Read El jardín olvidado Online
Authors: Kate Morton
—¡Muchacha torpe! Lo que se rompe se paga.
—Pero es su culpa. Si usted no tuviera ratas…
—¡No las tengo! No hay ratas por ningún lado…
—Tiita, la he visto. Una cosa horrible, grande como un perro, con ojos negros como cuentas y largas y afiladas garras… —Su voz se ahogó y se dejó caer contra el respaldo de la silla—. Me voy a desmayar. No estoy hecha para estos horrores.
—Vamos, Margaret, ten coraje. Piensa en los cuarenta días y cuarenta noches de Cristo.
La vieja señorita Sturgeon mostró su impresionante fortaleza sujetando a Eliza fuertemente por el brazo mientras se inclinaba para sostener a su sobrina, medio desfallecida, que había empezado a lloriquear.
—Pero sus ojitos como cuentas, la horrible nariz fruncida… —Tomó aire—. ¡Aaahhh! ¡Allí está!
Todos los ojos se volvieron en la dirección que señalaba el dedo de Margaret. Acurrucada detrás del balde para carbón, una rata temblorosa. Eliza deseó que escapara.
—¡Ven aquí, pequeña bestia! —La señora Swindell cogió un trapo y comenzó a perseguir al roedor por la habitación, golpeando en todas direcciones.
Margaret chillaba, la señorita Sturgeon la impelía a callar, la señora Swindell maldecía, se rompían botellas, y de pronto, como de la nada, una nueva voz. Fuerte y grave.
—Deténganse inmediatamente.
Todos los sonidos se evaporaron cuando Eliza, la señorita Swindell y las dos señoritas Sturgeon se volvieron para ver de dónde provenían las palabras. De pie junto a la puerta había un hombre vestido todo de negro. Detrás de él, un brillante carruaje aguardaba. Los niños se habían congregado alrededor, tocando las ruedas y maravillándose de las brillantes farolas al frente. El hombre permitió que su mirada recorriera el escenario que se desarrollaba frente a él.
—¿Señorita Eliza Makepeace?
Eliza asintió con brusquedad, incapaz de articular palabra, demasiado abrumada ahora que su vía de escape estaba bloqueada como para preguntarse por la identidad de ese desconocido que conocía su nombre.
—¿Hija de Georgiana Mountrachet? —le pasó una fotografía. Era Madre, mucho más joven, vestida con las finas ropas de una dama. Eliza abrió, enormes, los ojos. Asintió, confundida.
—Soy Phineas Newton, represento a lord Linus Mountrachet de la mansión Blackhurst, he venido a buscarla. A llevarla a su casa, a las tierras de su familia.
Eliza se quedó boquiabierta, aunque no tanto como las señoritas Sturgeon. La señora Swindell se dejó caer en una silla, víctima de un repentino ataque de apoplejía. Su boca se abría y se cerraba como la de un pez mientras balbuceaba confusa: «¿Lord Mountrachet…? ¿Mansión Blackhurst…? ¿Tierras de la familia…?».
La vieja señorita Sturgeon se enderezó.
—Señor Newton, me temo que no voy a permitir que aparezca y se lleve a la niña sin ver ningún tipo de orden. Nosotras, en la parroquia, nos tomamos muy en serio nuestras responsabilidades…
—Todo debería estar detallado aquí. —El hombre les entregó una hoja—. Mi cliente ha solicitado y ha obtenido la tutoría de esta menor. —Se volvió a Eliza, deteniéndose apenas en sus inusuales ropas—. Venga, señorita. Se acerca una tormenta y tenemos que recorrer un buen trecho.
Le llevó apenas un segundo decidirse. No importaba que jamás hubiera oído hablar de Linus Mountrachet o de las tierras de Blackhurst. No importaba que no supiera si este señor Newton decía la verdad. No importaba que Madre hubiera guardado silencio en lo que se refería a su familia, que una negra sombra cayera sobre su rostro cuando Eliza la azuzaba para que dijera algo más. Cualquier cosa era mejor que el orfanato. Y al seguir la corriente a este hombre y su historia, escapando de las garras de las señoritas Sturgeon, y despedirse de los Swindell y su helada y solitaria habitación en lo alto, le parecía que estaba contribuyendo a rescatarse a sí misma tan certeramente como si se las hubiera ingeniado para soltarse y salir corriendo.
Se acercó rápidamente al señor Newton, se situó de pie detrás de su capa y echó un vistazo a su rostro. De cerca, no era tan grande como le había parecido cuando su silueta surgió en la puerta. Su cuerpo tenía forma de barril, era de estatura mediana y piel áspera. Bajo su sombrero de copa, Eliza pudo ver unos cabellos que los años habían desteñido, de castaños a plateados.
Mientras las señoritas Sturgeon examinaban la orden de custodia, la señora Swindell finalmente recuperó la compostura. Se adelantó, extendiendo un correoso dedo en dirección al pecho del señor Newton, puntuando cada tercera palabra.
—Esto es
sólo
un sucio
truco
, y usted,
señor
, es un
estafador
. —Sacudió la cabeza—. No sé qué es lo que quiere de la niña, aunque bien puedo imaginarlo, pero no me la arrebatará con sus retorcidos ardides.
—Le aseguro, señora —declaró el señor Newton, tragando su evidente disgusto—, que no hay truco alguno.
—
¿
Ah, no? —Sus cejas se enarcaron y sus labios se abrieron en una babosa sonrisa—. ¿Ah, no? —Se volvió triunfante hacia las señoritas Sturgeon—. Son mentiras, todo mentiras, no es más que un mentiroso asqueroso. Esta niña no tiene familia, es una huérfana, lo es. Una huérfana. Y es mía, mía, y puedo hacer con ella lo que quiera. —Su labio hizo una mueca de victoria al anunciar un argumento que consideraba imbatible—. Me la dejó su madre al morir porque no tenían adonde ir. —Hizo una pausa triunfal—. Así es, la madre en persona me lo dijo: ella no tenía familia. Ni mencionó familia alguna en los trece años que la conocí. Este hombre es un rufián.
Eliza alzó la mirada hacia el señor Newton, quien emitió un breve suspiro y alzó sus cejas.
—Aunque me sorprende poco que la madre de la señorita Eliza no haya divulgado los detalles de la existencia de su familia, eso no altera el hecho de que lo sea. —Hizo un gesto hacia la vieja señorita Sturgeon—. Está todo en esos papeles. —Salió y abrió la portezuela del carruaje—. ¿Señorita Eliza? —dijo indicando que debía subir.
—Llamaré a mi esposo —amenazó la señora Swindell.
Eliza dudó, abriendo y cerrando las manos.
—¿Señorita Eliza?
—Mi esposo lo meterá en vereda.
Fuera cual fuera la verdad sobre su familia, Eliza se dio cuenta de que su opción era sencilla: carruaje u orfanato. No tenía más control sobre su propio destino, no en ese momento. Su única opción era ponerse a merced de una de las personas allí congregadas. Respirando hondo, dio un paso en dirección al señor Newton.
—No he recogido mis cosas…
—¡Que alguien vaya a buscar al señor Swindell!
El señor Newton sonrió tristemente.
—No se me ocurre que haya nada aquí que pueda tener cabida en la mansión Blackhurst.
Una pequeña muchedumbre de vecinos se había ahora congregado. La señora Barrer estaba de pie a un lado, boquiabierta, la canasta con ropa lavada contra la cintura; la pequeña Hatty apoyando su sucia mejilla contra el vestido de Sarah.
—Si fuera tan amable, señorita Eliza. —El señor Newton se colocó a un lado de la puerta e hizo un gesto con su mano hacia el espacio abierto.
Con una última mirada a la jadeante señora Swindell y a las dos señoritas Sturgeon, Eliza subió el pequeño peldaño que se había desplegado para alcanzar la cuneta y desapareció en la oscura cavidad del carruaje.
* * *
No fue hasta que se cerró la portezuela cuando Eliza se dio cuenta de que no estaba sola. Sentado frente a ella, sobre los oscuros pliegues de la tapicería, había un hombre al que reconoció. Un hombre que llevaba anteojos y un suntuoso traje. Se le encogió el estómago. Supo, al instante, que ése era el Hombre Malvado del cual Madre le había advertido, y sabía que tenía que escapar. Pero cuando se volvió desesperada hacia la puerta cerrada, el Hombre Malvado golpeó la pared a sus espaldas y el carruaje dio un salto adelante.
Cornualles, Inglaterra, 1900
Mientras avanzaban por Battersea Church, Eliza estudió las puertas del carruaje. Tal vez si giraba uno de los pomos y apretaba una de las ranuras, se abriría y podría saltar y ponerse a salvo. Aunque la calidad de su salvación estaba en duda; si sobrevivía a la caída, tendría que encontrar el modo de evitar el orfanato, pero era mejor, sin duda, que ser secuestrada por el hombre que aterrara a Madre.
Con el corazón palpitando como un gorrión atrapado en sus costillas, se estiró con cuidado, cerrando los dedos en torno a la manivela y…
—Yo no haría eso si fuera usted.
Ella lo miró con atención.
El hombre la estaba observando, sus ojos enormes detrás de los cristales de sus anteojos.
—Se caería debajo del carruaje y las ruedas la partirían en dos. —Sonrió levemente, mostrando un diente de oro—. ¿Y cómo le explicaría eso a su tío? ¿Trece años de cacería sólo para entregarla en mitades? —Hizo un ruido, una suerte de rápidas inspiraciones que Eliza supuso que eran su risa, pero sólo porque vio elevarse las comisuras de sus labios.
Tan pronto como comenzó, el ruido se detuvo y la boca del hombre se reacomodó en su adusto gesto. Se atusó el abundante bigote, que se asentaba como las colas de dos ardillas sobre sus labios.
—Mansell es mi nombre. —Se reclinó y cerró los ojos. Cruzó sus manos pálidas y de aspecto húmedo sobre la pulida cabeza de un bastón oscuro—. Trabajo para su tío, y tengo el sueño muy ligero.
Las ruedas del carruaje danzaban metálicas cruzando una calle empedrada tras otra, los edificios de ladrillo pasaban veloces, grises y más grises hasta donde alcanzaba la vista, y Eliza permaneció sentada, rígida, angustiada por no despertar al Hombre Malvado. Trató de acoplar su respiración al galope de los caballos. Obligó a sus alocados pensamientos a calmarse. Se concentró en el frío asiento de cuero. Era todo lo que podía hacer para evitar que le temblaran las piernas. Se sentía transportada, como un personaje que recortado de las páginas de un cuento, en donde conocía el ritmo y el contexto, hubiera sido pegado descuidadamente en otro.
Al acercarse a las afueras de Londres y emerger por fin del bosque de edificios, Eliza pudo ver el encrespado firmamento. Los caballos hacían lo posible para adelantarse a las nubes gris oscuro, pero ¿qué posibilidad tenían los caballos contra la ira del mismo Dios? Las primeras gotas de lluvia cayeron despectivas sobre el techo del carruaje y, afuera, el mundo pronto quedó cubierto de blanco. Golpeaba contra las ventanillas y goteaba por los delgados huecos de la parte superior de las portezuelas del carruaje.
Avanzaron de ese modo durante horas y Eliza buscó refugio en sus pensamientos, hasta que de pronto doblaron una curva del camino y un chorrillo de agua helada cayó sobre su cabeza. Parpadeó para limpiar sus húmedas pestañas, y observó la mojadura en su camisa. Sintió una fuerte necesidad de llorar. Raro que en un día tan agitado algo tan inocuo como un poco de agua llevara a una persona a las lágrimas. Pero ella no se permitiría el llanto, no aquí, no con el Hombre Malvado sentado frente a ella. Se tragó el nudo de su garganta.
Sin siquiera abrir aparentemente los ojos, el señor Mansell sacó un pañuelo blanco del bolsillo de su chaqueta y se lo tendió a Eliza con un gesto para que lo tomara.
Ella se secó el rostro.
—Tanta agitación —comentó Mansell, con una voz tan fina que sus labios casi ni se abrieron—. Tanta, tanta agitación.
Eliza pensó al principio que se refería a ella. Le parecía injusto puesto que apenas había armado escándalo, pero no se atrevió a decir nada.
—Tantos años dedicados —continuó el hombre—, para tan escasa recompensa. —Sus ojos se abrieron, fríos, evaluándola; ella sintió que se le tensaba la piel—. A qué extremos llega un hombre roto.
Eliza se preguntó quién sería el hombre roto, esperó que el señor Mansell aclarara lo que había querido decir. Pero no volvió a hablar. Simplemente recuperó el pañuelo, cogiéndolo con dos pálidos dedos antes de dejarlo caer en el asiento a su lado.
El carruaje se sacudió de repente, y Eliza se aferró al asiento para mantener el equilibrio. Los caballos habían cambiado el paso y estaban disminuyendo la velocidad. Finalmente, se detuvo.
¿Habían llegado? Eliza miró a través de la ventanilla pero no vio casa alguna. Sólo un vasto y empapado campo, y a un lado, un pequeño edificio de piedra, con un cartel empapado por la lluvia sobre la puerta.
Posada MacCleary, Guildford
.
—Tengo otros asuntos que atender —dijo el señor Mansell mientras se bajaba—. Newton la acompañará a partir de ahora. —La lluvia casi apagó su siguiente orden, pero al cerrarse la puerta de golpe Eliza lo escuchó gritar—: Lleva a la niña a Blackhurst.
* * *
Una curva abrupta, y Eliza fue lanzada contra la portezuela dura y fría. Despertada de forma brusca del sueño, le llevó unos instantes recordar dónde estaba, por qué estaba sola en un carruaje oscuro mientras la llevaban a un destino desconocido. Dispersos y pesados, los recuerdos regresaron. La convocatoria de su misterioso tío, la huida de las garras de las «benefactoras» de la señora Swindell, el señor Mansell… Limpió la condensación de la ventana y espió fuera. Desde que había subido al carruaje, habían viajado un día y una noche, deteniéndose sólo ocasionalmente para cambiar los caballos, y ahora era una vez más de noche. Evidentemente había dormido un buen rato, aunque no habría sabido decir cuánto.
Ya no llovía y un puñado de estrellas tempranas era visible más allá de las bajas nubes. Los faroles del carruaje no podían competir contra el denso crepúsculo de la campiña, titilando mientras el cochero surcaba el irregular camino. En la leve y húmeda luz, Eliza distinguió las siluetas de grandes árboles, negras ramas dibujadas en el horizonte, y unas altas puertas de hierro. Entraron en un túnel de enormes setos espinosos, y las ruedas avanzaron por las zanjas, lanzando una lluvia de agua barrosa contra la ventanilla.
Todo era oscuridad dentro del túnel, las ramas tan densas que no permitían que la luz crepuscular se filtrara. Eliza contuvo la respiración, esperando su destino. Esperando echar un primer vistazo a lo que seguramente debía hallar delante. Blackhurst. Podía escuchar su corazón, ya no un gorrión, sino un cuervo con grandes y poderosas alas, batiéndolas dentro de su pecho.
De pronto, emergieron al aire libre.
Un edificio de piedra, el más grande que Eliza hubiera visto. Más grande incluso que los hoteles de Londres donde los hombres encopetados entraban y salían. Estaba rodeado por una oscura neblina, con altos árboles de ramas entrelazadas por detrás. Una luz amarilla brillaba en algunas de las ventanas inferiores. ¿Seguro que ésta era la casa?