El jardinero nocturno (2 page)

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Authors: George Pelecanos

Tags: #Policíaco

BOOK: El jardinero nocturno
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—Y entonces, ¿qué? ¿La vas a dejar?

—No, con el pedazo de culo que tiene no pensaba dejarla. Ni hablar.

Una mujer había atravesado la cinta policial mientras ellos charlaban, y en cuanto se acercó al cuerpo de la niña vomitó profusamente en el césped. El sargento Cook se quitó el sombrero, pasó un dedo por el ala y respiró hondo. Volvió a ponerse el Stetson en la cabeza, se lo colocó bien y escrutó con la vista el perímetro del lugar. Luego se volvió hacia el hombre que tenía al lado, un detective blanco llamado Chip Rogers, y señaló a Ramone y a Holiday.

—Dile a esos blanquitos que hagan su trabajo. Aquí la gente vomitando y jodiéndome la escena del crimen… Si no pueden mantener a raya al personal, me buscas a alguien que pueda. Y no es coña.

Ramone y Holiday se plantaron de inmediato junto a la cinta asumiendo una pose autoritaria. Holiday abrió las piernas y enganchó los pulgares en el cinturón, sin inmutarse por las palabras de Cook. Ramone tensó la mandíbula, como furioso porque le hubieran llamado «blanquito». Lo había oído de vez en cuando, habiéndose criado fuera de D.C., y muchas veces cuando jugaba al béisbol y al baloncesto en la ciudad. Y no le gustaba. Sabía que lo decían con ánimo de joder y que se suponía que se lo tenía que tragar, y eso todavía le molestaba más.

—¿Y tú? —preguntó Holiday.

—¿Yo qué?

—Que si has estado pillando o qué.

Ramone no contestó. Le tenía echado el ojo a una mujer en concreto, una policía, que Dios le ayudara. Pero había aprendido a no dejar que Holiday se inmiscuyera en su vida personal.

—Venga, hermano —insistió Holiday—. Yo te he enseñado el mío, ahora te toca enseñarme el tuyo. ¿Tienes puesta la mira en alguien?

—En tu hermana pequeña.

Holiday abrió la boca. Sus ojos llamearon.

—Mi hermana murió de leucemia cuando tenía once años, hijo de puta.

Ramone apartó la vista. Por un momento sólo se oyeron los siseos y chirridos de las radios de policía y los murmullos de conversación entre los espectadores. Hasta que Holiday lanzó una carcajada y le dio un palmetazo en la espalda.

—Que te estoy tomando el pelo, Giuseppe. ¡Ay, Dios, cómo te lo has tragado!

La descripción de la víctima se había cotejado con una lista de adolescentes desaparecidos en la zona. Media hora más tarde llegó un hombre para identificarla. En cuanto miró el cadáver, el angustiado aullido de un padre llenó la noche.

La víctima se llamaba Eve Drake. En el pasado año habían asesinado a otros dos adolescentes negros, ambos residentes de las zonas más pobres de la ciudad, y ambos descubiertos de manera similar en jardines comunitarios, poco antes del amanecer. Los dos habían recibido un tiro en la cabeza y tenían restos de semen en el recto. Se llamaban Otto Williams y Ava Simmons. Igual que con Otto y Ava, el nombre de pila de Drake, Eve, se escribía igual al derecho que al revés. La prensa había establecido la relación y había titulado los casos como «los Asesinatos Palíndromos». Dentro del departamento, algunos comenzaban a referirse al asesino como el Jardinero Nocturno.

Al otro lado de la ciudad, al mismo tiempo que un padre lloraba sobre el cadáver de su hija, otros jóvenes de Washington veían en sus casas
Corrupción en Miami
, y se metían rayas de coca contemplando las andanzas de dos policías infiltrados en el mundo del narcotráfico. Otros leían best sellers de Tom Clancy, John Jakes, Stephen King y Peter Straub, o charlaban en bares de las menguantes posibilidades que tenían los Washington Redskins de llegar a la final liderados por Jay Schroeder. Otros veían cintas de vídeo,
Superdetective en Hollywood
y
Código de silencio
, las más populares esa semana en Erol's Video Club, o apenas sudaban con el
En forma
de Jane Fonda, o habían salido al cine a ver la nueva película de Michael J. Fox en el Circle Avalon, o
Calígula
en Georgetown. Mr. Mister y Midge Ure estaban en la ciudad, tocando por los clubes.

Y mientras los de la generación Reagan se entretenían al oeste de Rock Creek Park y en las zonas residenciales, detectives y técnicos trabajaban en el escenario del crimen entre la calle Treinta y tres y E, en el barrio de Greenway, en Southeast D.C. No podían saber que ésa sería la última víctima del Asesino Palíndromo. De momento sólo se trataba de una adolescente muerta más, uno de tres casos sin resolver, y alguien ahí fuera, en alguna parte, perpetraba los asesinatos.

Una noche fría y lluviosa de diciembre de 1985, dos jóvenes policías uniformados y un detective de Homicidios, de mediana edad, estaban en la escena del crimen.

2005
2

El hombrecillo nervudo, hundido en la silla de la sala de interrogatorios, era William Tyree. Frente a él se sentaba el detective Paul Bo Green. En la mesa rectangular entre ellos había una lata de Coca-Cola y un cenicero lleno de colillas de Newport. La sala apestaba a nicotina y al sudor de crack de Tyree.

—¿Esas zapatillas llevabas? —preguntó Green, señalando el calzado de Tyree—. ¿Eran esas mismas?

—Éstas son las Huarache —contestó Tyree.

—¿Me estás diciendo que las zapatillas que llevas ahora mismo no te las pusiste ayer?

—Pues no.

—Dime una cosa, William, ¿qué número usas?

Tyree tenía en el pelo bolillas de pelusa, y bajo el ojo izquierdo se veía un pequeño corte con una costra.

—Éstas son un cuarenta y tres. Pero mi número es el cuarenta y cuatro. Es que las Nike las hacen grandes.

El sargento detective Gus Ramone, que veía el interrogatorio en un monitor desde una sala adyacente, se permitió la primera sonrisa del día. Incluso cuando está detenido por asesinato, incluso bajo las luces fluorescentes del interrogatorio, casi todo el mundo siente el impulso de mentir sobre su talla de zapato, o al menos dar explicaciones.

—Muy bien. —Green entrelazó las manos sobre la mesa—. Así que esas Nike que llevas ahora… ¿me estás diciendo que no las llevabas ayer?

—Llevaba unas Nike. Pero no éstas, no.

—¿Y qué zapatillas llevabas, William? Quiero decir, concretamente, ¿qué modelo de Nike llevabas cuando fuiste ayer a ver a tu ex mujer a su casa?

Tyree arrugó el entrecejo, pensativo.

—Eran unas Twenties.

—¿Ah, sí? Mi hijo las tiene.

—Los chavales las llevan mucho.

—¿Las Twenties negras?

—Sí. Yo tengo las blancas y azules.

—Entonces, si fuéramos a tu casa, ¿encontraríamos unas Twenties blancas del número cuarenta y tres?

—Ya no están en mi casa.

—¿Dónde están?

—Les metí en una bolsa con otras cosas.

—¿Qué otras cosas?

—Los vaqueros y la camiseta que llevaba ayer.

—¿Los vaqueros y la camiseta que llevabas cuando fuiste a ver a tu ex mujer?

—Ajá.

—¿Cómo era la bolsa?

—Una de esas bolsas del Safeway.

—Una bolsa de supermercado. ¿Tiene el logo del Safeway?

Tyree asintió con la cabeza.

—Una de las bolsas de plástico esas que tienen.

—¿Y metiste algo más en la bolsa?

—¿Además de la ropa y las zapatillas?

—Sí, William.

—También metí un cuchillo.

El detective Anthony Antonelli, sentado junto a un impasible Ramone en la sala de vídeo, se inclinó hacia delante. Bo Green, en el box, hizo lo mismo. William Tyree no se apartó cuando Green invadió su espacio. Llevaba ya varias horas allí con Green y se había acostumbrado a su presencia.

Green había empezado poco a poco, charlando con Tyree y dando vueltas en torno al asesinato de Jacqueline Taylor sin llegar a abordarlo. Green y Tyree habían ido al mismo instituto, el Ballou, aunque no en la misma época. Green había conocido al hermano mayor de Tyree, Jason, un jugador de baloncesto bastante bueno de la liga estudiantil, que ahora trabajaba en correos. Charlaron del antiguo barrio, y de dónde tenían los mejores bocadillos en los años ochenta, comentaron que la música era entonces más positiva, y que los padres vigilaban más de cerca a sus hijos, y si no podían, los vecinos les echaban una mano.

Green, un hombretón de ojos dulces, siempre se tomaba su tiempo y, por su experiencia en aquel distrito y las muchas familias a las que había llegado a conocer con los años, se ganaba al final la confianza de muchos sospechosos a los que interrogaba, sobre todo los de cierta generación. Se convertían en amigos y confidentes. Ramone era quien llevaba el caso de Jacqueline Taylor, pero había dejado que Green realizara el interrogatorio crucial. Por lo visto Green estaba a punto de concluirlo.

—¿Qué clase de cuchillo, William?

—Un cuchillo grande que tenía en la cocina, de esos de cortar carne.

—¿Como un cuchillo de carnicero?

—Más o menos.

—Y pusiste el cuchillo y la ropa en la bolsa…

—Porque el cuchillo tenía sangre —contestó Tyree, como si le estuviera explicando algo obvio a un niño.

—¿Y la ropa y las zapatillas?

—También tenían sangre.

—¿Y dónde metiste la bolsa?

—¿Sabes el Popeye ese que hay ahí en Pennsylvania Avenue, cerca de Minnesota?

—Sí…

—Pues hay una bodega enfrente…

—Penn Liquors.

—Ésa no, más abajo. La que tiene un nombre judío.

—¿Saul's?

—Ésa. Anoche.

Green asintió con la cabeza como si nada, como si acabaran de contarle el resultado de un partido o le dijeran que se había dejado las luces del coche encendidas.

Ramone abrió la puerta de la sala de vídeo y le pegó un grito al detective Eugene Hornsby, que tenía el culo pegado a una mesa, medio sentado medio de pie, junto a la detective Rhonda Willis. Ambos estaban en la gran zona de oficinas de la VCB, la unidad de Delitos Violentos.

—Lo tenemos —dijo Ramone, y tanto Hornsby como Rhonda se enderezaron—. Gene, ¿conoces la bodega Saul's, en Pennsylvania?

—¿Al lado de Minnesota? —preguntó Hornsby, un hombre totalmente anodino de unos treinta y ocho años, que venía de la infame zona de Northeast conocida como Simple City.

—Sí. Aquí el señor Tyree dice que tiró un cuchillo de carnicero y su ropa en el contenedor de atrás. Y también dejó allí unas Nike Twenties blancas y azules, del número cuarenta y tres. Está todo en una bolsa del Safeway.

—¿De papel o de plástico? —quiso saber Hornsby, con una sonrisa apenas detectable.

—De plástico. Tiene que estar allí.

—Si no se han llevado todavía la basura-apuntó Rhonda.

—Esperemos que no —dijo Ramone.

—Mando a algunos hombres ahora mismo. —Hornsby cogió un juego de llaves de su mesa—. Y ya me encargo de que los novatos no la caguen.

—Gracias, Gene. ¿Cómo va esa orden del juez, Rhonda?

—En marcha. Nadie va a entrar ni a salir de casa de Tyree hasta que la tengamos. Tengo un coche patrulla aparcado en la puerta ahora mismo.

—Muy bien.

—Buen trabajo, Gus —dijo Rhonda.

—Todo gracias a Bo —contestó Ramone.

Bo Green se levantaba de su silla en ese instante. Miró a Tyree, que se había incorporado un poco. Parecía que acabara de subirle la fiebre.

—Tengo sed, William. ¿Tú no tienes sed?

—Me vendría bien un refresco.

—¿Qué te apetece, lo mismo?

—¿Me pueden traer un Slice esta vez?

—No tenemos. Sólo hay Mountain Dew.

—Vale.

—¿Tienes bastante tabaco?

—Sí.

El detective Green se miró el reloj y luego miró la cámara montada arriba en la pared.

—Tres cuarenta y dos —dijo antes de salir.

La luz sobre la puerta de la sala de interrogatorios seguía verde, lo que indicaba que la cinta seguía grabando. En la sala de vídeo, Antonelli leía la página deportiva del
Post
, echando algún que otro vistazo al monitor.

Ramone y Rhonda Willis saludaron a Bo Green.

—Genial —le felicitó Ramone.

—Tyree tenía ganas de hablar.

—El teniente ha dicho que vuelvas cuando tengas algo —informó Rhonda—. El fiscal también quería… ¿cómo ha dicho…? «Tomar contacto.»

—Por lo visto nos ha tocado Littleton.

—Pues estamos buenos —saltó Green.

Gus Ramone se acarició el negro bigote.

3

Dan Holiday le hizo una seña al camarero, trazando un gran círculo con el índice sobre los vasos que no estaban
del
todo vacíos pero sí lo bastante.

—Lo mismo —pidió—. Para todos.

El grupo de la barra llevaba tres rondas enzarzado en una charla que había pasado de Angelina Jolie a Santana Moss y el nuevo Mustang GT. Discutían con vehemencia, pero en realidad sin llegar a ninguna parte. La conversación no era más que una percha de la que colgar el alcohol. No podía uno quedarse allí bebiendo sin más.

En los taburetes se sentaban Jerry Fink, comercial de suelos y moquetas, Bradley West, escritor autónomo, Bob Bonano, un contratista local, y Holiday. Ninguno de ellos tenía jefe. Todos contaban con un trabajo que les permitía empinar el codo en día laborable sin sentirse culpables.

Se reunían informalmente varias veces a la semana en el Leo's, una taberna de Georgia Avenue, entre Geranium y Floral, en Shepherd Park.

Era una sencilla sala rectangular con una barra de roble, doce taburetes, unas cuantas mesas y una jukebox con oscuros cantantes de soul. Las paredes estaban recién pintadas, sin adornos de anuncios de cerveza, banderines ni espejos, sólo fotografías de los padres de Leo en Washington y sus abuelos en su pueblo griego. Era un bar de barrio, ni un garito violento ni un local de pijos, sencillamente un sitio agradable donde tomar una copa en plena tarde.

—Joder, qué peste echas —comentó Jerry Fink, sentado junto a Holiday, agitando el hielo de su copa.

—Se llama Axe —contestó Holiday—. Los chavales lo usan mucho.

—Pero tú no eres un chaval, tronco. —Jerry Fink, criado en River Road y graduado en el instituto Walt Whitman, uno de los institutos públicos más blancos y mejores del país, solía utilizar el argot callejero. Creía que así parecería estar más en la onda. Era un hombre bajo, con barriga, llevaba gafas con los cristales tintados y una permanente en el pelo al estilo «afrojudío», como decía él. Fink tenía cuarenta y ocho años.

—Dime algo que no sepa.

—Te estoy preguntando que por qué te has puesto esa mierda.

—Muy sencillo, porque donde me desperté esta mañana no tenía mi neceser, no sé si me entiendes.

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