Read El jinete del silencio Online
Authors: Gonzalo Giner
Fabián pensó en las bondades y problemas de la propuesta. La realidad era que él necesitaba tomar aquel barco y el prior tal vez no fuese tan sensible a sus aspiraciones como estaba demostrando ser ese monje.
—¿Cuánto podríais conseguir?
—¿Quinientos ducados de oro os serían suficientes?
Blasco Méndez de Figueroa poseía un enorme algodonal, las mayores producciones de caña de azúcar de la isla y unas cuadras donde nacían más de trescientos caballos cada año. También era propietario de doscientos esclavos, una fabulosa mansión en lo alto de una colina, centenares de aranzadas de árboles frutales, ganado y otros muchos bienes en arte, muebles y cerámicas.
Se vanagloriaba de conseguir cuanto deseaba y aquella mañana esperaba ansioso la llegada de su última adquisición: la mujer adecuada con quien compartir todo aquello.
Se llamaba Carmen Bartelli y era una hermosa napolitana de pelo dorado, que estaba a punto de desembarcar en la isla después de una larguísima y agotadora travesía de dos meses y medio. Tenía dieciocho años y su matrimonio se había celebrado en Nápoles, por poderes, pocas semanas antes.
Ella no lo conocía en persona, tan solo había recibido un retrato, un dibujo de tan pequeño tamaño que era difícil apreciar en él mucho detalle. Su compromiso había estado dirigido por el mismísimo virrey de Nápoles, a quien su padre, Domenico Bartelli, debía un importante favor. El virrey había tapado al padre de Carmen en un grave asunto que tenía que ver con determinados tratos comerciales que de ser conocidos por el Emperador le podían haber acarreado a Domenico por lo menos una acusación de alta traición. Aquel silencio que don Pedro Álvarez de Toledo y Zúñiga le había regalado se debía más a la amistad que a su obligación como máximo responsable del virreinato.
La joven Carmen, forzada a aceptar aquel matrimonio, se sintió al principio ahogada en un mar de incertidumbres. Sin embargo, y a medida que fue madurando la idea, cambió de opinión. El motivo quizá se debió a su excesiva juventud unida a su carácter aventurero o a la romántica personalidad que tenía. Fuera por una razón u otra, pronto empezó a construirse una imagen exótica y excitante de su marido, como también de su futuro en aquel lejano destino. Se vio como una princesa, en un idílico y enorme castillo, siempre acompañada de sirvientes dispuestos a complacerla en todo, e inmensamente feliz. Las imágenes que ocuparon desde entonces su mente empezaron a parecerse a los cuentos que su madre, una española que también se llamaba Carmen, le había contado tantas veces de pequeña; historias sobre amores maravillosos y vidas llenas de felicidad, que en su caso tendrían como escenario una fantástica isla lejana donde viviría con un marido cortés, guapo y seductor; el mejor padre para sus hijos, el más fiel amigo y el más solícito amante…
Llevada por ese espíritu y después de mirar cientos de veces aquel retrato, terminó enamorándose de él, de su porte distinguido, elegante, de su atractiva mirada, y decidió que era el hombre de sus sueños.
La familia de Carmen había requerido los servicios de un noble alemán afincado en Nápoles, de nombre Volker Wortmann, para custodiarla hasta Jamaica. Volker era capitán de caballería y jefe de la guardia personal del virrey de Nápoles, quien no había dudado en poner al mejor de sus hombres al cuidado de la joven esposa.
El alemán respiraba espíritu militar por los cuatro costados, y su personalidad estaba tan marcada por aquel hecho que era difícil distinguir en él al hombre del soldado. Como persona era un ser íntegro, de lealtades inquebrantables, férrea voluntad y absoluta abnegación.
Educado desde muy joven en las artes de la guerra, su carácter se había adaptado a los valores castrenses más comunes, como el esfuerzo, la disciplina o la obediencia. Por ese motivo, cuando encontraba en los demás actitudes de dejadez, falta de compromiso o desinterés, trataba de convencerlos de su error, porque no solo las veía como faltas, en su opinión eran los demonios que empequeñecían al hombre.
Volker poseía un impetuoso temperamento y además era obstinado. Cuando se trataba de cumplir con sus deberes nunca flaqueaba, y tampoco se dejaba llevar por los sentimientos, que definía como los grandes aliados de la debilidad humana.
Él había sido entrenado para actuar, obedecer y luchar; fuera de aquellos patrones se sentía perdido. Tal vez por eso nunca se le había dado bien el trato con las mujeres, y menos aún el galanteo. Por principio, todo lo que no estuviese en consonancia con su lógica quedaba descartado, y eso le restaba espontaneidad. Era hombre de pocas palabras y escasas relaciones humanas, pero tampoco sufría demasiado por ello. El guerrero que había en su interior se reflejaba también en su físico. Nacido en Maguncia, a orillas del caudaloso Rin, Volker había tenido que trabajar mucho antes de dejar su casa. Disfrutaba de una buena estatura, superior a la habitual, y de una constitución fuerte, brazos y piernas musculosos, pecho ancho y hombros robustos. Tenía una poblada y rizada cabellera, bien oscura, unos ojos grandes y verdes, y sus facciones, más bien clásicas, se alejaban de las del típico alemán de piel clara y pelo rubio.
Carmen, a diferencia de Volker, había disfrutado de una formación exclusiva y rica en disciplinas que podrían parecer más propias de hombres que de una frágil señorita. Así lo había querido su padre, quien pensaba que la relación con una mujer cuando era inteligente y despierta podía ser más saludable y duradera que cuando se buscaba solo hermosura y simplicidad. Por ese motivo, a su lengua propia, Carmen tuvo que añadir estudios de español, alemán y francés. Y además de aprender literatura, música y otras artes, se preparó a conciencia en el manejo del arco y en la equitación.
Con Volker se expresaba siempre en alemán, y como nadie más lo hacía en el barco, desde muy pronto se estableció entre ellos una fuerte complicidad.
Carmen había vivido tan centrada en sus libros y en sus estudios que apenas había conocido el amor, por eso, ya bien entrados los dieciocho años, su inexperiencia con los hombres era casi completa.
A bordo, al disponer de tanto tiempo para pensar, sus escasas seguridades se fueron debilitando y poco a poco empezó a imaginar su futuro con temor, a pesar de haberlo dibujado en su interior como el escenario de una excitante aventura. Buscó en los sueños un refugio a tanta zozobra, pero tampoco allí encontró consuelo. En su inocencia lo desconocía casi todo. No sabía qué podía desear su marido de ella y tampoco si sería capaz de procrear. Apenas sabía nada del hombre con quien iba a compartir su vida y era consciente de que le llevaría un tiempo adaptarse, descubrir sus gustos, conocerlo, o hasta elegir la conversación más adecuada. De todos los pensamientos que corrían por su cabeza, saber que nunca había besado a un hombre y el poco conocimiento que tenía de las reglas del amor quizá eran los que más le agobiaban.
Una tarde, cuando se encontraban a dos días de alcanzar puerto, no pudo más y se sinceró con Volker.
—No estoy segura de querer llegar…, ni tampoco de querer conocer a mi marido… —Sus ojos casi achinados buscaron la comprensión del alemán.
Volker intentó evitar la conversación dándole el parte de navegación que acababa de escuchar al capitán, pero ella insistió.
—No sé qué deciros, a estas alturas habréis descubierto lo poco diestro que soy en asuntos del corazón… —Atendiendo a su forma de ser, Volker le hubiera hablado de deberes, de la sagrada responsabilidad adquirida al haber dado su palabra, pero hizo un esfuerzo y se contuvo—. Prometí llevaros hasta él, Carmen, y no dudéis que lo haré.
Ella se sintió decepcionada. La espontaneidad con la que le había hablado no justificaba una respuesta tan contundente. Tan solo necesitaba compartir sus temores.
—¿Habéis sentido alguna vez pavor? —Le sirvió una taza de manzanilla, se sentó a su lado y sin dejarle contestar siguió hablando—. Yo nunca…, pero ahora sí. He dejado todo para echarme en brazos de alguien a quien, si os soy sincera, he idealizado para afrontar con otro ánimo mi matrimonio. Pero ¿y si no fuera como imagino? ¿Y si todas mis ilusiones se vieran frustradas nada más verlo? ¿Y si me esperase la infelicidad, una vida sin nadie a quien confiarme? —Su mirada reflejó primero angustia y terminó quebrada en lágrimas.
Volker se revolvió en su silla nervioso, le turbaba no saber qué hacer ni qué decir. La fragilidad de Carmen desencadenaba en él sensaciones nuevas, deseos de protección, incluso estuvo tentado de abrazarla, pero se frenó de inmediato. Nunca había escuchado las confidencias de una mujer. Nadie hasta ahora le había abierto el corazón como lo estaba haciendo ella, y entendía su situación, pero aquello no cambiaba nada, a él le habían encomendado acompañarla, protegerla y nada más. Respondió con una pregunta.
—¿Os volveríais entonces a Nápoles?
Ella probó la infusión, dejó la taza sobre el plato, se levantó de su asiento y se dirigió a la ventana de su camarote. El mar caracoleaba en rizos de espuma sobre la popa del barco. Suspiró con inquietud. Aquella pregunta no era fácil de responder.
—Os mentiría si dijese que sé lo que quiero. No estoy segura. Pero necesito pediros un favor… —Al volverse, un rayo de luz transformó su pálida tez en un foco de hermosura—. Desconozco cuáles son vuestras órdenes, pero os ruego que permanezcáis unas semanas más conmigo en la isla. Imaginaos que mi marido no fuese tan interesante como deseo y se comportase mal conmigo, que resultara ser alguien con quien compartir toda una vida fuese lo más parecido a un infierno. Si me dejaseis allí, sola, jamás conseguiría salir.
Él lo pensó bien antes de contestar.
—Me quedaré hasta veros segura. Si no lo hiciera, estaría desatendiendo las órdenes que he recibido y tampoco obedecería a mi propia conciencia.
En la Bruma Negra todo estaba preparado para recibir a la esposa de don Blasco.
Desde hacía unas semanas el servicio había limpiado la casa de arriba abajo y se habían completado los preparativos con el objetivo de que todo estuviese perfecto llegado el momento.
La deseada aparición de Carmen Bartelli casi había coincidido con la de don Luis Espinosa. El jerezano había llegado diez días antes con un doble objetivo: tratar de cerrar un acuerdo con un importante personaje de la isla, muy cercano al gobernador, que de tener éxito multiplicaría sus beneficios hasta cifras inimaginables, y por otro lado, constatar en persona las impresiones de Blasco, uno de sus mejores clientes, sobre el último envío de caballos robados de la cartuja de Jerez.
Del primer asunto, y a pesar de la confianza que tenía con el hacendado, Luis no le contó nada, no fuera este a querer intervenir y llevarse un pellizco. Pero en cuanto salieron los caballos a relucir, la conversación tomó un tono diferente. Blasco le recriminó haber incumplido con la cantidad de animales comprometidos y le denunció el deplorable estado en el que le habían llegado. Las excusas de Luis solo empeoraron las cosas y Blasco no dudó en rebajar todavía más la cantidad que había decidido pagar por ellos.
—Mira, Luis —reflexionó con voz serena pero firme—. Las inclemencias del viaje no son un buen argumento, pues no es la primera vez que embarcas caballos. Por el precio que me pides, podrías haber metido de más en prevención de lo que suele suceder. Sabes muy bien que conmigo, para ganar, a veces hay que perder… Y esta vez te toca a ti… —Le tapó la boca cuando iba a protestar—. ¡Calla ahora y seguirás teniendo un cliente! Habla y vete buscando otro. —Sus ojos azules se clavaron en los azulados de Luis y no se apartaron hasta ver que el jerezano relajaba su expresión y aceptaba sus condiciones.
Superado el incómodo trance y una vez que llegaron a un acuerdo, Blasco recuperó su habitual cordialidad, comentaron otros asuntos familiares, y terminó invitándolo a quedarse en la Bruma Negra mientras estuviese en la isla, lo que Luis aceptó agradecido.
Cada mañana salían a pasear por la plantación aprovechando los primeros rayos de sol cuando todavía no eran demasiado molestos. Iban pertrechados con arco y flechas por si surgía la oportunidad de cazar. En aquel clima, y a partir de mediodía, el calor era tan asfixiante y la humedad tan insoportable que se huía de practicar ninguna otra actividad que no fuera estar en el interior de la mansión, donde había mejor temperatura.
A caballo y con un maravilloso paisaje a su alrededor, las conversaciones fluían entre ellos sin prisa de ser agotadas. Abordaban así los más variados asuntos: qué cultivos se estaban implantando en la isla, la situación de la Corona en España, en particular sus últimos negocios bélicos, o se daban noticias recientes sobre amistades comunes. Pero durante una de aquellas mañanas, la proximidad de su matrimonio centró su charla.
—¿Será vuestra primera esposa, entiendo? —Don Luis montaba una hermosa yegua de capa morcilla, hija, según le había explicado su anfitrión, de uno de los dieciséis caballos con los que Hernán Cortés y sus hombres conquistaron el imperio azteca, cuyos nombres habían quedado grabados para siempre en la memoria de todos.
—No, no es la primera. Enviudé hace cinco años. Unas fiebres malignas que en la isla llaman gripa la mataron sin tiempo de reaccionar. Pero, en confianza, nunca nos llevamos demasiado bien. Tenía una forma de ser impredecible, era bastante áspera y muy poco apasionada. Nuestros contactos, ya me entendéis, desaparecieron en menos de seis meses y el distanciamiento fue todavía mayor. Nos habíamos conocido poco tiempo antes de decidir la boda, pero hasta que no se llevó a cabo, no mostró su verdadera personalidad. Como veis, fue una historia con un inicio y un final demasiado próximos, ¿no os parece?
—¿Y cómo se llama vuestra nueva prometida?
—Carmen Bartelli, es napolitana y según tengo entendido, es una preciosidad.
Don Luis se quedó estupefacto en cuanto escuchó aquel apellido, pero evitó hacer ningún comentario y menos aún revelarle que conocía a su padre, a Domenico Bartelli, con quien mantenía ciertos tratos, un tanto particulares, que estaban dando los primeros frutos, pero que exigían la más absoluta discreción.
—Conozco Nápoles y he de reconocer que sus mujeres son muy hermosas. Seguro que esta vez seréis más afortunado.
A punto de bordear una pequeña loma se les cruzó una columna de esclavas que se dirigían a recoger la caña de azúcar. Algunas iban casi desnudas. Desprendían un olor tan desagradable que Luis se tapó la nariz.