—Ya estamos —saltó West.
Holiday sonrió y cuadró los hombros. Estaba tan flaco como cuando tenía veinte años. El único indicativo de sus cuarenta y uno era la pequeña barriga que el alcohol le había ido marcando. Sus conocidos la llamaban la «Curva Holiday».
—Cuéntanos un cuento, papá —pidió Bonano.
—Muy bien. Ayer me salió un encargo, un cliente de Nueva York. Un inversor de los gordos que quería echar un vistazo a una empresa que está a punto de salir al mercado. Lo llevé a un edificio de oficinas en el corredor de Dulles, le esperé unas horas y le llevé de vuelta al centro, al Ritz. Y nada, cuando ya me volvía para casa, me entró sed, así que paré en el Royal Mile de Wheaton a tomarme una rápida. Y en cuanto entro me veo a una morena sentada con otras dos tías. La chorba llevaba unos cuantos kilómetros encima, pero era atractiva. Nos miramos, y no veáis todo lo que decían sus ojos.
—¿Qué decían sus ojos, Doc? —preguntó cansado West.
—Decían: «Me muero por una buena tranca.»
Todos menearon la cabeza.
—Pero no me lancé enseguida. Esperé hasta que tuvo que levantarse para ir a mear. Es que quería echarle un vistazo al culo, claro, a ver si luego me iba a encontrar con una película de terror. En fin, que la miré bien y no estaba nada mal. Había tenido hijos, evidentemente, pero no parecían haber dejado demasiadas secuelas, por así decirlo.
—Venga ya, tío —exclamó Bonano.
—Paciencia. En cuanto volvió del tigre, me tiré encima de cabeza. Sólo me costó dos Miller Lites. Ni siquiera se acabó la cerveza, la tía. Me dijo que se quería marchar. —Holiday sacudió la ceniza del cigarrillo—. Yo pensé en llevármela al parking de enfrente, que me la chupara o algo.
—Y dicen que el romanticismo ha muerto —terció West.
—Pero qué va —prosiguió Holiday, sin darse cuenta del tono de West, o sin hacerle caso—. Me dice que ella en el coche pasa. Que ya no tiene diecisiete años. Y yo pensando: «eso fijo». Pero bueno, no iba yo a decir que no a un culo como el suyo.
—Aunque no tuviera diecisiete tacos —apuntó Jerry Fink.
—Así que nos fuimos a su casa. Tiene un par de críos, un adolescente y una niña pequeña, que casi ni apartaron la vista de la tele cuando entramos.
—¿Qué estaban viendo? —preguntó Bonano.
—¿Y eso qué más da?
—Pues que así la historia es mejor. Así es como si lo viera en mi cabeza.
—Pues era un capítulo de esos de
Law and Order
. Lo sé porque oí eso del duh-duh que hacen.
—Sigue.
—Vale. Pues nada, que les dice a los niños que no se queden hasta muy tarde, porque al día siguiente tienen colegio, y luego me lleva de la mano a su habitación.
En ese momento sonó el móvil que estaba en la barra delante de Bob Bonano, «el experto en cocinas y baños». Bonano miró el número y no contestó. Si era un nuevo negocio, contestaría. Si era un cliente al que ya había jodido, no. Casi nunca cogía las llamadas. El negocio de Bonano se llamaba Artistas del Hogar. Jerry Fink lo llamaba «Chapuzas del Hogar», y a veces «Desastres del Hogar», cuando estaba inspirado.
—¿Te la follaste mientras los chicos veían abajo la tele? —preguntó Bonano, todavía mirando el móvil, que seguía sonando con el tema de
El bueno, el feo y el malo
. A Bonano, moreno y de rasgos y manos grandes, le gustaba darse aires de vaquero, pero era más italiano que un salami.
—Cuando empezó a hacer ruido le tapé la boca con la mano. —Holiday se encogió de hombros—. Casi me arranca un dedo de un mordisco.
—Déjate de rollos —le espetó Fink.
—Es lo que hay. La tía era una fiera.
El camarero, Leo Vazoulis, un hombre corpulento, de fino y escaso pelo gris y bigote negro, les sirvió las bebidas. El padre de Leo había comprado el edificio, al contado, cuarenta años atrás para montar un restaurante, que estuvo regentando hasta que un infarto lo mandó al otro barrio. Leo heredó la propiedad y convirtió el restaurante en bar. No tenía gastos aparte de los impuestos y los suministros, y ganaba bastante sin partirse tanto los cuernos como su padre. Así se suponía que tenía que pasar de padres a hijos.
Leo vació los ceniceros y se alejó.
—Eso no explica que vengas con perfume —dijo Fink.
—Es desodorante —protestó Holiday—. Bueno, en el bote ponía que era una mezcla de desodorante y colonia, o algo así.
—Yo leí una vez un artículo sobre eso —comentó West—. Es como un fenómeno.
—Esta mañana estaba ahí en la cama de esta mujer, esperando que mandase a sus hijos al colegio y pensando en un plan de fuga. En cuanto oí la puerta de la casa y el motor del coche, me levanté, me fui al cuarto de su hijo y me eché en los sobacos lo primero que pillé. También me eché un poco ahí abajo, no sé si me entendéis. Para quitarme el olor de la tía.
—Axe —dijo Bonano, como si intentara recordarlo.
—«Axe Rejuvenate», es lo que ponía en el bote. Por lo visto los chavales flipan con eso.
—Pues hueles como una puta —insistió Fink.
Holiday apagó el cigarrillo.
—Igual que tu madre.
Terminaron las copas y pidieron otra ronda. Bonano seguía sin contestar el móvil, pero Fink cogió una llamada y prometió a una señora de Palisades que pasaría por allí «en algún momento de la semana que viene» a tomar medidas del cuarto de estar. Nada más colgar, Fink metió unas monedas en la jukebox. Escucharon una canción de Ann Peebles y luego otra de Syl Johnson, y cuando entró la sección rítmica todos menearon la cabeza.
—¿Cómo va la novela, Brad? —preguntó Holiday, mientras sacaba otro cigarrillo y le daba un codazo a Fink.
—Todavía ando dándole vueltas —contestó West. Tenía una barba gris y el pelo largo y canoso. Se había dejado la barba cuando Fink le dijo que parecía una vieja con tanto pelo.
—¿No deberías estar en el New Yorka o como se llame? —preguntó Fink. Se refería a la cafetería de ambiente íntimo de la línea District, en la esquina más allá de Crisfield—. Ahí están siempre los tíos de tu cuerda, dándole a la tecla en sus portátiles con su cafetito delante.
—Y con sus boinas —apuntó Bonano.
—Ésos tíos no escriben nada —replicó West—. Están ahí haciendo el canelo.
—No como tú —le pinchó Holiday.
Hablaron del nuevo chico que Gibbs había seleccionado como quarterback. Comentaron a cuál de las Mujeres Desesperadas les gustaría follarse, las razones por las que echarían a las otras de la cama y el Chrysler 300. A Bonano le gustaba su línea, pero se le antojaba «muy de negrata» con aquellas llantas, no encontraba mejor manera de definirlas. Aun así, miró alrededor al decirlo. Por la noche los parroquianos del bar eran casi todos negros, como los empleados. Por las tardes solían estar ellos solos: cuatro blancos alcohólicos y maduritos sin ningún otro sitio al que ir.
El tema del coche les llevó a una charla sobre delincuencia, y todos giraron la cabeza hacia Holiday, que conocía el tema de primera mano.
—La cosa está mejorando —aseguró Fink—. El índice de asesinatos es la mitad que hace diez años.
—Porque han metido a casi todos los cabrones en el trullo —explicó Bonano.
—Los criminales violentos se han largado a P.G. County, eso es lo que pasa —objetó Fink—. Este año tienen allí más homicidios que en Washington D.C. Y eso por no mencionar violaciones y otros delitos sexuales.
—No es ningún misterio —terció West—. Los blancos y los negros con dinero vuelven a la ciudad y echan a los negros pobres a P.G. Joder, las zonas esas entre Beltway y Southern Avenue: Capítol Heights, District Heights, Hillcrest Heights…
—Heights, «cumbres» —tradujo Bonano, moviendo la cabeza—. Manda huevos, como si tuvieran castillos en las montañas. Joder. Por no hablar de Suitland. Menuda mierda.
—Es como Southeast hace diez años —dijo Fink.
—Es la cultura —replicó Bonano—. ¿Cómo coño se cambia eso?
—Ward 9 —apuntó Fink. Se había convertido en el otro nombre afectuoso o peyorativo, del suburbio de Prince George, P.G., dependiendo de quién lo dijera. Significaba que el distrito era igual de malo que las zonas orientales de D.C, de población negra y de gran actividad criminal.
—¿Y qué esperabas? —dijo West—. La pobreza es violencia.
—¿De verdad, Hillary? —replicó Bonano.
—Nadie respeta ya la ley —aseveró Holiday con voz queda. Se quedó mirando su copa, agitó los hielos y apuró el contenido. Luego cogió el tabaco y el móvil de la barra y se levantó.
—¿Adónde vas? —preguntó Fink.
—A trabajar. Tengo que ir al aeropuerto.
—Tómatelo con calma, Doc —se despidió Bonano.
—Adiós.
Holiday salió a la luz cegadora de la calle. Llevaba el uniforme: traje negro con camisa blanca. En cuanto a la gorra, la había dejado en el coche.
Los detectives Ramone y Green recorrían el pasillo central de las oficinas de la VCB, una nave sin ventanas con varios cubículos y mesas más o menos alineadas, el cuartel general de docenas de detectives con casos de asesinato y, como algunos decían, casos de víctimas que aún no habían muerto pero estaban bien jodidas. Mientras avanzaban, los pocos detectives que estaban en la oficina les lanzaron algunas felicitaciones y alguna broma a expensas de Ramone. Los comentarios aludían al hecho de que Green había hecho el trabajo sucio y Ramone se llevaría el mérito de cerrar el caso. A Ramone no le importaba. Todo el mundo tiene sus puntos fuertes, y el de Green eran los interrogatorios. Se alegraba de haber contado con su ayuda. Cualquier cosa para llegar a buen puerto. De hecho, el asunto había ido rodado en todos los aspectos desde el principio.
El día anterior Ramone estaba de turno cuando el administrador de un bloque de apartamentos llamó para denunciar que había encontrado un cadáver en el umbral de uno de los pisos. Encargaron el caso a Ramone. Rhonda Willis, lo más parecido a una compañera que había tenido jamás, le ayudaría.
Los agentes de patrulla y un teniente del Distrito Siete esperaban en la calle cuando llegaron Gus Ramone y Rhonda Willis. El escenario del crimen era un apartamento de la tercera planta de un edificio de Cedar Street, Southeast, uno de varios bloques de pisos-caja que corrían a ambos lados de una corta manzana que empezaba en la calle Catorce y terminaba en un patio.
Varias horas más tarde, cuando se llevaron el cadáver, Ramone y Willis se quedaron en el salón del piso, bastante callados, comunicándose más que nada con los ojos. Una pareja de agentes de uniforme montaba guardia en la puerta, en una escalera que olía ligeramente a humo de marihuana y fritanga. Mientras los técnicos y el fotógrafo trabajaban en silencio y con diligencia, Ramone miraba la mesa de comedor en una zona del salón, junto a la puerta de la cocina.
Lo que más le interesó fue la bolsa del supermercado, de la que se habían volcado sobre la mesa varios artículos, incluso los alimentos perecederos, lo cual significaba que la víctima acababa de llegar de la compra y no había tenido tiempo de meter la leche, el queso y el pollo en la nevera. La apuñalaron cerca de la mesa, calculó, puesto que había gotas de sangre en la alfombra marrón y un rastro que llevaba hasta la puerta. Luego mucha sangre en la alfombra junto a la puerta. Probablemente había acudido allí a pedir ayuda antes de desplomarse.
La compra también le llamó la atención en otro aspecto. Además de los alimentos básicos había varias golosinas: natillas, regaliz de colores, barritas de crema de cacahuete, Choco Krispies. Vale, no era una madre muy preocupada por la nutrición. Era una de esas madres que se gastan el dinero en dar gusto a sus hijos.
A Ramone le recordó a su mujer, Regina, que jamás volvía de la compra sin chucherías para su hijo Diego, aunque el chico era ya adolescente, y su hija Alana, de siete años. Le reprochaba sobre todo su manera de mimar a Diego: se dejaba tomar el pelo, no podía estar enfadada con él más de unos minutos, y siempre le concedía todos sus caprichos. Bueno, si lo peor que puedes decir de tu mujer es que quiere demasiado a tus hijos, tampoco es para quejarte.
A los hijos de la víctima los había recogido su tía del colegio para llevarlos a casa. A Diego todavía iba a buscarle al instituto casi siempre su devota madre, a pesar de que Ramone le tenía advertido que lo iba a convertir en un blando.
Menos mal que los hijos de la víctima no habían visto muerta a su madre. Había recibido múltiples puñaladas en la cara, los pechos y el cuello. La inmensa cantidad de sangre provenía de la yugular. Las heridas de defensa se manifestaban en varios cortes en los dedos y una cuchillada limpia en la palma de la mano. Había vaciado los intestinos, y los excrementos manchaban de marrón su uniforme blanco.
Ramone y Willis recorrieron el apartamento, procurando no molestar a los técnicos del laboratorio móvil. Aunque todavía tenían que comparar sus observaciones, ambos habían llegado a similares conclusiones. La víctima conocía a su asaltante, puesto que no había señales de que hubieran forzado la entrada. El apuñalamiento se produjo a unos seis metros dentro de la casa, junto a la mesa. La víctima había dejado pasar al asesino. El asesinato no estaba relacionado con las drogas, ni habían querido eliminar a un testigo, ni era una venganza entre bandas rivales. Las puñaladas solían ser casi siempre un asunto personal, muy raramente tenían que ver con el bisnes.
El bolso de la víctima estaba en la mesa de la cocina, pero no había ni cartera ni llaves. El administrador, cuando le preguntaron, contó que la fallecida, Jacqueline Taylor, conducía un Toyota Corolla último modelo. El coche no estaba aparcado en la calle en ese momento. Ramone dedujo que el asaltante se había llevado el dinero, las tarjetas de crédito, las llaves del coche y el coche. Desde la perspectiva policial era una ventaja, porque si el asesino utilizaba las tarjetas de crédito, se le podría seguir el rastro. De la misma manera, sería más fácil encontrarlo con un coche robado.
La víctima vivía sola con sus hijos. En un cajón de la cómoda había algunas prendas de ropa, ropa interior en su mayoría, camisetas de talla extra grande y calzoncillos de la talla 34. Esto indicaba que algún hombre acudía con frecuencia a la casa, pero no residía allí permanentemente. En el segundo dormitorio había dos camas individuales, una decorada con motivos florales y la otra con cascos de los Redskins. La habitación estaba llena de muñecas, figuritas de acción, peluches y material deportivo, incluido un balón de baloncesto en miniatura y uno de fútbol K2. En el salón, en una mesita, se veían fotografías de los niños en el colegio, un chico y una chica.