El jinete del silencio (33 page)

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Authors: Gonzalo Giner

BOOK: El jinete del silencio
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Un mes después del concierto, durante uno de aquellos paseos que tanto enamoraban a Carmen, de vuelta a las cuadras, Blasco vio venir a su yeguarizo con alguien a su lado, bien atado. Por las vestimentas dedujo que se trataba de un esclavo, pero solo cuando estuvo más cerca reconoció a su joven esclavo blanco.

—¿Qué problema os ha dado? —Blasco frenó el caballo a su altura.

—Lleva días merodeando por las cuadras sin mi permiso y hoy lo he pillado tocando a aquel caballo que tanto apreciáis, ese de las crines casi azuladas que vino de Jerez…

Blasco recordó la buena mano que demostró el chico con el Guzmán cuando lo conoció en el barco. Pero su encargado tenía razón, en la Bruma Negra todo lo relacionado con los caballos era una tarea sagrada y reservada a tan solo unos pocos empleados de su entera confianza, estaba prohibida la entrada a las cuadras y, por tanto, que lo hubiera hecho un esclavo era una falta imperdonable.

—¡Azótalo, se lo merece! Pero cuando termines, tráelo a las cuadras. Quiero hablar con él.

Carmen miró al chico con pena. Apenas era un montón de huesos, tenía el pelo enmarañado y sucio, la piel tostada pero lejos del color del resto de los esclavos, y una buena altura. De rasgos no demasiado atractivos, lo que más llamaba la atención eran sus ojos, esquivos pero de un azul asombroso.

Si había algo que ella odiaba con toda su alma era la violencia, y aquella no era la primera vez que había visto a su marido castigar a un esclavo.

—Querido, me gustaría pedirte un favor. —Blasco le sonrió con ganas de complacerla—. El chico parece buena persona, ¿podrías perdonarle los latigazos, por esta vez? —Endulzó su mirada para ablandarlo, pero no consiguió lo que quería, Blasco no solo no quiso atender a sus deseos, sino que además, una vez solos, le recriminó su actitud con bastante severidad.

—No lo vuelvas a hacer nunca más…

A Carmen le sorprendió la dureza de su voz hasta entonces desconocida.

—No te entiendo, cariño.

—¡Has puesto en entredicho una decisión mía y además delante de un empleado! ¿Entiendes lo que eso supone, o te lo he de explicar mejor?

Ella no quiso contestar, entendía su error, pero se sentía decepcionada por la excesiva reacción de su marido y también por la crueldad que demostraba con el chico. Para no reflejar sus sentimientos sin haberlos medido antes, se disculpó, argumentando un falso cansancio, y se dirigió hacia la casa con ganas de aislarse un tiempo en su habitación para poder pensar.

Cuando Yago, apenas una hora después, llegó al interior de las caballerizas con la camisola rasgada de arriba abajo y la espalda lacerada por no menos de veinte latigazos, fue empujado a los pies de Blasco, quien lo recibió sin hablar. El chico se encogió, como si fuera un perro herido, y escondió la cabeza entre los codos.

—Ya sabes, en la Bruma Negra se aprende a obedecer así. —Le levantó la barbilla con la fusta para verle la cara—. Aquí no eres nada. Cuanto antes lo aprendas, mejor te irá…

Yago esquivó su mirada aterrorizado y se tumbó en el suelo escondiéndose de él. Ese hombre le provocaba un miedo primario, difícil de justificar, intuitivo.

—¡Mírame, estúpido! —le gritó furioso.

Blasco metió la punta de su bota entre la mejilla del chico y el suelo obligándolo a levantar una vez más la cara.

A poco menos de veinte palmos, Azul empezó a relinchar con inquietud. Blasco, ajeno a su reacción, no pudo soportar la sumisión que Yago mostraba y decidió comprobar si también era de los que ni con latigazos reaccionaban ante un humillante trato.

Alzó la fusta en el aire y buscó en su espalda una de sus recientes heridas. El cuero restalló con buena puntería y le abrió en dos una abultada llaga que había surgido del anterior castigo, lo que hizo gritar a Yago. Al mismo tiempo se produjo un repentino y furioso coceo en varios de los caballos de la cuadra, lo que atrajo la atención del yeguarizo y del propio Blasco. Algunos animales corcovearon nerviosos en sus cajones y patearon la puerta en un intento por romperla.

—¡Ve a ver qué les pasa! —ordenó Blasco mientras decidía en qué lugar de la espalda le iba a asestar un nuevo golpe. Cuando Yago lo sintió sobre sus costillas, ahogó su dolor en un suspiro, atemorizado, y se encogió hecho un ovillo.

Azul y otros tres caballos empezaron a relinchar de forma llamativa, casi rabiosa, agitaban sus cuellos con energía sin dejar de mirar lo que los hombres le hacían al muchacho.

Blasco empezó a pensar que la curiosa reacción animal tal vez no fuera fortuita. Para asegurarse, hizo silbar una vez más el cuero sobre el dolorido Yago, y a continuación observó cómo respondían los caballos. Aún fueron más los que se unieron al grupo anterior, instalándose en la cuadra una auténtica oleada de bufidos, relinchos y coceos.

Blasco sonrió incrédulo.

—Señor, no sé qué les pasa. —El yeguarizo no se atrevía a acercarse a ellos.

—Yo sí…, y es de lo más curioso… ¿No te das cuenta de que esa reacción no tiene otro objetivo que proteger al chico?

Miró a Yago de nuevo y luego a los caballos impresionado.

—Desde hoy este esclavo os ayudará en las caballerizas. Quiero averiguar qué puedo obtener de esa peculiar relación. Es evidente que los caballos lo respetan. Y si ellos lo hacen, puede que yo también…

XII

Carmen insistió en ver la herida que la esclava, que la ayudaba con el baño, ocultaba bajo una venda de horrible aspecto. La joven rechazaba una y otra vez sus intentos, pero Carmen, más tozuda que ella, descubrió un feo corte en uno de sus dedos y el mal olor que desprendía.

—En cuanto salga del baño, haré venir a un médico para que te vea esa mano.

—No…, no, ama… Estar bien… —La negrita de apenas dieciséis años no quería confesar ni cómo ni quién se lo había hecho. De hacerlo podría tener problemas mucho peores que ese.

Abrió un bote de perfume, derramó unas gotas sobre el agua caliente y la agitó con su mano sana. En un instante su potente aroma a limón penetró en Carmen, impregnó su piel y provocó un relajante efecto.

—Tú verás, pero creo que no deberías dejarla sin curar.

Se hundió bajo el agua y disfrutó de la agradable temperatura. Soltó unas pequeñas burbujas por la boca y permaneció quieta y en paz, durante unos minutos.

La vida en Jamaica en general le gustaba y, salvo algunos comportamientos de Blasco, la felicidad reinaba en su alma y se sentía satisfecha…

Volker, cansado de agotar su tiempo dentro de la mansión, decidió invertir sus tardes en recorrer la plantación a caballo. Entre la variedad de sus cultivos descubrió en una ladera unas pocas viñas que consiguieron evocar su juventud en aquellos viñedos que su familia poseyó en el margen izquierdo del Rin, cuando todavía su padre vivía y aún no les había alcanzado la desgracia. Desde tiempos remotos el apellido Wortmann iba asociado a un famoso caldo dorado y muy afrutado, bastante demandado entre los entendidos en su tierra. Por ese motivo Volker estaba habituado a la ciencia del vino, reconocía sin dificultad las diferentes variedades de uva, sus posibilidades, y fue capaz de saber que esas viñas de Blasco Méndez de Figueroa producían una uva más recia, pero también más propicia, para que luego el vino fuera sabroso y de gran cuerpo. Lo había probado con Blasco en alguna de las comidas que a diario compartía con él y le había parecido que era de buena calidad.

En uno de los márgenes de la plantación, en un lugar donde un fresco riachuelo hacía vericuetos para atravesar la ondulante superficie de un collado, había descubierto el cementerio donde los esclavos enterraban a los suyos, y para mayor coincidencia, el día que lo hizo se cruzó con una comitiva fúnebre.

Le llamó la atención lo bien que cantaban y el profundo sentimiento que ponían. En ausencia de estribillo las palabras que surgían de sus gargantas, ininteligibles para él, transmitían dolor y pena, la misma que reflejaban al tomar entre sus manos un puñado de tierra para esparcirlo, después de besarlo, por encima del difunto. Le sorprendió también su baile final, una vez había sido enterrado el cuerpo; desprendía una inusitada alegría y sobre todo mucha emoción, como si para ellos la muerte fuera más bien una liberación que una desgracia.

De anteriores recorridos supo que no era el único cementerio para esclavos que había en la plantación, pero se alarmó al contar no menos de quinientas sepulturas en el que había conocido. Demasiados muertos para el poco tiempo transcurrido desde la fundación de la Bruma Negra.

Su segundo entretenimiento consistía en visitar las cuadras y caballerizas, lejos de la residencia de Blasco, donde cada vez se encontraba más incómodo. Los caballos eran una de sus mayores pasiones, además de ser cruciales en su oficio como capitán de la guardia del virrey.

Y fue en una de sus frecuentes estancias en las cuadras cuando conoció a Yago. Caminaba entre un grupo de machos, apretado contra ellos, a punto de entrar en un estrecho pasillo que se empleaba para conseguir su inmovilidad cuando había que marcarlos a fuego, practicarles cualquier cura o sencillamente sanearles los cascos.

Lo observó con curiosidad y cierta perplejidad. El alemán calculó que si el chico no salía a tiempo del grupo iba a verse atrapado en aquel estrecho pasillo de manejo, con evidente peligro. Cualquier caballo asustado, o bajo los efectos de un hierro al rojo vivo, podría responder a su presencia con una mortal coz. Por un momento dudó si no sería el mismo joven del que había oído hablar a Carmen, objeto del incidente con su marido.

—¡Eh, vosotros! —advirtió a dos mozos de cuadra en cuanto los vio aparecer. Sus temores por el muchacho aumentaron al verlos azuzar a los caballos para que entraran por aquel pasillo—. ¿No veis que hay un joven ahí?

Ante su asombro, los mozos se rieron sin darle la menor importancia y continuaron con su trabajo. Buscaron al caballo que estaba más próximo al estrechamiento y con solo dos empujones consiguieron dejarlo aprisionado.

—¿Pero no me oís? —insistió Volker.

—No os preocupéis por él, se trata de Yago —le señalaron—. Aunque solo lleva dos semanas entre ellos, lo consideran como uno más…

Volker vio aparecer al joven entre las patas de un corpulento ejemplar con absoluta tranquilidad, se dirigió a trompicones hacia donde él estaba sin haberlo visto todavía, pero cuando se cruzaron sus miradas se detuvo en seco. A Volker, además de su extraña forma de caminar, le llamó la atención el aire ausente de su mirada. El muchacho bajó la cabeza al entender que se fijaba en él. Parecía indefenso, aislado de su entorno, como si viviera en otra realidad distinta al resto.

—Casi siempre está en silencio y solo, pero no os podéis imaginar lo que es capaz de hacer con estos animales…

Al escuchar el comentario, Yago buscó a toda prisa el interior de la manada y Volker se dio media vuelta para ver quién le hablaba. El hombre, de mediana edad, se presentó como el caballerizo mayor.

—Me llamo Mario. —Estrecharon sus manos—. Desde hace unos días os veo por las cuadras y presiento que no lo hacéis solo por curiosidad. Os apasionan estas criaturas, ¿me equivoco?

—Estad seguro de ello. Me he criado entre ellos, y no sé cuántas miles de leguas habré recorrido sobre sus lomos. Soy militar, y os aseguro que no solo forman parte de mi propia historia, me apasionan.

—¿Sois el acompañante del ama Carmen? —Volker asintió sin entrar en pormenores.

El hombre recordó que tenía que dar de comer a los potrillos más jóvenes y le propuso que lo acompañara.

Al pasar al lado de Yago Volker quiso saber más detalles sobre él y preguntó al caballerizo.

—Yago no es un esclavo más, y no me refiero solo al color de su piel. Como os digo, a pesar de que lleva poco tiempo entre nosotros, su don con los caballos se ha hecho evidente desde casi el primer día. A primera vista parece un loco, aunque yo creo que no lo está. Eso sí, le dan extraños ataques de vez en cuando y apenas habla, pero posee un talento especial cuando está entre estos animales. Vive con ellos, no quiere casa ni cama, y duerme en los establos. Así es desde el día que el patrón lo trajo. —Abrió una cancela y entró en un corral donde había una docena de pequeños potros que se le acercaron con curiosidad—. Si lo vierais cómo acaricia a cada caballo, uno a uno, por todo su cuerpo… No sé a qué se debe, pero suele emplear las dos manos, y sin ninguna prisa, muchas veces con los ojos cerrados, para recorrer al animal de punta a punta y de arriba abajo…

Volker escuchaba con interés.

—¿Podría hablar con él?

—Intentarlo sí, pero conseguir comunicarse es otra cosa… —Agitó la mano de forma expresiva.

Cuando llegaron hasta la cuadra más grande, Yago estaba cerca de un hermoso caballo de capa negra. El animal le olfateaba las rodillas y él recorría su espalda con mimo.

Volker sintió el impulso y la necesidad de acercarse hasta ellos.

El caballo giró su cuello advertido de su presencia, pero lo aceptó. Yago, sin embargo, esquivó su mirada para seguir con lo que estaba.

Al minuto de estar junto a ellos Volker percibió la especial comunicación que mantenían y sintió el deseo de experimentarla. Se aproximó por el flanco libre del caballo y recorrió su espalda con la mano, imitando los movimientos del chico. Primero la llevó hacia delante y luego hacia atrás, a veces en círculos, con suavidad y luego con firmeza. Durante un tiempo que ninguno fue capaz de medir compartieron a un ser que ejerció de vínculo emotivo entre ambos. Sintieron al caballo, se unieron a él, en silencio, sin que nada ni nadie estorbara.

Y solo cuando había pasado un buen rato, Yago habló.

—Soy Yago…, ¿y tú?

XIII

Yago apenas veía a Hiasy desde que había dejado atrás los barracones y trabajaba en las caballerizas. Su tarea era intensiva y absorbente al tener a su cargo los cuidados, alimentación y limpieza de más de un centenar de caballos, lo que le ocupaba casi todo el día.

La buena relación que mantenían, construida con silencios, una ciega comprensión y sobre todo mucha complicidad, los animaba a encontrarse en cuanto podían. Yago trataba de escapar de su trabajo para al menos verla pasar cuando iba de camino a las plantaciones. Había un claro dentro del bosque, en los límites del valle y lejos de las dependencias de la plantación, donde podían verse a solas, y allí quedaban una vez por semana. Era su rincón secreto.

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