El jardinero fiel (21 page)

Read El jardinero fiel Online

Authors: John le Carré

Tags: #Intriga

BOOK: El jardinero fiel
12.56Mb size Format: txt, pdf, ePub

Pero con el paso de las semanas, mientras emprendía lo que debía ser un delicado proceso de alejamiento, el asombro por lo ocurrido fue haciendo mella en él. Discretas cenas planeadas para la triste escena de despedida se convirtieron en erupciones de fascinación seguidas de deleites sexuales cada vez más embriagadores. Empezó a avergonzarse de su callada apostasía. En lugar de disuadirlo, el pintoresco idealismo de Tessa lo divertía e incluso, a su sosegada manera, prendía en él. Alguien tenía que cultivar opiniones como aquélla y manifestarlas. Hasta entonces Justin había considerado las firmes convicciones el enemigo natural del diplomático, que debían pasarse por alto, tomarse a broma o canalizarse en direcciones inocuas. De pronto, para su sorpresa, las veía como insignias del valor, y a Tessa como abanderada.

Y esta revelación llegó acompañada de una nueva percepción de sí mismo. Ya no era la delicia de las otrora debutantes, el hábil solterón capaz de eludir eternamente las cadenas del matrimonio. Era la bromista e idólatra figura paterna de una joven preciosa a quien, como suele decirse, consentía todos los caprichos y dejaba salirse con la suya siempre que ella lo necesitaba. Pero igualmente su protector, su puntal, su mano de apoyo, su maduro e idólatra jardinero con sombrero de paja. Desechando su plan de fuga, Justin puso rumbo a ella decididamente, y esta vez —o eso deseaba hacer creer a los agentes de policía— ya no se arrepintió, ya nunca volvió la vista atrás.

—¿Ni siquiera cuando se convirtió en un motivo de vergüenza para ti? —pregunta Lesley después de permanecer ella y Rob en respetuoso silencio durante el tiempo reglamentario, los dos voladamente atónitos por su franqueza.

—Ya os lo he dicho. Llevábamos algunos asuntos por separado. Yo me limitaba a esperar, bien a que ella se moderara o bien a que el Foreign Office nos asignara unas funciones menos incompatibles. La situación de las esposas en el Foreign Office cambia continuamente. Se ven obligadas a trasladarse cuando se trasladan sus maridos. Un día se les concede entera libertad de acción y al día siguiente se les exige que se comporten como geishas del servicio diplomático.

—¿Ésas son palabras de Tessa o tuyas? —pregunta Lesley con una sonrisa.

—Tessa nunca esperó a que le dieran libertad. Se la tomó ella misma.

—¿Y Bluhm no te hacía pasar vergüenza? —dice Rob con aspereza.

—No viene al caso, pero Arnold Bluhm no era su amante. Los unía otra clase de intereses. El secreto mejor guardado de Tessa era su virtud. Le gustaba sorprender.

Para Rob ésa es la gota que colma el vaso.

—¿Cuatro noches seguidas, Justin? —objeta—. ¿Compartiendo un bungalow en Turkana? ¿Una chica como Tessa? ¿Y de verdad esperas que nos creamos que no echaron ni un solo polvo?

—Podéis creer lo que os venga en gana —contesta Justin, el apóstol de la impavidez—. Personalmente, no tengo la menor duda al respecto.

—¿Por qué?

—Porque me lo dijo ella.

Y a esto no encontraron respuesta alguna. Pero a Justin aún le quedaba algo por decir, y poco a poco, ayudado por los estímulos de Lesley, consiguió explicarlo.

—Tessa eligió un marido convencional —empezó, visiblemente incómodo—. Yo. No un altruista de elevados ideales. Yo. No debéis verla como una persona exótica. Jamás pensé, como tampoco lo pensaba Tessa cuando llegamos aquí, que ella fuera a apartarse del tradicional papel de geisha diplomática del que tanto se mofaba. Lo haría a su manera pero acataría la disciplina. —Reflexionó, consciente de sus miradas de incredulidad—. La muerte de sus padres la había asustado. Luego, conmigo a su lado para devolverle el equilibrio, se proponía renunciar a un exceso de libertad. Era el precio que estaba dispuesta a pagar por dejar de ser huérfana.

—¿Y a qué se debió el cambio? —preguntó Lesley.

—A
nosotros
—respondió Justin con fervor. Se refería a los demás
nosotros
. Nosotros los que la habíamos sobrevivido. Nosotros los culpables—. A nuestra autocomplacencia —añadió, bajando la
voz
—. A
esto
. —Y aquí abarcó con un amplio ademán no sólo el comedor y las espantosas acuarelas de Gloria colocadas una tras otra a lo largo del manto de la chimenea, sino a toda la casa, y a sus ocupantes, y por inferencia a las otras casas de la calle—. A nosotros a los que nos pagan para ver qué ocurre alrededor y preferimos no verlo. A nosotros que pasamos de largo por la vida mirando al suelo.

—¿Eso lo dijo ella?

—Lo dije yo. Es la imagen que acabó formándose de nosotros. Nació en una familia rica pero no le daba la menor importancia a eso. No le interesaba el dinero. Vivía con mucho menos que las clases desfavorecidas. Pero sabía que no tenía excusa para quedarse indiferente a lo que veía y oía. Sabía que estaba en deuda.

Y en este punto Lesley suspende la sesión hasta mañana a la misma hora, Justin, si no hay inconveniente. No lo hay.

Y British Airways, por lo visto, había llegado a la misma conclusión, ya que empezaban a apagar las luces de la cabina de primera clase y atender las últimas peticiones de los pasajeros antes de la noche.

Capítulo 8

Rob permanece ocioso mientras Lesley saca sus juguetes del bolso: las libretas de colores, el pequeño casete que ayer quedó intacto, la goma de borrar. Justin presenta una palidez carcelaria y una telaraña de finas arrugas en torno a los ojos, que es el aspecto con que ahora amanece a diario. Un médico le recomendaría aire fresco.

—Dijiste, Justin, que no tenías nada que ver con el asesinato de tu esposa «en el sentido que insinuamos» —le recuerda Lesley—. ¿Qué otro sentido hay si puede saberse? —Y ha de inclinarse sobre la mesa para oír las palabras de Justin.

—Debería haber ido con ella.

—¿A Lokichoggio?

Justin niega con la cabeza.

—¿Al lago Turkana?

—A todas partes.

—¿Eso te decía ella?

—No. Nunca me reprochaba nada. Ni ella me decía a mí lo que debía hacer, ni yo se lo decía a ella. Tuvimos una discusión, y fue por el método, no por la sustancia. Arnold nunca representó un obstáculo entre nosotros.

—¿Cuál fue exactamente el motivo de la discusión? —pregunta Rob, aferrándose con obcecación a su literal visión de las cosas.

—Después de perder al niño, le supliqué que me dejara llevarla a Inglaterra o Italia. A cualquier sitio, donde ella quisiera. Ni se lo planteó. Gracias a Dios, dijo, tenía una misión, una razón para vivir, y estaba aquí, en Nairobi. Había descubierto una gran injusticia social. Un gran crimen, como también lo llamaba. Eso era lo único que me estaba permitido saber. En mi profesión, la ignorancia deliberada es un arte. —Se vuelve hacia la ventana y mira afuera distraídamente—. ¿Habéis visto cómo vive la gente en los suburbios de esta ciudad?

Lesley niega con la cabeza.

—Tessa me llevó allí una vez. En un momento de debilidad, me explicó más tarde, deseó que yo inspeccionara su lugar de trabajo. Ghita Pearson nos acompañó. La estrecha amistad entre Ghita y Tessa era consecuencia natural de una serie de increíbles afinidades: las madres de ambas se habían dedicado a la medicina; los padres eran abogados; las dos habían recibido una educación católica. Fuimos a un centro médico. Cuatro paredes de hormigón y un techo de hojalata, y un millar de personas esperando ante la puerta. —Por un momento Justin olvida dónde está—. La pobreza, a esos niveles, es una disciplina en sí misma. No es posible asimilarla en una sola tarde. Aun así, a partir de entonces me fue difícil pasear por Stanley Street sin… —volvió a interrumpirse—… sin esa otra imagen en mi mente. —Después de las escurridizas evasivas de Woodrow, sus palabras parecían artículos de fe—. La gran injusticia…, el gran crimen…, era lo que la mantenía viva. Hacía cinco semanas que habíamos perdido a nuestro hijo. Sola en casa, Tessa se pasaba las horas muertas mirando a la pared con expresión ausente. Mustafa me telefoneaba a la embajada: «Venga, señor; está enferma, está enferma». Pero no era yo quien la reanimaba. Era Arnold. Arnold la comprendía. Arnold compartía el secreto con ella. Tan sólo con oír acercarse el coche de Arnold, Tessa se convertía en otra mujer. «¿Qué traes? ¿Qué traes?». Noticias, quería decir. Información. Progresos. Cuando él se marchaba, Tessa se retiraba a su pequeño despacho y trabajaba hasta entrada la noche.

—¿En su ordenador?

Un momentáneo recelo por parte de Justin. Superado de inmediato.

—Tenía sus papeles, tenía su ordenador. Tenía el teléfono, que usaba con la mayor cautela. Y tenía a Arnold, siempre que él podía escapar durante un rato a sus obligaciones.

—¿Y a ti eso no te importaba? —dice Rob con sorna, volviendo inoportunamente a su tono de intimidación—. ¿Ver allí a tu mujer ensimismada, esperando a que apareciera el doctor Maravillas?

—Tessa estaba desolada. Si hubiera necesitado un centenar de Bluhms, por mí podría haberlos tenido todos, y en las condiciones que deseara.

—Y tú no sabías nada del gran crimen —prosigue Lesley, resistiéndose a la persuasión—. Nada. Ni de qué se trataba, ni quiénes eran las víctimas, ni quiénes los principales autores. Te lo ocultaban todo. Bluhm y Tessa juntos, y tú al margen.

—Era yo quien guardaba las distancias —confirma Justin con obstinación.

—La verdad, no entiendo cómo podíais sobrevivir en esa situación —insiste Lesley, dejando la libreta y abriendo las manos—. Separados pero juntos. Tal como lo describes, da la impresión de que… estuvierais peleados… o algo peor.

—No sobrevivimos —se limita a recordarle Justin—. Tessa ha muerto.

Llegados a este punto, cabía pensar que el momento de las confesiones íntimas había tocado a su fin y seguiría un período de turbación o vergüenza, o quizá incluso retractación. Pero Justin no ha hecho más que empezar. Yergue de pronto la espalda, como un hombre haciendo acopio de valor. Sus manos caen sobre sus muslos, y ahí se quedan hasta nueva orden. Su voz recobra la potencia. Impulsada por alguna profunda fuerza interior, aflora a la superficie, sale al aire viciado del fétido comedor de los Woodrow, que apesta aún a la salsa de anoche.

—Era tan impetuosa… —declara con orgullo, recitando una vez más pasajes de los discursos que ha pronunciado para sí durante horas y horas—. Ese rasgo me fascinó en ella desde el principio. Quería a toda costa que tuviéramos un hijo de inmediato. La muerte de sus padres debía compensarse cuanto antes. ¿Por qué esperar a casarnos? Yo la contuve, y ahora me arrepiento. Me acogí a las convenciones, sabe Dios por qué. «Muy bien», dijo ella. «Si debemos estar casados para tener un hijo, casémonos en el acto». Así que fuimos a Italia y nos casamos en el acto, para gran regocijo de mis colegas. —Y para el suyo propio—. «¡Quayle se ha vuelto loco! ¡El bueno de Justin se ha casado con su hija! ¿Ya ha terminado Tessa la secundaria?». Cuando quedó embarazada, después de intentarlo durante tres años, se echó a llorar. Yo también. —Hace un alto, pero nadie interrumpe su monólogo—. Con el embarazo, Tessa cambió. Pero sólo para bien. Adquirió la madurez propia de la maternidad. En apariencia, vivía el proceso con despreocupación. Pero en su interior se desarrolló un profundo sentido de la responsabilidad. Sus labores humanitarias tomaron un nuevo significado para ella. Por lo que he oído decir, ocurre con frecuencia. Lo que hasta entonces era importante se convirtió en una vocación, casi un destino. En su séptimo mes de embarazo, iba aún a cuidar de los enfermos y moribundos y luego volvía para asistir a alguna fútil cena diplomática en la ciudad. Cuanto más se acercaba el nacimiento del niño, más resuelta estaba a conseguir un mundo mejor para él. No sólo para nuestro niño. Para
todos
los niños. Por entonces, deseaba ya con toda su alma acudir a un hospital africano para el parto. Si la hubiera obligado a ir a una clínica privada habría cedido, pero hubiera sido una traición por mi parte.

—¿Por qué? —musita Lesley.

—Tessa establecía una clara distinción entre el dolor observado y el dolor compartido. El dolor observado es un dolor periodístico. Es un dolor diplomático. Es un dolor televisivo, que desaparece tan pronto como apagamos ese infame aparato. En opinión de Tessa, aquellos que veían el sufrimiento y no hacían nada para remediarlo no eran mucho mejores que quienes lo causaban. Eran los malos samaritanos.

—Pero ella sí hacía algo para remediarlo —aduce Lesley.

—De ahí el hospital africano. En sus momentos de máximo extremismo, hablaba de dar a luz en el barrio de Kibera. Por fortuna, entre Arnold y Ghita lograron devolverle cierto sentido de la mesura. Arnold puede hablar con autoridad en materia de sufrimiento. En Argelia no sólo atendió a víctimas de la tortura, sino que la padeció en propia carne. Se había ganado a pulso el derecho a estar entre los desvalidos. Yo no.

Rob intenta sacar partido de esta circunstancia, como si la cuestión no se hubiera abordado ya una docena de veces.

—Cuesta un poco ver qué lugar ocupas tú en ese contexto, ¿no? Vienes a ser como la rueda de recambio, podría decirse, viviendo en las nubes con tu dolor diplomático y tu comisión al más alto nivel, ¿no crees?

Pero la paciencia de Justin no tiene límites. En ocasiones no muestra su disconformidad por pura educación.

—Tessa me eximió del servicio activo, como ella decía —afirma, bajando la voz avergonzado—. Insistía en que el mundo nos necesitaba a los dos: a mí dentro del sistema, empujando; a ella fuera, sobre el terreno, tirando. «Soy yo quien cree en un Estado moral», sostenía. «Si vosotros no hacéis vuestro trabajo, ¿qué esperanzas nos quedan a los demás?». Era un sofisma y los dos lo sabíamos. El sistema no necesitaba mi trabajo. Tampoco yo. ¿Qué sentido tenía? Redactaba informes que nadie consultaba y proponía medidas que nunca se aplicaban. El engaño era algo ajeno a Tessa. Excepto en mi caso. Por mí, se engañaba totalmente.

—¿La notaste alguna vez asustada? —pregunta Lesley en un susurro para no alterar el cariz confidencial de la conversación.

Justin medita. Al cabo de unos segundos un recuerdo hace asomar una vaga sonrisa a sus labios.

—Una vez, hablando con la embajadora de Estados Unidos acerca del «miedo», Tessa se jactó de conocer mucho mejor el significado de otra palabra empezada también con eme. Su excelencia no lo encontró gracioso.

Lesley sonríe, pero sólo por un instante.

—Y respecto a esa decisión de dar a luz en un hospital africano —dice con la mirada fija en su libreta—, ¿puedes por favor explicarnos cuándo y cómo la tomó?

Other books

Espacio revelación by Alastair Reynolds
Chasing McCree by J.C. Isabella
Maximum Ice by Kay Kenyon
The Clairvoyant of Calle Ocho by Anjanette Delgado
The Love Killings by Robert Ellis