Read El jardín olvidado Online
Authors: Kate Morton
—¿Alguien te trajo a casa, no? Parecía el coche de Christian Blake.
—Gracias por el mensaje —contestó Cassandra sonriente.
—No es que haya podido ver nada —dijo Samantha mientras Cassandra desaparecía por las escaleras—. No estaba espiando ni nada.
De regreso a su habitación, Cassandra preparó un baño con agua caliente, echando unas sales de lavanda que Julia había encontrado para sus cansados músculos. Tomó consigo los cuadernos y los puso sobre una toalla seca en el suelo de baldosas. Cuidando de mantener su mano izquierda seca para pasar las páginas, se metió en la bañera, suspirando con placer mientras el agua sedosa la rodeaba, y luego reclinó la cabeza contra el borde de porcelana y abrió el primero de los cuadernos, esperando que algún detalle pasado por alto sobre las marcas de Rose se le apareciera.
Para cuando el agua estaba tibia y los pies de Cassandra arrugados, poco había encontrado que le fuera útil. Sólo las mismas veladas menciones de Rose sobre las «marcas» que la avergonzaban.
Pero había encontrado algo más de interés. No vinculado a las marcas, pero sin embargo curioso. No eran sólo las palabras, sino el tono del comentario lo que impactó a Cassandra. No pudo quitarse la impresión de que querían decir mucho más de lo que aparentaban.
Abril de 1909. Las obras han dado comienzo en el muro de la cabaña. Mamá consideró, correctamente, que era mejor hacerlo mientras Eliza estuviera lejos. La cabaña es demasiado vulnerable. No había problema en que estuviera expuesta en los viejos tiempos, cuando su uso era más execrable, pero ya no necesita transmitir señales en dirección al mar. Todo lo contrario: no hay nadie entre nosotros que desee verse expuesto. Y una nunca puede ser lo suficientemente cuidadosa, porque donde hay mucho por ganar, también hay mucho por perder
.
Mansión Blackhurst, Cornualles, 1909
Rose estaba llorando. Sus mejillas estaban cálidas y la almohada mojada, pero seguía llorando. Apretó los ojos contra la luz invernal que se filtraba y lloró como no lo había hecho desde que era pequeña. ¡Desgraciada, desgraciada mañana! ¿Cómo se atrevía el sol a regodearse sobre su miseria? ¿Cómo se atrevían los demás a seguir con sus cosas como si Dios estuviera en el cielo, cuando una vez más Rose había despertado para ver el fin de su esperanza escrito con sangre? ¿Cuánto más, se preguntó, cuántas veces más debía tolerar esa desazón mensual?
De alguna horrorosa manera, era mejor saber, porque sin duda los peores días eran los de en medio. Los largos días en los que Rose se permitía imaginar, soñar, esperar. Esperanza, cómo había llegado a odiar la palabra. Era una insidiosa semilla plantada en el alma de una persona, sobreviviendo a escondidas con escasos cuidados, y luego floreciendo tan espectacularmente que nadie podía sino celebrarla. Era la esperanza también la que impedía que una persona se dejara aconsejar por la experiencia. Porque cada mes, después de la semana de sangrado, Rose sentía el renacimiento de la cruel criatura, y el recuerdo de su experiencia era nuevamente borrado. No importaba que se prometiera que esa vez no seguiría el juego, no caería presa de los crueles y propicios susurros, como hacía siempre. Porque la gente desesperada se aferra a la esperanza como marinos al naufragio.
En el transcurso de un año había habido sólo una leve demora en el terrible ciclo. Un mes en que el sangrado no había llegado. El doctor Matthews había sido convocado como corresponde, había conducido un examen y pronunciado las benditas palabras: estaba embarazada. Qué bendición escuchar el deseo más ferviente del propio corazón expresado con tanta calma, con tan poca consideración por los meses de despecho anteriores, con firmeza y confianza en que todo continuaría. Su vientre se expandiría y un bebé nacería. Ocho días había alimentado esa preciosa noticia, susurrado palabras de amor a su plano vientre, caminado y hablado y soñado de otro modo. Y entonces, en el noveno día…
Un golpe en la puerta, pero Rose no se movió. Vete, pensó, vete y déjame tranquila.
La puerta se abrió y alguien entró, irritantemente intentando mantenerse en silencio. Un ruido —algo que colocaban sobre la mesilla— y luego una suave voz junto a su oído.
—He traído el desayuno.
Mary otra vez. Como si no hubiera sido suficiente que Mary hubiera visto las sábanas, marcadas con su oscuro reproche.
—Debe mantener el ánimo en alto, señora Walker.
Señora Walker. Las palabras hacían que a Rose se le encogiera el estómago. Cómo había querido ser la señora Walker. Después de conocer a Nathaniel en Nueva York había asistido a una fiesta tras otra con el corazón en la boca, recorriendo los salones con la mirada hasta encontrarlo, conteniendo la respiración hasta que sus ojos se cruzaban y sus labios se abrían en una sonrisa, sólo para ella.
Y ahora el nombre era suyo y sin embargo había demostrado no ser merecedora del mismo. Una esposa que no podía cumplir con la función más básica de una mujer casada. Que no podía darle a su esposo las cosas que una esposa debe darle. Niños saludables, niños felices que corretearían por la casa, darían volteretas en la arena, o se esconderían de la institutriz.
—No debe llorar, señora Walker. Ya le llegará, en el momento oportuno.
Cada palabra de aliento era una amarga espina.
—¿Llegará, Mary?
—Por supuesto, señora.
—¿Qué hace que estés tan segura?
—Tiene que suceder, ¿no? La mujer no puede evitarlo aunque lo quiera. No por mucho tiempo. Hay muchas a quienes conozco que serían felices de escaparse si supieran cómo.
—Miserables desagradecidas —despreció Rose con el rostro enrojecido y húmedo—. Tales mujeres no merecen la bendición de tener hijos.
Los ojos de Mary se nublaron con algo que Rose asumió como pena. En vez de abofetear las rellenas y saludables mejillas de su criada, se volvió y se acurrucó bajo las sábanas. Alimentó su dolor en el fondo del vientre. Se rodeó con la oscura y vacía nube de la pérdida.
* * *
Nathaniel podía haberla dibujado dormida. El rostro de su esposa le era tan familiar que a veces pensaba conocerlo mejor que sus propias manos. Terminó la línea que estaba trazando y la borroneó levemente con el pulgar. Entrecerró los ojos e inclinó la cabeza. Era hermosa, en eso había tenido razón. El cabello oscuro y la piel pálida, la bella boca. Y sin embargo no le daba placer.
Guardó el boceto en su carpeta. Ella estaría feliz de recibirlo, como siempre. Su petición de que le hiciera nuevos retratos era tan desesperada que nunca podía decirle que no. Si él no le presentaba uno cada pocos días, era capaz de ponerse a llorar y solicitarle promesas de amor. Él ahora la dibujaba de memoria, en vez de hacerla posar. Esto último era demasiado doloroso. Su Rose había desaparecido dentro de su pena. La joven mujer a la que había conocido en Nueva York había sido engullida por esta sombra de Rose, con ojos ojerosos por falta de sueño, la piel consumida por la preocupación y los miembros agitados. ¿Algún poeta había descrito adecuadamente la miserable fealdad de la persona amada cuando se ahoga en la pena?
Noche tras noche ella se le presentaba y él consentía. Pero el deseo de Nathaniel había desaparecido. Lo que una vez lo había excitado ahora lo llenaba de angustia, y lo que es peor, de culpa. Culpa de que cuando hacían el amor ya no podía tolerar mirarla. Culpa por no poder darle lo que ella quería. Culpa de no querer un bebé tan desesperadamente como ella y que Rose no le creyera. No importaba cuántas veces le asegurara que ella era suficiente para él, Rose no se daba por convencida.
Y ahora, lo más mortificante de todo, su madre había ido a verlo al estudio. Había examinado sus retratos con cierto envaramiento, antes de sentarse en la silla junto a su atril y lanzarle un sermón. Rose era delicada, comenzó, siempre lo había sido. El instinto animal del esposo podía ser nocivo y sería lo mejor para todos si él desistiera por un tiempo. Tan desasosegante era tener semejante conversación con su suegra que Nathaniel fue incapaz de encontrar palabras ni deseos de explicar su posición al respecto.
En cambio, había consentido en buscar la soledad en los jardines de la propiedad, en vez de su estudio. El cenador se había convertido en su lugar de trabajo. Todavía estaba fresco en marzo, pero Nathaniel estaba más que dispuesto a olvidarse de su comodidad. El clima hacía menos probable que alguien buscara su compañía. Finalmente, podía estar tranquilo. Dentro de la casa, en invierno, con los padres de Rose y sus sofocantes necesidades, había sido opresivo. Su angustia y decepción se habían filtrado en los muros, las cortinas, las alfombras. Era la casa de los muertos: Linus encerrado en su cuarto oscuro, Rose en el dormitorio, Adeline acechando por los corredores.
Nathaniel se inclinó hacia delante, su atención atraída por la débil luz del sol a través de las ramas de los rododendros. Sus dedos le escocieron, deseosos de capturar la luz y la sombra. Pero no había tiempo. La tela de lord Mackelby esperaba frente a él en el atril, la barba ya pintada, las mejillas enrojecidas, la frente arrugada. Sólo faltaban los ojos. Los ojos eran siempre lo que no lograba Nathaniel con el óleo.
Seleccionó un pincel y retiró un pelo suelto. Estaba a punto de aplicar pintura a la tela cuando sintió que le ardían los brazos, un extraño sexto sentido de su soledad alertándole. Miró por encima de su hombro. Tal como era de esperar, un sirviente estaba de pie a sus espaldas. Se agitó.
—Por amor de Dios, hombre —protestó Nathaniel—. No te acerques de ese modo. Si tienes algo que decirme, ven, ponte frente a mí y dilo. No hay necesidad de semejante sigilo.
—Lady Mountrachet manda avisar que el almuerzo se servirá más temprano, señor. El carruaje para Tremayne Hall partirá a las dos de la tarde.
Nathaniel maldijo en silencio. Se había olvidado de Tremayne Hall. Otro más de los acaudalados amigos de Adeline queriendo cubrir las paredes con sus efigies. ¡Tal vez con un poco de suerte su modelo insistiría en que retratara también a sus tres pequeños perros!
Pensar que alguna vez se había excitado ante semejantes presentaciones, había sentido su estatus elevarse como la vela en un barco nuevo. Había sido un ciego, ignorante del coste que tal éxito tendría. Los encargos habían aumentado, pero su creatividad se había reducido de forma significativa. Estaba realizando retratos del mismo modo que esas nuevas fábricas de producción en serie de las que los hombres de negocios hablaban constantemente, frotándose las sudorosas manos con placer. Sin tiempo para detenerse, para mejorar, para modificar sus métodos. Su trabajo ya no era el de un orfebre, ya no tenía dignidad o humanidad en sus pinceladas.
Lo peor de todo, mientras estaba ocupado produciendo retratos, el tiempo para el dibujo, su verdadera pasión, estaba escapándosele entre los dedos. Desde su llegada a Blackhurst sólo había realizado un dibujo y un puñado de bocetos de la casa y sus habitantes. Sus manos, su habilidad, su espíritu, todo había sido atrofiado.
Había elegido mal, ahora lo entendía. Si sólo hubiera prestado atención a las peticiones de Rose y hubiera buscado una nueva casa para ellos después de casarse, tal vez las cosas hubieran sido diferentes. Tal vez estarían felices, con un montón de niños a sus pies, y la satisfacción de la creación en la yema de sus dedos.
Pero tal vez todo fuera lo mismo. Él y ella, obligados a soportar una tortura similar en circunstancias más agobiantes. Y allí estaba el meollo. ¿Cómo iba a esperarse que eligiera, un joven que había conocido la pobreza, un camino de más privaciones?
Y ahora Adeline, como la mismísima Eva, había comenzado a susurrar sobre un posible retrato del rey. Y aunque estaba cansado de los retratos, aunque se odiaba por haber dejado de lado tan completamente su pasión, la piel se le erizaba a Nathaniel ante la mera sugerencia.
Dejó a un lado el pincel y se limpió una mancha de pintura del pulgar. Estaba a punto de dirigirse hacia el almuerzo cuando su carpeta le llamó la atención. Con una mirada hacia la casa sacó de su interior sus bocetos secretos. Había estado trabajando en ellos de vez en cuando durante una quincena, desde que había leído los cuentos de hadas de la prima Eliza hallados entre las cosas de Rose. Aunque estaban pensados para niños, los mágicos relatos de coraje y moralidad tenían un singular modo de meterse bajo la piel. Los personajes habían entrado en su mente y cobrado vida, su simple sabiduría, un bálsamo para su mente confundida, sus desagradables problemas de adulto. Se había encontrado, en momentos de distracción, garabateando líneas que se habían transformado en una vieja frente a una rueca, la reina de las hadas con su larga trenza, la princesa pájara atrapada en su jaula de oro.
Y lo que había comenzado como simples garabatos, ahora se habían convertido en dibujos. Oscureciendo las sombras, afirmando los trazos, acentuando las expresiones faciales. Los observó e intentó no prestar atención al membrete del papel que Rose le había comprado de recién casados, intentó no pensar en épocas más felices.
Los dibujos no estaban todavía terminados, pero estaba satisfecho con ellos. De hecho, era el único proyecto que parecía darle algún placer, que le permitía escapar del castigo en que se había convertido su vida. Con el corazón agitado, Nathaniel colocó los pergaminos sobre su atril. Después del almuerzo iba a permitirse dibujar, dibujar sin motivo, como había hecho alguna vez de niño. Los ojos sombríos de lord Mackelby podían esperar.
* * *
Por fin, con la ayuda de Mary, Rose estuvo vestida. Había estado sentada en su silla de convaleciente toda la mañana, pero después se había decidido a salir de su cuarto. ¿Cuándo había dejado por última vez esas cuatro paredes? ¿Dos días atrás? ¿Tres? Al tratar de ponerse en pie, estuvo a punto de caer. Estaba mareada y con el estómago revuelto, sensaciones familiares de su infancia. Entonces, Eliza había sido capaz de levantarle el ánimo con historias de hadas, y cuentos que había escuchado en la cala. Si tan sólo el remedio para su aflicción de adulta fuera tan sencillo.
Había pasado algún tiempo desde que Rose viera a Eliza. La espiaba en ocasiones desde su ventana, caminando por el jardín o de pie junto al acantilado, una mancha distante con largos cabellos rojos sueltos. Una o dos veces Mary había llegado a su puerta con el mensaje de que la señorita Eliza estaba abajo, esperando ser recibida, pero Rose siempre se había negado. Amaba a su prima, pero la batalla emprendida contra el dolor y la esperanza consumían todas las energías que podía reunir. Y Eliza era tan entusiasta, tan llena de vitalidad, posibilidades, salud… Era más de lo que Rose podía tolerar.