cassandra echó el agua sobre la bolsita de té, con mano algo temblorosa. Se detuvo un momento mientras se hinchaba la bolsita. Ahora veía que Nell la había comprendido, que conocía demasiado bien la repentina y cegadora ausencia de que se corten los vínculos.
Revolvió el té y suspiró levemente, mientras Nick y Leo se retiraban una vez más. Se obligó a concentrarse en el presente. Estaba en el hotel Blackhurst en Tregenna, Cornualles, escuchando cómo las olas de un océano desconocido se estrellaban sobre la arena de una playa que no le era familiar.
Más allá de las oscuras copas de los árboles más altos, un pájaro solitario cortaba el cielo de negro con su oscura silueta, y la luz de la luna se reflejaba en la distante superficie del océano. Pequeñas luces brillaban en la costa. Botes pesqueros, supuso Cassandra. Tregenna era una población pesquera, después de todo. Era raro, en el mundo moderno, encontrar un rincón en donde las cosas siguieran haciéndose como antes, en pequeña escala, tal como se habían hecho durante generaciones.
Cassandra tomó un sorbo y suspiró tibiamente. Estaba en Cornualles, igual que Nell antes que ella, y Rose y Nathaniel y Eliza Makepeace primero. Mientras susurraba para sí sus nombres, sintió un extraño escozor bajo la piel. Como si unos hilos invisibles fueran tensados, todos a la vez. Tenía un motivo para estar allí, y no era el de regodearse en su pasado.
—Aquí estoy, Nell —dijo en voz baja—. ¿Es esto lo que querías que hiciera?
Mansión Blackhurst, Cornualles, 1900
Cuando Eliza se despertó, la mañana siguiente, le llevó un momento recordar dónde estaba. Le pareció yacer en una enorme cuna de madera con un manto azul oscuro suspendido sobre ella. Su camisón era de los que haría frotarse las manos de placer a la señora Swindell, las ropas sucias de Sammy estaban hechas un gurruño debajo de su cabeza. Después se acordó: las «benefactoras», el señor Newton, el viaje en carruaje, el Hombre Malvado. Estaba en la casa de su tío y su tía, había habido una tormenta, relámpagos, truenos y lluvia. El rostro de Sammy en la ventana.
Eliza se acercó al banco de la ventana y miró hacia afuera. Se vio obligada a entrecerrar los ojos. La lluvia y la tormenta de la noche anterior habían desaparecido con el amanecer, y la luz, el aire, todo estaba limpio. Hojas y ramas yacían por el suelo, y un banco del jardín, directamente bajo su ventana, había sido arrastrado por el viento.
Su atención se dirigió hacia un extremo distante del jardín. Alguien, un hombre, se movía entre los setos. Tenía una barba negra y estaba vestido con un mono de trabajo, un extraño sombrerito verde y botas de lluvia negras. Escuchó un ruido a sus espaldas y Eliza se dio la vuelta. La puerta de su habitación estaba abierta y una joven criada con cabellos ensortijados estaba colocando una bandeja sobre la mesilla. Era la misma criada que había sido reprendida la noche anterior.