Y lo era. Un atropello. Un atropello francamente cómico. Las tres abejas de Napoleón, símbolo de su gloria, preciado emblema de la isla de Elba, tan querida por Tessa, donde el gran hombre había contado los días de su primer exilio, habían sido deportadas a Kenia y vendidas como esclavas a la publicidad con todo descaro. Reflexionando ahora sobre ese mismo cartel, Justin no pudo menos que maravillarse ante la indecencia de las casualidades de la vida.
Instalado en primera clase por deferencia de la compañía aérea, en la parte delantera del avión, con la bolsa de piel en el compartimiento portaequipajes justo encima de su cabeza, Justin Quayle, tenso en el asiento, contemplaba la negrura del espacio a través de su propio reflejo. Se sentía libre. No perdonado, ni resignado, ni reconfortado, ni decidido. No libre de las pesadillas que le decían que Tessa había muerto, y que veía constatadas al despertar. No libre de la culpabilidad del superviviente. No libre de la preocupación por Arnold. Pero sí libre por fin para hacer duelo a su manera. Libre de su deprimente celda. De los carceleros que había llegado a detestar. De la rutina de pasearse en círculo por su habitación como un presidiario, medio trastornado por la ofuscación de su mente y la indignidad de su reclusión. Libre del silencio de su propia voz, de las horas de inmovilidad sentado en el borde de su cama preguntándose una y otra vez por qué. Libre de los vergonzosos momentos en que, vencido por el cansancio y el abatimiento, casi lograba convencerse de que todo le daba igual, de que aquel matrimonio había sido en cualquier caso un desatino y, gracias a Dios, ya había terminado. Y si el dolor, como había leído en algún sitio, era cierto género de ociosidad, entonces libre también de esa ociosidad que excluía todo pensamiento excepto el dolor.
Libre asimismo de los interrogatorios de la policía, durante los cuales un Justin irreconocible para él mismo salía al centro del escenario e, hilvanando frases impecablemente esculpidas, descargaba la conciencia a los pies de sus desconcertados interrogadores, o al menos la parte de ella que, guiado por un confuso instinto, le parecía prudente revelar. Empezaron acusándolo de asesinato.
—En un caso como éste, Justin, flota en el aire determinada hipótesis que no podemos pasar por alto —explica Lesley con tono de disculpa—, y tenemos que planteártela sin rodeos para que sepas a qué atenerte, aunque somos conscientes de que puede herir tus sentimientos. Se conoce como triángulo amoroso, y tú apareces en el papel de marido celoso que organiza un asesinato a sueldo cuando tu mujer y el amante de ella están lo más lejos posible de ti, lo cual siempre resulta conveniente con miras a la coartada. Mandaste a alguien a matarlos, movido por el deseo de venganza. El plan incluía sacar el cadáver de Arnold Bluhm del todoterreno y hacerlo desaparecer para inducimos a pensar que el culpable era Arnold Bluhm y no tú. El lago Turkana está plagado de cocodrilos, así que la desaparición de Arnold no representaba un gran problema. A eso, según cuentan por ahí, se añade una herencia nada despreciable que irá a parar a tus manos, con lo cual nos encontramos ante un doble motivo.
Están observándolo, como Justin bien sabe, para ver si da señales de culpabilidad o inocencia o indignación o desesperación —señales de
algo
, lo que sea—, y observándolo en vano, porque, a diferencia de Woodrow, Justin inicialmente no reacciona en absoluto. Acicalado, pensativo y distante, permanece inmóvil en la silla tallada de Woodrow, réplica de un modelo clásico, con las yemas de los dedos apoyadas en la mesa como si acabara de tocar un acorde musical y lo escuchara desvanecerse. Lesley lo acusa de asesinato y aun así sólo obtiene un leve ceño, única conexión entre él y su mundo interior.
—Por lo poco que Woodrow ha tenido la amabilidad de decirme sobre los avances de vuestra investigación —objeta Justin, como un académico lastimero más que como un esposo afligido—, creía que actualmente os decantabais por la teoría del asesinato
aleatorio
, no por un acto planeado.
—Woodrow es un cuentista de mierda —afirma Rob, bajando la voz en consideración a su anfitriona.
El casete no está aún sobre la mesa. Las libretas de diversos colores se hallan todavía en el práctico bolso de Lesley. No hay prisas, ni la ocasión reviste aún carácter oficial. Gloria ha traído una bandeja con té y, tras explayarse largo y tendido acerca del reciente fallecimiento de su bullterrier, se ha marchado de mala gana.
—Descubrimos las huellas de un segundo vehículo estacionado a unos ocho kilómetros del lugar del crimen —explica Lesley—. Estaba oculto en una hondonada al sudoeste del punto donde Tessa fue asesinada. Encontramos una mancha de aceite y los restos de una hoguera.
Justin parpadea, como si la luz del día le resultara demasiado intensa, y luego inclina cortésmente la cabeza para dar a entender que continúa atento.
—Y colillas y cascos de cerveza recién enterrados —prosigue Lesley, echándoselo todo en cara a Justin—. Cuando pasó por allí el todoterreno de Tessa, el misterioso vehículo salió de su escondite y lo siguió. Luego se situó a la par. Una de las ruedas delanteras del todoterreno de Tessa había reventado por los disparos de un rifle de caza. Eso no nos parece un asesinato aleatorio.
—Nos parece más bien un asesinato corporativo, como nos gusta llamarlo —aclara Rob—. Preparado y ejecutado por profesionales a sueldo a instancias de una persona o personas desconocidas. Quienquiera que les diese la información conocía perfectamente los planes de Tessa.
—¿Y la violación? —pregunta Justin con fingida objetividad manteniendo la vista fija en sus manos cruzadas.
—Delusoria o incidental —replica Rob con tono categórico—. Los sicarios perdieron la cabeza o actuaron con premeditación.
—Lo cual nos lleva nuevamente al motivo, Justin —añade Lesley.
—El tuyo —precisa Rob—. A menos que se te ocurra algo mejor.
Los rostros de ambos apuntan a Justin como cámaras, uno a cada lado, pero Justin se muestra tan impermeable a su doble mirada como a las indirectas. Quizá en su aislamiento interno no toma conciencia de lo uno ni de lo otro. Lesley baja una mano hacia el práctico bolso para localizar el casete, pero cambia de idea. La mano permanece sorprendida en flagrante mientras el resto de ella se vuelve hacia Justin, hacia ese hombre de frases intachablemente construidas, ese comité deliberante compuesto por un solo miembro.
—Pero el caso es que no conozco a ningún asesino, ¿sabéis? —objeta Justin, señalando el error de su razonamiento con la mirada al frente, vacía de expresión—. No contraté a nadie, no di instrucciones a nadie, me temo. No tuve nada que ver con el asesinato de mi esposa. No en el sentido que insinuáis. No lo deseaba, no lo tramé. —Se le entrecorta la voz y toma aire con un convulso y embarazoso suspiro—. No hay palabras para expresar cuánto lo lamento.
Y esto dicho de manera tan tajante que por un momento los policías, sin saber aparentemente por dónde tirar, prefirieron contemplar las acuarelas de Singapur pintadas por Gloria, que colgaban en una hilera sobre la chimenea de ladrillo, todas valoradas en «199 libras y ni hablar de iva», todas con el mismo cielo despejado y la misma palmera y la misma bandada de pájaros y su nombre en caracteres suficientemente visibles para leerse desde la otra acera, más una fecha en atención a los coleccionistas.
Hasta que Rob, que posee no el aplomo pero sí las despachaderas propias de su edad, alza su cabeza estrecha y alargada y suelta a bocajarro:
—Así que no te importaba que Bluhm y tu mujer se acostaran juntos, ¿no? Hay muchos maridos un tanto picajosos con esas cosas. —Cierra en seco la boca y espera a que Justin haga lo que sea que desde sus moralistas expectativas hacen los maridos engañados en tales casos: llorar, ruborizarse, renegar con rabia de sus propias ineptitudes o la perfidia de sus amigos.
Si es así, Justin lo defrauda.
—Sencillamente no es ésa la cuestión —responde, con tal vehemencia que se coge a sí mismo por sorpresa e, irguiéndose en la silla, mira alrededor como si quisiera descubrir quién había hablado a destiempo y reprenderlo—. Acaso lo sea para la prensa. Acaso lo sea para vosotros. Para mí nunca lo fue y no lo es ahora.
—¿Cuál es, pues, la cuestión? —pregunta Rob.
—Le fallé.
—¿Cómo? ¿No diste la talla, quieres decir? —Una expresión de masculino desprecio—. Le fallaste en la cama, ¿es eso?
Justin mueve la cabeza en un gesto de negación.
—Distanciándome de ella. —Su voz se reduce a un murmullo—. Abandonándola a su suerte. Emigrando mentalmente de ella. Suscribiendo un acuerdo inmoral con ella. Un acuerdo que ni yo ni ella deberíamos haber aceptado nunca.
—¿Cuál era ese acuerdo? —pregunta Lesley, casi meliflua después de la intencionada rudeza de Rob.
—Ella obra según le dicte la conciencia; yo sigo con mi trabajo. Fue una diferenciación inmoral. No debería haber existido. Fue como mandarla a la iglesia y decirle que rezara por los dos. Fue como dividir en dos nuestra casa trazando una línea de tiza y decir ya nos veremos en la cama.
Impertérrito ante la franqueza de tal admisión de culpa y las implícitas noches y días de remordimientos, Rob se dispone a ponerla en tela de juicio. Su rostro lúgubre conserva la incrédula mueca de desprecio, su boca abierta y redonda como el orificio de un arma de gran calibre. Pero hoy Lesley se anticipa a Rob. La mujer que lleva dentro está alerta y percibe sonidos que escapan al oído agresivamente masculino de su compañero. Rob se vuelve hacia ella, solicitándole permiso para algo: para espolearlo de nuevo, quizá con una alusión a Arnold Bluhm o alguna otra contundente pregunta que lo acerque más al asesinato. Pero Lesley niega con la cabeza y, levantando la mano de las inmediaciones del bolso, bate disimuladamente el aire con la palma de la mano dando a entender: «Despacio, despacio».
—Por cierto, ¿cómo os conocisteis? —pregunta Lesley, como uno preguntaría a alguien que ha conocido casualmente en un largo viaje.
Y he ahí la habilidad de Lesley: ofrecerle un oído de mujer y la comprensión de una desconocida; conceder una tregua y llevarlo de su actual campo de batalla al terreno invulnerable de su pasado. Y Justin responde a su llamada. Relaja los hombros, entorna los ojos y, con un tono distante e íntimo de remembranza, lo cuenta tal como ocurrió, exactamente como se lo ha contado a sí mismo un centenar de veces en otras tantas horas atormentadas.
—¿Y cuándo, en su opinión, un Estado no es un Estado, señor Quayle? —preguntó Tessa amablemente un átono mediodía en Cambridge, cuatro años atrás, en una antigua sala de conferencias abuhardillada bajo los rayos de sol oblicuos y polvorientos que penetraban por la claraboya.
Son las primeras palabras que le dirige en la vida y provocan las carcajadas del lánguido auditorio compuesto por cincuenta abogados que, como Tessa, se habían matriculado en un curso de verano de dos semanas de duración sobre el Derecho y la Sociedad Administrada. Justin las repite ahora. Las circunstancias que lo llevaron a estar solo en aquel estrado, con un terno de franela gris confeccionado por la sastrería Hayward, sujeto al atril con ambas manos, son las mismas que han marcado su existencia hasta la fecha, explica, hablando sin mirar a los policías, vuelto hacia las hornacinas de falso estilo Tudor del comedor de los Woodrow. «¡Ya se ocupará Quayle!», había anunciado algún acólito de la oficina privada del subsecretario permanente la noche anterior, cuando faltaban menos de once horas para la charla. «¡Ponme con Quayle!». Quayle el solterón profesional, quería decir, Quayle el comodín, la delicia de las otrora debutantes, el último de una especie en vías de extinción, gracias a Dios, recién llegado de la condenada Bosnia y elegido para un destino en África pero todavía aquí. Quayle el hombre de reserva, a quien valía la pena conocer si uno estaba invitado a una cena oficial y no podía asistir, modales exquisitos, probablemente homosexual…, salvo que no lo era, como unas cuantas de las esposas más atractivas tenían motivos para saber aunque se lo callaran.
—Justin, ¿eres tú? Soy Haggarty. Estudiamos en el mismo colegio, tú ibas un par de cursos por delante. Verás, el subsecretario permanente ha de pronunciar una charla en Cambridge mañana ante un grupo de abogados en ciernes, pero no puede ir. Tiene que salir para Washington dentro de una hora.
Y Justin el buen tipo, ya enredándose, respondió:
—Bueno, si ya está escrita, supongo…, si se trata sólo de leerla…
Y Haggarty, atajándolo, se apresuró a decir:
—Tendrás su coche y su chófer frente a la puerta de tu casa a las nueve en punto, ni un minuto más tarde. La charla es una mierda. La escribió él mismo. Puedes estudiártela en el camino. Justin, eres un santo.
Así que allí estaba, el santo condiscípulo de Eton, tras dar la charla más aburrida que había leído jamás: paternalista, engolada y farragosa como su autor, quien en esos momentos, cabía imaginar, se relajaba a cuerpo de subsecretario en Washington D.C. A Justin ni siquiera se le había pasado por la cabeza la posibilidad de tener que contestar a las preguntas de los asistentes, pero cuando Tessa planteó la suya ni siquiera se le pasó por la cabeza rechazarla. Tessa se hallaba situada en el centro geométrico de la sala, que era su lugar natural. Al verla Justin se formó la absurda impresión de que sus compañeros habían dejado un espacio alrededor de ella intencionadamente por deferencia a su belleza. El cuello alto de la blusa, de preceptivo color blanco, le llegaba hasta la barbilla como a una inocente niña de coro. Su tez pálida y su delgadez espectral le daban un aspecto de desamparo. Uno deseaba envolverla en una manta y ponerla a salvo de los peligros. El sol procedente de la claraboya reverberaba de tal modo en su cabello oscuro que al principio Justin apenas distinguió sus facciones. Vislumbró sólo una frente ancha y pálida, unos ojos grandes de mirada seria y una mandíbula firme y resuelta de luchador. Pero la mandíbula vino después. Entretanto era un ángel. De momento no sabía, aunque estaba a punto de descubrirlo, que era un ángel armado de un garrote.
—Bueno…, supongo que la respuesta a su pregunta es… —empezó Justin—, y corríjame si discrepa en algo… —salvando la diferencia de edades y la diferencia de sexos y ofreciendo en general una imagen igualitaria—, que un Estado deja de ser un Estado cuando deja de cumplir sus responsabilidades fundamentales. ¿Sería ésa su opinión, en esencia?