El jardín olvidado (33 page)

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Authors: Kate Morton

BOOK: El jardín olvidado
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La puerta se abrió, permitiendo que una ráfaga de viento agitara las llamas.

—La cena está servida, milady.

Cómo despreciaba Adeline a Thomas, los despreciaba a todos. A pesar de sus «sí, milady» y «no, milady», «la cena está servida, milady», etcétera, sabía lo que en el fondo todos pensaban de ella, lo que siempre habían pensado.

—¿El señor? —Su voz más fría y autoritaria.

—Lord Mountrachet viene de camino del cuarto oscuro, milady.

El maldito cuarto oscuro, por supuesto que estaba allí. Había escuchado la llegada de su carruaje mientras soportaba el té junto al doctor Matthews. Había mantenido un oído atento en el vestíbulo esperando los familiares pasos de su esposo —pesado, liviano, pesado, liviano— pero nada. Debería haber adivinado que iría derecho a su endemoniado cuarto oscuro.

Thomas seguía mirándola, por lo que Adeline reacomodó su compostura. Antes sufriría en manos de Lucifer que permitir que Thomas tuviera la satisfacción de percibir una discordia matrimonial.

—Vaya a asegurarse personalmente —indicó con la mano— de que las botas del señor estén limpias de ese espantoso barro escocés.

* * *

Linus ya estaba sentado cuando Adeline llegó a la mesa. Había comenzado con la sopa y no alzó la vista cuando ella entró. Estaba demasiado ocupado estudiando las fotografías en blanco y negro que yacían en su extremo de la larga mesa: musgo, mariposas y ladrillos, los despojos de su reciente viaje.

Viéndolo, Adeline sufrió un golpe de calor. ¿Qué dirían los demás si supieran que la mesa de Blackhurst era testigo de semejante comportamiento? Miró de reojo a Thomas y al criado, cada uno mirando a una pared. Pero Adeline no se engañaba, ella sabía que detrás de sus expresiones vidriosas, sus mentes estaban ocupadas: juzgando, tomando nota, preparándose para contarles a sus colegas de las otras casas la decadencia de costumbres de la mansión Blackhurst.

Adeline se sentó rígidamente en su lugar y esperó a que el criado colocara la sopa frente a ella. Tomó un breve sorbo y se quemó la lengua. Observó cómo Linus, la cabeza inclinada, continuaba su inspección de las fotografías. La pequeña calvicie en el cráneo se estaba expandiendo. Parecía como si un gorrión hubiera estado trabajando, acomodando las primeras hierbas para un nuevo nido.

—¿Está la niña aquí? —dijo, sin alzar la vista.

Adeline sintió que le quemaba la piel.

—Está.

—¿La has visto?

—Por supuesto. Ha sido acomodada en el piso superior.

Por fin alzó la cabeza, tomó un sorbo de vino. Luego otro.

—¿Y es… es como…?

—No. —La voz de Adeline era gélida—. No, no lo es. —Apretó los puños en su regazo.

Linus exhaló un breve suspiro, tomó un trozo de pan y comenzó a masticarlo. Habló con la boca llena, seguramente para irritarla.

—Mansell dijo lo mismo.

Si alguien iba a ser culpado por la llegada de la niña ése era Henry Mansell. Puede que Linus quisiera el regreso de Georgiana, pero era Mansell quien había mantenido viva la esperanza. El detective, con su espeso bigote y sus finos anteojos, había tomado el dinero de Linus y enviado frecuentes informes. Todas las noches Adeline había rezado para que Mansell fracasara, para que Georgiana permaneciera lejos, y Linus se resignara a dejarla partir.

—¿Tuviste un buen viaje? —preguntó Adeline.

No hubo respuesta. Una vez más, la mirada en las fotografías.

El orgullo de Adeline le impidió echar una mirada de reojo a Thomas. Acomodó sus facciones en una máscara de contenida calma e intentó tomar un nuevo sorbo de sopa, ahora más tibia. El rechazo de Linus hacia ella era una cosa —había comenzado poco después de su matrimonio—, pero la completa negación de Rose era otra. Ella era su hija; su sangre corría por sus venas, la sangre de su noble familia. Que pudiera permanecer tan distante era algo que Adeline no podía concebir.

—El doctor Matthews estuvo hoy otra vez —dijo—. Otra infección.

Linus alzó la vista, los ojos cubiertos por el familiar velo de desinterés. Comió otro trozo de pan.

—Nada demasiado serio, a Dios gracias —continuó Adeline, alentada por su mirada—. No hay motivos para preocuparse.

Linus tragó el pedazo de pan.

—Mañana parto para Francia —anunció inexpresivo—. Hay una puerta en Notre Dame… —Su frase se desvaneció. El compromiso de mantener informada a Adeline sólo llegaba hasta cierto punto.

La ceja izquierda de Adeline se alzó levemente antes de que la controlara y la bajara a su lugar.

—Fantástico —declaró, formando con sus labios una apretada sonrisa, ahogando la imagen, proveniente de ninguna parte, de Linus en el pequeño bote, con la cámara en dirección a una figura vestida toda de blanco.

Capítulo 27

Tregenna, Cornualles, 1975

Allí estaba, la roca negra de la historia de William Martin. Desde la cima del acantilado, Nell observó cómo la espuma blanca del mar se encrespaba en torno a la base antes de entrar en la ensenada y ser aspirada por la marea. No le hizo falta mucho para imaginar la cala como lugar de feroces tormentas, barcos naufragando y ataques nocturnos de contrabandistas.

A lo largo del acantilado, una línea de árboles se alzaba como soldados de infantería, bloqueándole la vista de la casa de Blackhurst, la casa de su madre.

Hundió aún más las manos en los bolsillos de su abrigo. El viento soplaba fuerte allá arriba y le hizo falta toda su fuerza para mantener el equilibrio. Su cuello estaba entumecido, sus mejillas simultáneamente tibias y frías por el roce del viento. Se volvió para seguir el sendero de pastos aplastados junto al borde del acantilado. La carretera no llegaba hasta allí y el sendero era estrecho. Nell avanzó con cautela: su rodilla estaba hinchada y magullada tras la entrada intempestiva que había efectuado el día anterior a Blackhurst. Había acudido con intención de entregar una carta explicando que era una anticuaria australiana de visita y solicitando poder visitar la casa en algún momento que fuera conveniente para sus dueños. Pero mientras estaba de pie frente a la verja, algo se apoderó de ella, una necesidad tan fuerte como la de respirar. Lo siguiente que supo fue que, abandonando toda dignidad, estaba trepando torpemente, buscando apoyo en los motivos decorativos de la verja.

Un comportamiento ridículo incluso para una mujer con la mitad de sus años, pero era lo que había. Estar tan cerca de la casa familiar, el lugar de su nacimiento, y que se le negara siquiera un vistazo le resultaba intolerable. Lo único lamentable es que la habilidad física de Nell no estuviera a la altura de su tenacidad. Se había sentido avergonzada y agradecida en igual medida cuando Julia Bennett apareció mientras intentaba entrar. Afortunadamente, la nueva dueña de Blackhurst había aceptado la explicación de Nell y la había invitado a echar un vistazo.

Había sido tan extraño ver el interior de la casa… Extraño, pero no como lo había imaginado. Se había quedado sin palabras ante la expectación. Había caminado por el vestíbulo de entrada, subido las escaleras, husmeado en las habitaciones, diciéndose una y otra vez: tu madre se sentó aquí, tu madre caminó por aquí, tu madre amó este lugar; y había esperado que tal enormidad cayera sobre ella. Que una ola de reconocimiento se desprendiera de los muros de la casa y la arrollara, que alguna parte de ella misma reconociera que ése era su hogar. Pero nada de ese conocimiento le había sido dado. Una tonta expectativa, por supuesto, nada propia de Nell. Pero allí estaba. Incluso la persona más pragmática es víctima a veces de un deseo extraño. Al menos ahora podía dar forma a los recuerdos que estaba tratando de reconstruir; conversaciones imaginarias que habrían tenido lugar en cuartos verdaderos.

Entre los brillantes y altos pastos, Nell encontró un palo de la medida exacta. Había algo inconmensurablemente placentero en caminar con un cayado, agregaba una sensación de decisión a la marcha de una persona. Por no mencionar que aliviaría un poco la presión en su hinchada rodilla. Se agachó para tomarlo y continuó con cuidado por la pendiente, más allá de la alta muralla de piedra. Había un cartel en la verja, justo encima del que amenazaba a los que cruzaran la propiedad.
En venta
, y debajo un número telefónico.

De modo que ésa era la cabaña que pertenecía a las propiedades de Blackhurst, la que Julia Bennett había mencionado el día anterior, y la que William Martin deseaba que ardiera hasta los cimientos, la que había sido testigo de cosas que «no fueron correctas», fuera lo que fuesen. Nell se reclinó contra la verja. No parecía tener mucho de amenazante. El jardín estaba descuidado y la luz del atardecer se colaba por todos los rincones, acomodándose para la noche en frescos y oscuros rincones. Un estrecho sendero conducía hacia la cabaña antes de girar a la izquierda frente a la puerta de entrada y continuar su sinuoso camino por el jardín. Cerca de la pared del fondo se alzaba una estatua solitaria cubierta de verdes líquenes. Un niño pequeño desnudo en medio de un arriate, los ojos enormes, fijos para siempre en la cabaña.

No, no era un arriate, el niño estaba de pie en una fuente.

La corrección llegó con rapidez y certeza, sorprendiendo a Nell de tal modo que se aferró a la verja cerrada. ¿Cómo lo sabía?

Entonces, el jardín cambió ante sus ojos. Hierbas y setos, descuidados durante décadas, retrocedieron. Las hojas se alzaron del suelo, revelando senderos y arriates de flores y un banco de jardín. La luz pudo entrar una vez más, moteando la superficie de la fuente. Y entonces se encontró en dos lugares a la vez: una mujer de sesenta y cinco años con una rodilla entumecida, aferrada a una verja herrumbrada, y una niña de largos cabellos trenzados a la espalda, sentada en un montículo de hierba suave y fresco, los dedos de los pies jugueteando en la fuente…

El pez gordinflón volvió a salir a la superficie, el dorado vientre brillante, la niña rió cuando éste abrió la boca y mordisqueó su dedo gordo. Le encantaba la fuente, había querido una en su casa, pero mamá había temido que cayera en ella y se ahogara. Mamá solía tener miedo, especialmente en lo que se refería a ella. Si mamá se enteraba de dónde estaba hoy, se enfurecería. Pero mamá no lo sabía, tenía uno de sus días malos, estaba yaciendo en el cuarto en penumbra con un paño húmedo sobre la frente.

Se escuchó un ruido y la niña alzó la vista. La dama y papá habían salido al exterior. Se detuvieron por un momento y papá le dijo algo a la dama, algo que la niñita no alcanzó a oír. Le tocó el brazo y la dama comenzó a avanzar lentamente. Estaba mirando a la niña de modo extraño, de una manera que le recordaba a la estatua del niño de pie en la fuente, sin parpadear nunca. La dama sonrió, una sonrisa mágica, y la niña se puso de pie y esperó, esperó, preguntándose qué le diría la dama…

Un cuervo pasó volando sobre Nell y el tiempo volvió a restablecerse. Los setos y las hiedras volvieron a crecer, volvieron a caer las hojas y el jardín fue una vez más un lugar húmedo y sombrío a merced del atardecer. La estatua del niño, mohosa por los años, como debía ser.

Nell era consciente de un dolor en sus nudillos. Aflojó la mano que aferraba la verja y miró al cuervo, sus anchas alas agitándose en el aire mientras se alzaba hacia lo alto de los árboles de Blackhurst. Hacia el oeste, una bandada de nubes, iluminada por detrás, brillaba rosada en el cielo oscurecido.

Nell miró confundida el jardín de la cabaña. La niña ya no estaba. ¿O sí?

Mientras emprendía el regreso al pueblo aferrada a su cayado, una peculiar sensación de dualidad, que no era desagradable, la siguió a lo largo del día.

Capítulo 28

Mansión Blackhurst, Cornualles, 1900

A la mañana siguiente, mientras una pálida luz invernal flotaba sobre las ventanas del cuarto de juegos, Rose alisó los extremos de su largo y oscuro cabello. La señora Hopkins se lo había cepillado hasta hacerlo brillar, tal como a Rose le gustaba, y lo acomodó perfectamente sobre el encaje de su vestido preferido, el que su madre había pedido desde París. Rose se sentía cansada y algo irritada, pero estaba acostumbrada a ello. No se esperaba que las niñas de salud delicada fueran felices todo el tiempo y ella no tenía intenciones de actuar en contra de lo esperado. Y si era honesta, prefería que la gente caminara de puntillas a su alrededor: la hacía sentirse un poco menos miserable cuando los demás estaban igualmente incómodos. Además, tenía un buen motivo para sentirse cansada. Había estado despierta toda la noche, dando vueltas y vueltas como la princesa y el guisante, sólo que no había sido un bulto en el colchón lo que la había mantenido despierta sino las extraordinarias noticias de su madre.

Después de que se marchara, Rose se quedó preguntándose sobre la naturaleza de aquella mancha en el nombre de la familia, y más concretamente en qué tipo de drama se había desencadenado después que Tía Georgiana escapara de su casa y su familia. Había estado dándole vueltas toda la noche a lo sucedido con su malvada tía, y sus pensamientos no se habían evaporado con el amanecer. Durante el desayuno y más tarde, mientras la señora Hopkins la vestía, incluso ahora, mientras esperaba en el cuarto de juegos, su mente seguía cavilando. Había estado mirando las llamas en la chimenea agitarse contra los pálidos ladrillos del hogar, preguntándose si las sombras anaranjadas se parecían a la puerta del infierno a través de la cual, ciertamente, su tía había pasado, cuando de pronto… ¡pasos en el corredor!

Dio un pequeño salto en su asiento, alisó la manta de lana sobre sus rodillas y rápidamente puso la expresión de plácida perfección que había aprendido de mamá. Disfrutó de la leve excitación que le recorría la espalda. ¡Ah, qué tarea tan importante! La asignación de una protegida. Su propia huérfana rebelde para reconstruir a su imagen y semejanza. Rose nunca había tenido una amiga, ni se le había permitido mascota alguna (mamá tenía serias preocupaciones con respecto a la rabia). Y a pesar de las palabras de advertencia de su madre, ella albergaba grandes esperanzas respecto a su prima. La convertiría en una dama, sería una compañía para Rose, alguien que le secara la frente cuando estuviera enferma, que le acariciara la mano cuando se sintiera irritada, le cepillara el cabello cuando estuviera molesta. Y que estaría tan agradecida por la educación brindada, tan feliz de que se le hubiera permitido acceso al comportamiento de las damas, que haría exactamente lo que Rose le ordenara. Sería la amiga perfecta, una que nunca disentiría, que nunca se comportaría cansinamente, que nunca siquiera se aventuraría a emitir una opinión contraria.

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