Read El jardín olvidado Online
Authors: Kate Morton
¿Un puzle que pudiera contener a una persona? Eliza nunca había oído nada semejante.
—¿Adónde conduce?
—Ah, va y vuelve. Si tienes suerte y vas por el sendero correcto, te encuentras al otro lado de la finca. Si no tienes tanta suerte —sus ojos se abrieron ominosos—, lo más seguro es que mueras de hambre antes de que alguien sepa que estás perdida. —Se inclinó hacia ella, bajando la voz—. Con frecuencia me encuentro los huesos de esas almas desafortunadas.
La excitación ahogó la voz de Eliza hasta volverla un susurro.
—¿Y si lo atravieso? ¿Qué encontraré al otro lado?
—Otro jardín, un jardín especial, y una pequeña cabaña. Justo al borde del acantilado.
—He visto la cabaña. Desde la playa.
Asintió.
—Diría que la vio.
—¿De quién es la cabaña? ¿Quién vive allí?
—Nadie lo sabe. Lord Archibald Mountrachet —su bisabuelo— la construyó cuando estuvo a cargo. Hay quienes dicen que fue construida como puesto de vigía, como señalización.
—¿Para los contrabandistas, los piratas de Tregenna?
Sonrió.
—Veo que Mary Martin le ha llenado la cabeza de cuentos.
—¿Puedo ir a verla?
—Nunca la encontrará.
—Lo haré.
Sus ojos brillaron mientras la retaba.
—Jamás, nunca encontrará el camino a través del laberinto. Incluso si lo consigue, nunca sabrá cómo cruzar la puerta secreta y entrar en el jardín de la cabaña.
—¡Lo haré! Déjame intentarlo, por favor, Davies.
—Me temo que no es posible, señorita Eliza —dijo Davies, poniéndose serio—. No hay nadie que haya cruzado todo el laberinto en mucho tiempo. Lo cuido hasta cierto punto, pero sólo voy tan lejos como me lo permiten. Seguro que ha crecido demasiado más allá.
—¿Por qué nadie lo ha cruzado?
—Su tío lo cerró hace ya tiempo. Nadie lo ha atravesado desde entonces. —Se inclinó hacia ella—. Su madre sí que conocía el laberinto como el dorso de su mano. Casi tan bien como yo.
Sonó una campana en la distancia.
Davies se quitó el sombrero y se secó la sudada frente.
—Más vale que vuelva corriendo, señorita. Ésa es la campana del almuerzo.
—¿Vas a venir al almuerzo?
Rió.
—El personal no almuerza, señorita Eliza, eso no es lo correcto. Ahora es el momento de su cena.
—Entonces, ¿vas a venir a cenar?
—No como en la casa. Hace mucho tiempo que no lo hago.
—¿Por qué no?
—No es un lugar donde me guste estar.
Eliza no comprendió.
—¿Por qué no?
Davies se acarició la barba.
—Estoy más contento junto a mis plantas, señorita Eliza. Hay quienes están hechos para la compañía de los hombres, otros que no. Yo soy de los otros: contento en mi propio muladar.
—Pero ¿por qué?
Exhaló aire lentamente, como un gran gigante cansado.
—Algunos lugares hacen que se le ericen los cabellos a un hombre, no van bien con el modo de ser de una persona. ¿Entiende lo que digo?
Eliza pensó en su tía en el cuarto de color borgoña la noche anterior, el mastín, las sombras y la luz de las velas luchando fieramente en los muros. Asintió.
—La joven Mary es una buena chica. Ella la cuidará cuando esté en la casa. —Frunció algo el ceño mientras la miraba—. No es bueno confiar demasiado rápidamente, señorita Eliza. No es bueno para nada, ¿me oye?
Eliza asintió solemne, porque parecía que la solemnidad era lo que se le requería.
—Ahora vaya, señorita. Llegará tarde al almuerzo y milady hará que le sirvan su corazón en bandeja para la cena. A ella no le gusta que se rompan las reglas, y eso es un hecho.
Eliza sonrió, aunque Davies no lo hizo. Se volvió, deteniéndose cuando vio algo en una de las ventanas superiores, algo que ya había visto el día anterior. Un rostro, pequeño y vigilante.
—¿Quién es? —preguntó.
Davies se volvió y miró hacia la casa. Asintió levemente en dirección a la ventana superior.
—Creo que la señorita Rose.
—¿La señorita Rose?
—Su prima. La hija de su tía y su tío.
Eliza abrió enorme los ojos. ¿Su prima?
—Solíamos verla con frecuencia por los jardines, una pequeña cosita brillante, pero hace unos años enfermó y con eso terminó todo. Milady empleó todo su tiempo y una buena cantidad de dinero intentando recomponer lo que fuera que estuviera mal, y el joven doctor del pueblo siempre anda yendo y viniendo.
Eliza seguía mirando a la ventana. Alzó lentamente la mano, los dedos abiertos como la estrella de mar de la playa. La agitó de un lado a otro, mirando cómo el rostro desaparecía con rapidez en la oscuridad.
Una leve sonrisa apareció en el rostro de Eliza.
—Rose —susurró, saboreando la dulzura de la palabra. Era exactamente como el nombre de una princesa de cuento de hadas.
Cabaña del Acantilado, Cornualles, 2005
El viento azotó los cabellos de Cassandra, retorciendo su coleta de dentro afuera y al revés, como si fuera una serpentina. Se cubrió los hombros con su chaqueta e hizo una pausa momentánea para recuperar el aliento, mirando hacia la estrecha carretera costera que conducía hacia la villa, más abajo. Pequeñas cabañas blancas aferradas como lapas a la pequeña bahía rocosa, y botes pesqueros, rojos y azules, salpicaban el azul de la bahía, meciéndose sobre las olas mientras las gaviotas se zambullían y volaban en espiral sobre sus redes. El aire, incluso a esa altura, estaba saturado de la sal arrebatada a la superficie del mar.
La carretera era tan estrecha y tan pegada al borde del acantilado que Cassandra se preguntó cómo alguien podía haber tenido el coraje de conducir por allí. Altos y pálidos pastos costeros crecían a cada lado, temblando bajo el paso del viento. Cuanto más ascendía, más parecía aumentar la llovizna que flotaba en el aire.
Cassandra miró su reloj. Había subestimado cuánto tiempo le llevaría llegar a la cima, por no mencionar el cansancio que dejaría sus piernas de mantequilla a medio camino. El cansancio por el viaje y la falta de sueño reparador.
La noche anterior había dormido muy mal. El cuarto, la cama, eran lo suficientemente cómodos, pero se había visto acosada por extraños sueños, de esos que persisten al despertar pero que se escabullen de la memoria cuando intentas atraparlos. Sólo las ascuas de la inquietud permanecieron.
En algún momento de la noche se había despertado por motivos más materiales. Un ruido, como el sonido de una llave en la puerta de su dormitorio. Había estado segura de que había sido eso, el insertar y el forcejeo, mientras al otro lado alguien intentaba hacer girar la llave, pero cuando lo mencionó la mañana siguiente en recepción la empleada la miró de forma extraña antes de decir con voz helada que el hotel usaba tarjetas, no llaves metálicas, para abrir las puertas. Lo que había oído fue sólo el viento jugando con los viejos herrajes de bronce.
Cassandra continuó subiendo la colina. No podía estar mucho más lejos; la mujer de la tienda del poblado le había dicho que era una caminata de veinte minutos y llevaba ascendiendo más de treinta.
Dobló una curva y vio un coche rojo estacionando a un lado de la carretera. Un hombre y una mujer permanecían de pie, mirándola; él era alto y delgado, mientras que ella era baja y gruesa. Por un momento, Cassandra pensó que serían turistas disfrutando de la vista, pero cuando ambos alzaron la mano al unísono y la saludaron, supo quiénes debían de ser.
—¡Hola! —dijo el hombre, acercándosele. Era de mediana edad, aunque sus cabellos y su barba, blanca como el azúcar, daban la impresión de un rostro muy mayor—. Usted debe de ser Cassandra. Yo soy Henry Jameson y ella —dijo indicando a la sonriente mujer— es mi esposa, Robyn.
—Encantada de conocerla —dijo Robyn, hablando por encima del hombro de su esposo. Sus cabellos grises cortados estilo paje rozaban sus mejillas rosadas, tersas y redondas como manzanas.
Cassandra sonrió.
—Gracias por aceptar venir un sábado, de veras se lo agradezco.
—No tiene importancia —repuso Henry, pasándose una mano por la cabeza para retirarse los finos cabellos desordenados por el viento—. Ningún problema. Sólo espero que no le moleste que Robyn se haya sumado.
—Por supuesto que no, ¿por qué habría de molestarle? —intervino Robyn—. No le molesta, ¿verdad?
Cassandra negó con la cabeza.
—¿Qué te dije? No le importa en absoluto. —Cogió a Cassandra por la muñeca—. No es que tuviera muchas posibilidades de impedírmelo. Se habría buscado el divorcio de haberlo intentado siquiera.
—Mi esposa es la secretaria de la sociedad histórica local —explicó Henry, con un dejo de disculpa filtrándose en su voz.
—He publicado una serie de pequeños folletos sobre la zona. Casi todos sobre historias de familias locales, sitios de importancia, grandes casas. El más reciente es sobre el contrabando. Estamos a punto de publicar todos los artículos en una página de Internet.
—Se ha propuesto tomar el té en todas las grandes casas del condado.
—Sin embargo, he vivido en este pueblo toda mi vida y nunca he puesto siquiera un pie en este viejo lugar. —Robyn sonrió de modo que le brillaron las mejillas—. No me avergüenza decírselo, tengo más curiosidad que un gato.
—Jamás lo habríamos sospechado, querida —dijo cansadamente Henry, indicando la colina—. Tenemos que continuar a pie de aquí en adelante, el camino ya no sigue más allá.
Robyn abrió la marcha, caminando decidida por el estrecho sendero entre los pastos. Al ascender, Cassandra comenzó a observar a los pájaros. Cientos de pequeñas golondrinas marrones, llamándose unas a otras mientras pasaban de una rama espinosa a otra. Tuvo la extraña sensación de ser observada, como si los pájaros se empujaran para echarles un ojo a los intrusos humanos. Tembló levemente, y luego se reprendió por actuar de modo infantil, inventando misterios donde sólo había un ambiente peculiar.
—Fue mi padre quien se encargó de la venta a su abuela —dijo Henry, acortando sus largos pasos para caminar detrás de Cassandra—. En el setenta y cinco. Yo había comenzado en el negocio, como escribano, pero me acuerdo de la venta.
—Todos recuerdan la venta —añadió Robyn—. Fue la última parte de la propiedad que se vendió. Había gente que juraba que la cabaña nunca se vendería.
Cassandra miró hacia el mar.
—¿Por qué? La casa ha de haber contado con una bella vista.
Henry miró a Robyn, que había detenido su marcha para recobrar el aliento, una mano sobre el pecho.
—Bueno, eso es bien cierto —contestó—, pero…
—Corrían algunos chismes por el pueblo —dijo Robyn entre jadeos—. Rumores y cosas así… sobre el pasado.
—¿Qué clase de cosas?
—Rumores absurdos —señaló Henry con firmeza—, cosas sin sentido, de esas que se dan en cualquier pueblecito inglés.
—Se decía que estaba encantada —continuó Robyn, en voz baja.
Henry rió.
—Encuéntrame una casa en Cornualles que no lo esté.
Robyn hizo un gesto con sus pálidos ojos azules.
—Mi esposo es un pragmático.
—Y mi esposa una romántica —respondió Henry—. La Cabaña del Acantilado es de piedra y mortero, al igual que todas las casas de Tregenna. No está más encantada que yo.
—Y tú te dices hombre de Cornualles. —Robyn se acomodó un mechón de cabellos detrás de la oreja y miró a Cassandra con ojos entornados—. ¿Cree en fantasmas, Cassandra?
—Me parece que no. —Cassandra pensó en la extraña sensación que le habían producido los pájaros—. Al menos no en los que se presentan haciendo ruido por las noches.
—Entonces es una muchacha sensata —dijo Henry—. Lo único que ha entrado y salido de la Cabaña del Acantilado en los últimos treinta años es algún gracioso de la zona que ocasionalmente quiere darle un susto a sus amigos. —Henry sacó un pañuelo con sus iniciales bordadas del bolsillo de su pantalón, lo dobló por la mitad y se secó la frente—. Vamos, querida Robyn. Estaremos todo el día si no seguimos y el sol está que arde. Esta semana tenemos los coletazos del verano.
La pronunciada pendiente y el angosto sendero hacían que cualquier conversación resultara dificultosa, y caminaron los últimos metros en silencio. Ralos pastos pálidos brillaban trémulos mientras el viento susurraba suavemente entre ellos.
Por fin, después de pasar a través de una desordenada maraña de setos, llegaron a un muro de piedra. Tenía al menos tres metros de altura, y resultaba fuera de lugar después de la caminata sin haber visto una sola cosa hecha por la mano del hombre. Un arco de hierro flanqueaba la puerta de la entrada, los fibrosos zarcillos de una enredadera se habían enroscado en ella, calcificándose con el paso del tiempo. Un cartel que en su día debió de haber estado adherido a la verja colgaba ahora de una esquina. Líquenes verde pálido y marrón habían crecido como costras en su superficie, llenando las curvas hendiduras de las letras. Cassandra inclinó la cabeza para leer las palabras: «Manténgase alejado o aténgase a las consecuencias».
—Este muro es un añadido relativamente reciente —indicó Robyn.
—Cuando dice reciente, mi esposa se refiere a que tiene sólo cien años de antigüedad. La cabaña debe de tener tres veces esa edad. —Henry se aclaró la garganta—. Ahora, se dará cuenta de que este viejo lugar está necesitado de arreglos.
—Tengo una fotografía —dijo Cassandra sacándola de su bolso.
Henry enarcó las cejas mientras la examinaba.
—Diría que fue tomada antes de la venta. Ha cambiado bastante desde entonces. No ha sido muy cuidada, como verá. —Extendió el brazo izquierdo para abrir la verja de hierro e hizo una señal con la cabeza—. ¿Entramos?
Un sendero de piedra llevaba a la casa bajo un emparrado de viejos rosales con ramas artríticas. La temperatura descendió al pasar al jardín. La impresión general era de oscuridad y abatimiento. Y quietud, una extraña quietud. Incluso el ruido del mar parecía apagado. Era como si la tierra dentro de los confines del muro de piedra estuviera dormida. Esperando algo, o a alguien, que la despertara.
—Cabaña del Acantilado —anunció Henry, al llegar al final del sendero.
Los ojos de Cassandra se abrieron como platos. Ante ella había una enorme maraña de arbustos, gruesos y nudosos. Hojas de hiedra, verde oscuro de bordes angulosos, colgaban de todas partes, extendiéndose por delante de los espacios donde debían de estar las ventanas. Si no hubiera sabido que el edificio estaba allí se habría visto en dificultades para distinguirlo bajo las enredaderas.