Read El jinete del silencio Online
Authors: Gonzalo Giner
Al retirar dos piedras más se amplió el espacio lo suficiente como para poder mirar en su interior. Lo que el chico vio le produjo tal impresión que soltó un alarido y perdió pie cayéndose de espaldas.
La visita de Fabián Mandrago a Laura Espinosa coincidió con aquel extraño hallazgo, e hizo que bajaran juntos para ver de qué se trataba.
El hueso que sacaron los empleados del otro lado del muro no dejaba lugar a dudas, era humano, y por el tamaño, de una mujer. Esperaron a una prudente distancia hasta que la cavidad se hiciese lo suficientemente ancha como para permitir su entrada.
Con la ayuda de una pesada maza los dos operarios empezaron a golpear con más energía los últimos restos de rocas. Las chispas saltaban en la oscuridad con cada golpe y quebraban el tenso silencio que dominaba a todos los presentes.
Para Laura la gravedad del hallazgo resultaba inquietante, pero más aún, desconocer de quién se trataba. Fabián planteó la posibilidad de que tal vez fuera algún antiguo enterramiento, en coincidencia con anteriores propietarios de la hacienda, pero a ella no la convenció demasiado.
La baja temperatura del subsuelo provocó en ella un escalofrío.
Impaciente, se acercó hasta el muro para ver cuánto faltaba por derribar, y fue entonces cuando consiguieron abrir un enorme agujero al caer de una sola vez casi un tercio de pared. Con las faldas arremangadas pidió una antorcha y se decidió a entrar. La siguieron Fabián y otro de los hombres. Entre los tres consiguieron iluminar el interior y vieron el esqueleto pegado al muro. Los dedos de sus manos parecían querer arañar las piedras en un gesto de desesperación, y a su alrededor había un puñado de las piedras que pudo desprender de la pared. El cadáver mantenía una buena parte de su melena, y los pocos restos de ropa que lo cubrían indicaban un corte humilde. No cabía la menor duda de que esa mujer había sido encerrada viva.
—Tuvo que ser un infierno para ella… —Doña Laura se agachó para buscar entre el esqueleto algo que ayudase a entender de quién se trataba.
Fabián no era experto en aquel tipo de reconocimientos, pero dedujo que no llevaba demasiado tiempo allí. Aquellos restos no sumaban siglos, solo décadas. En una de sus muñecas colgaba una pulsera y vieron también un pendiente; un pequeño aro con dos figuritas diminutas apenas identificables. Laura estudió ambos objetos sin que le dijeran nada.
Exploraron a conciencia la cueva, pero tampoco encontraron más pistas.
—¿Construisteis la bodega, o ya estaba horadada? —El instinto investigador de Fabián surgió espontáneo.
—La hacienda ha pertenecido a mi familia desde muchas generaciones atrás, y con ella la bodega —respondió Laura—. Pero, por lo que se ve, tuve entre mis ascendientes algún asesino…
—Cierto, y además alguien muy cruel… —Fabián, en cuclillas, estaba comprobando la erosión que presentaban las puntas de los dedos, seguramente del puro desgaste mientras intentaba abrir un agujero en el muro—. Para bien o para mal, lo que aquí sucediese me temo que quedará en misterio para el resto de los días.
Los dos operarios escuchaban la conversación callados y a la espera de recibir nuevas órdenes. Sin embargo, el que llevaba más años trabajando en la bodega no podía dejar de pensar que ese muro lo había levantado don Luis Espinosa. No estaba seguro de que la señora lo supiese y tampoco cómo reaccionaría si se lo decía, por lo que optó por guardar silencio de momento.
—Buscad una caja donde entren sus huesos y cavad una zanja bajo el viejo roble de la colina. Ya sabéis cuál es. Aunque no tengamos ni un nombre que poner en su lápida, al menos le daremos un entierro digno.
Doña Laura salió de la galería y pidió a Fabián que la acompañara hasta los fermentadores, donde ya había cocido el vino nuevo del año y ya se podía valorar su calidad.
—Quiero que probéis la nueva cosecha, veréis lo mucho que promete.
El siniestro descubrimiento casi pasó al olvido en la cabeza de doña Laura durante los dos siguientes días debido a la rotura de una enorme cuba a causa de la mala calidad de la madera, con la consiguiente pérdida de su contenido. El trastorno económico era tan grande y su preocupación tan honda que no tuvo tiempo ni ánimo para presenciar el momento del enterramiento.
Pero el servicio no dejó de comentar el extraño hecho. Como si se tratase de una epidemia, los rumores corrieron de boca en boca, y hubo quien empezó a hablar de don Luis como posible responsable, al saberle autor del muro. Como era público que sus negocios nunca habían destacado por ser demasiado transparentes, imaginaron que viniese de ahí; de algún sucio ajuste o algo por el estilo. Hubo entre los sirvientes quien propuso hablar con doña Laura, pero como se trataba de simples conjeturas nadie se prestó a ello.
Hasta que una se decidió, una de las más mayores. Cuando oyó hablar de los pendientes, pidió verlos, y al saber que estaban en poder de la señora, decidió hablar con ella.
Doña Laura la recibió a la mañana siguiente.
—Perdóneme, señora, pero he de comprobar una cosa… —Marta, una de sus más fieles sirvientas, acudió con un delantal sucio, el pelo canoso, la cara sembrada de arrugas y una expresión llena de temor. Dijo estar informada del hallazgo en la bodega y justificó su interés en obediencia a una intuición.
—Encontramos esta pulsera también. —Dejó sobre sus manos los tres objetos que había guardado en un pañuelo.
Marta los estudió con manos temblorosas y el corazón agitado. Las sombras de un oscuro pasado le asaltaron de repente hasta nublar su alma. Se trataba de recuerdos que creía olvidados, sobrevolando en su interior de forma desbocada y dolorosa. Se le secó la boca, le empezaron a temblar las piernas y sintió la urgente necesidad de vomitar. Se disculpó, salió del dormitorio corriendo y buscó una esquina donde hacerlo.
Luego bajó a trompicones las escaleras, mareada, con la imagen de los pendientes todavía viva. Su pensamiento voló dieciocho años atrás, cuando perdió a una amiga. Los recordó colgando de las orejas de Isabel, tintineando mientras daba a luz a su hijo. Estaba segura de ello, tan segura como desolada. Una a una, las imágenes de lo sucedido en el establo iban cobrando vida desde su memoria y el recuerdo de Isabel se fue haciendo cada vez más intenso hasta no abandonarla. Parecía como si quisiera reclamar justicia abriéndole la memoria.
Esa noche Marta apenas durmió.
La pena no le dejó más salida que llorar y llorar. Y a la mañana siguiente, como si estuviese siendo empujada por la presencia de su amiga, pidió hablar de nuevo con doña Laura.
—Ayer ya me dejaste preocupada, pero por el gesto que traes hoy creo que vienes a contarme algo importante.
—Me temo que sí, señora. —Las manos de Marta estrujaban su delantal, muy nerviosa—. ¿Recordáis a una joven dama de compañía que tuvisteis, de nombre Isabel?
Doña Laura había tenido a muchas, pero de la tupida nube de recuerdos surgió la imagen de una chica a quien muchos años atrás se la había dado por huida de un día para otro. Hurgó con más detalle en su pasado y como si se tratase de cuentas de un rosario, los hechos empezaron a encadenarse uno con otro.
—Isabel, sí, la recuerdo… Pero hace tanto tiempo… ¿Supiste algo más?
—Nada, mi señora. Nunca volví a saber de ella. Fue todo tan extraño. —Miró hacia el suelo sin saber cómo empezar a explicar lo que sabía. Sus ojos se cargaron de lágrimas—. Al ver ayer esos pendientes, se abrió un tiempo de mi pasado que creí cerrado —consiguió decir atragantada.
—¿No pensarás que el cadáver que encontramos es el de esa chica?
Marta se tapó la boca espantada.
—No lo sé… Quizá podría serlo… —A la pobre le temblaba la voz. Recordó como un aluvión de imágenes los difíciles momentos del parto de su amiga, en aquellas cuadras, algo que nunca había revelado a nadie y empalideció.
Doña Laura sintió un temor extraño, como si una sombra oscura la estuviese acechando.
—Tranquilízate y trata de explicarte.
Marta vio llegado el momento de hablar.
—Mi señora, verá… En realidad sí pasó algo. Bueno, fue todo tan complicado y difícil.
—¿A qué te refieres? ¿Qué he de saber?
—Pues que Isabel… tuvo… —Le faltó la respiración y sin terminar la frase rompió a llorar. Nunca se había creído su fuga, pero tampoco había compartido con nadie sus sospechas ni denunciado lo que sabía. Hacía dieciocho años que aquel secreto estaba dentro de su corazón.
—Bueno, ¿vas a decirme lo que sabes o no? —Doña Laura frunció el ceño cansada de tanta espera.
Marta suspiró.
—Isabel tuvo un niño en vuestras cuadras…
—¿Cómo?
Marta bajó la cabeza.
—Nació de milagro, creímos que había muerto, pero de pronto apareció un ángel del cielo en forma de caballo y consiguió que sobreviviera. Fue llamado Yago. Lo tuve entre mis manos, durante unas pocas horas, hasta que se lo llevó a casa de su hermana en Sanlúcar. Sin embargo, sin que hubieran pasado dos días desaparecieron, y nada más se supo, ni de ella ni del niño.
Doña Laura no se podía creer lo que acababa de escuchar. De aquella dama de compañía no recordaba mucho, pero un embarazo no se le habría pasado por alto.
—Os lo ocultó. Bueno, a todos… —Marta pareció adivinar su pensamiento.
Pasado tanto tiempo, sería absurdo preguntarse qué motivos la habían llevado a mantenerlo tan en secreto, pero si el cadáver recién descubierto se correspondía con su antigua dama de compañía, la necesidad de clarificación era acuciante. Doña Laura se sintió impotente. Cuanto más intentaba hurgar en sus recuerdos, menos lo conseguía. Dependía de lo que su sirvienta le contara. Una oleada de preguntas no le dejaba apenas ni pensar. ¿Sería de verdad Isabel la que habían encontrado? Y de ser así, ¿quién y por qué le procuró la muerte?
—Pero tuvo que haber un padre, y tú tienes que saberlo. Quizá ella viva con él y con su hijo… y tus sospechas sean del todo infundadas…
Marta tragó saliva consciente del efecto que iba a tener su respuesta.
—No puede ser, señora, y vais a entender por qué; el padre del niño fue vuestro marido.
—Canalla. —Laura se llevó las manos a la cabeza—. Tuvo un hijo con mi dama de compañía… ¡Me parece increíble! Pero espera un momento, si ella lo mantuvo tan oculto, ¿llegó a saberlo él?
—Isabel no se lo dijo, bueno, al menos hasta que nació el chiquillo, luego no lo sé…
La noticia removió la memoria de Laura como un torbellino hasta devolverle a las horas previas a la desaparición de su dama de compañía. De pronto recordó la extraña muerte de una de sus mulas por culpa de Isabel, el castigo que ella misma le había impuesto por ello, en esos mismos sótanos, y a su marido justificando después la inesperada fuga.
Una siniestra idea empezó a corretear por su cabeza. ¿Y si fuese Luis quien la encerró, quien quiso dar por terminado el problema? Lo meditó despacio. Su marido, por entonces, tenía que saber que ella no iba a aceptarle una infidelidad, todavía no había conseguido el poder y las influencias que necesitaba para no depender de ella, y quizá Isabel llegó a explicarle el resultado de sus licencias amorosas.
Compartió sus deducciones con Marta, espantada. A pesar de lo mucho que odiaba a su marido, no terminaba de imaginarlo cometiendo tan horrendo crimen, pero quién sino él tenía más motivos para deshacerse de ella.
—Tuvo que ser él… No me cabe ya ninguna duda… —Doña Laura pensó de inmediato en el niño. En la galería no habían visto más restos que los de Isabel. Si Luis hubiese tenido al bebé en sus manos, nunca le habría permitido sobrevivir al ser una prueba viva de su pecado. Isabel, por tanto, tuvo que esconderlo o dejarlo al cuidado de alguien de su entera confianza, ¿pero en dónde?
—Marta, ¿conoces a su hermana?
—No. Nunca la he visto —respondió con sinceridad—, pero creo haber escuchado a Isabel decir que poseía una…, una vinatería en Sanlúcar. No os resultará difícil dar con ella.
—Quizá no quiera saber nada, y más aún tratándose de un hijo bastardo del que fuera mi marido —dudó Laura—. O mejor pensado, sí me interesa. Así sabré si he de denunciarlo por uno o por dos crímenes…
Volker, todas las mañanas, hacía una rápida visita a Yago en Castel Nuovo.
A pesar de que ya se habían cumplido más de dos meses de su llegada a Nápoles, solo había dejado de hacerlo cuando las obligaciones de su cargo se lo impidieron.
Abandonaba muy temprano su residencia para dar un primer paseo por el puerto, donde le informaban de cualquier salida o entrada de barcos acaecida en las últimas horas, y después despachaba unos minutos con el virrey para comentar los planes para ese día.
Lo más habitual es que hiciera todo el recorrido a lomos de Azul, un caballo que brillaba como ningún otro. Al montarlo, su imponente figura llamaba la atención mientras recorría las calles de una Nápoles donde el gusto por la estética lo dominaba todo, desde sus palacios a los carruajes que la recorrían, desde el adorno en los vestidos a las monturas o las bridas de sus caballos. El carácter noble y equilibrado que caracterizaba a Azul lo hacía diferente a casi todos. Obedecía con prontitud a los deseos de su jinete, su comportamiento era siempre predecible y ponderado, y hasta era capaz de adelantarse a sus órdenes.
A las tareas implícitas de su cargo como capitán de la guardia del virrey, al poco de haber vuelto a la ciudad, se le había sumado una insólita propuesta de parte del director de la escuela de equitación que llevaba todas las bendiciones de don Pedro Álvarez de Toledo. Pignatelli le había pedido ayuda para mejorar el tipo de caballo que deseaba para su escuela, un animal más hermoso, mucho más ágil, casi nuevo; ejemplares que representaran por sí mismos los propios fundamentos del arte. El encargo le fue hecho por razón de ser el mejor experto que Nápoles tenía en esa materia.
Aunque en un primer momento Volker había aceptado el reto, cuando escuchó a Pignatelli hablar de la importancia del alma de los caballos sobre el éxito de la empresa, empezó a verle serias dificultades. Sin entender qué podría significar en concreto aquel particular requisito, empezó a pensar que no era la persona más adecuada para cubrir esas expectativas. Él no tenía la sensibilidad de un artista. Su forma de ser obedecía más a la lógica que a las sensaciones, él era pragmático, seguramente lo más alejado de lo que Pignatelli buscaba, pero de todos modos decidió intentarlo.