El jinete del silencio (62 page)

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Authors: Gonzalo Giner

BOOK: El jinete del silencio
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—Como bien sabes, Yago es un cabezón, y no ha sido capaz de esperar más sin venir a verte.

Camilo se dio la vuelta, y en cuanto reconoció a Volker le estrechó la mano encantado de tenerlo por allí. Desde Jamaica no había sabido nada sobre él.

—Nunca imaginé volver a veros… Se ve que hoy todo son alegrías —reconoció el fraile.

Volker se culpó de no haber venido antes, aunque justificó sus motivos.

—En cuanto supe que Yago había desaparecido de Castel Nuovo, no tuve ninguna duda sobre cuáles eran sus intenciones. Cabalgué en su busca preocupado, sabido es que los caminos que unen Nápoles con Salerno son bastante inseguros, y lo encontré a media distancia de aquí.

La siguiente hora fue llenándose de noticias, hechos y explicaciones sobre el devenir de unos y otros, pero las penalidades en el hospital de Sevilla ocuparon la mayor parte. Camilo sintió su corazón encogerse mientras escuchaba los pesares que había tenido que sufrir una vez más Yago, sin embargo, al notar la mejoría en su capacidad de expresión, se llenó de alegría a pesar de su crudeza. Nunca lo había visto tan explícito y apasionado contando sus cosas.

—Pobre hijo… La felicidad no ha hecho más que darte la espalda a lo largo de tu vida.

Él les confesó qué había motivado su presencia en esa cartuja, y las dudas que pesaban sobre su futuro llegado el momento de abandonarla.

Yago notó su pena y pensó qué podía hacer para cambiarla. Miró el órgano y sus dedos sobrevolaron las teclas como si lo fuera a tocar. Muchas noches, hasta en sueños, seguía rememorando las emocionantes sensaciones que había vivido con Camilo cada vez que lo había escuchado interpretar una pieza.

—No tristeza…, música…

Camilo captó su intención y emprendió, despacio, y poniendo en ello toda su pasión, hasta con hermosa suavidad, una de sus últimas composiciones, la que sentía más suya.

Al escucharla, Volker y Yago se conmovieron ante la intensidad de su emoción.

Disfrutaron de los acordes ascendentes y descendentes, a veces cruzados, en proporción con las diferentes notas y los alcanzó el influjo emocional de sus vibratos, la doble melodía que intercalaba en un breve canon. Asistieron impresionados al estado de ausencia casi mística que Camilo estaba experimentando mientras tocaba; un hermoso desdoblamiento íntimo que apenas le dejaba respirar, embriagado de sensaciones.

La belleza de la pieza era tal que Volker, que descubría por primera vez su arte, quiso saber si había compuesto muchas más obras como esa. Cuando Camilo se lo confirmó, preguntó si estaría dispuesto a tocar alguna en presencia del virrey.

—Me encantaría, pero tal vez no tengan la calidad exigible para tan magnos oídos.

—O también pueden ser mejores de lo que él acostumbra…

—Además, no sé si estaré mucho más tiempo por estas tierras…

En respuesta al pasmo que sus palabras acababan de producir, Camilo desveló cuáles eran sus planes a dos meses vista.

—He tomado la decisión de dejar los hábitos.

Volker esperó más explicaciones al entender la gravedad de una decisión como esa.

—Todavía no sé a dónde iré, aunque mi deseo es poder ayudar a quien más lo necesite, a los desheredados de la tierra, a quienes lo han perdido todo. Creo que solo así podré responder a la voz de mi conciencia.

Yago no comprendía los motivos ni la trascendencia de sus tribulaciones, pero se había sentido plenamente identificado con los destinatarios de sus intenciones futuras. ¿Quién si no él podía considerarse más desheredado, o quién más necesitado?, pensó para sí, dolido de que Camilo no lo viera con la misma claridad. ¿Qué otra dirección podría tomar mejor que su compañía?, se preguntaba.

Volker captó el sentir del muchacho y se sintió responsable de ayudar a uno y a otro. Entendía el duro momento que atravesaba Camilo y su profundo trastorno emocional. A todas luces, estaba desorientado, lo que le hacía insensible a las necesidades y sensaciones de Yago.

Mientras pensaba cómo compaginar una y otra realidad, se le ocurrió una manera de unir sus destinos sin que pareciera forzado.

—Dondequiera que vayas, y hagas lo que hagas para encontrar tu camino, siempre te acompañarán dos cosas: el cariño de los tuyos y tu habilidad musical… ¿Estás de acuerdo? —Camilo adoptó un gesto neutro, quizá por no estar del todo convencido de su afirmación—. De ser así, propongo que te apoyes en ellas, y vengas a demostrar tu capacidad a Castel Nuovo, donde además vive Yago. Allí te presentaré a alguien que te puede ayudar; también es músico… Quizá sea una manera de afrontar tu futuro sin tener que preocuparte de cómo y dónde empezarlo. Es evidente que posees talento y en Castel Nuovo podrías dedicarte a componer. —Volker comprobó en el gesto de Camilo una buena acogida a su idea—. En Nápoles se está viviendo un momento artístico excepcional. La gente ya no se mira en los héroes clásicos de antaño: dioses, grandes soldados o épicos caballeros; ahora buscan y aprecian el arte, la belleza. La ciudad necesita artistas, hombres capaces de poner sus virtudes a disposición de los demás, y hacerles vibrar con sus obras. Después de haber escuchado cómo tocas el órgano, sé que lo conseguirías. Por tanto, solo tienes que contestar que sí a la siguiente pregunta; ¿vendrás?

Camilo meditó su contestación. La propuesta de Volker le brindaba la cercanía de Yago y vivir de su música, y quizá fuera además una posible vía para resolver sus incertidumbres. Dejar atrás una larga vida de oración y entrega a Dios no era una decisión fácil, y solo con pensarlo se le encogía el alma. Muchas veces había pedido una señal a su Señor, algo que le hiciera saber si estaba en el buen camino o no. Miró a sus dos amigos y de repente pensó si la inesperada aparición no sería el signo que tanto había solicitado.

Se encomendó a Dios antes de contestar y cuando lo hizo provocó una explosión de alegría en Yago.

—¡Vendrás a Castel Nuovo! —Palmeó feliz—. Conmigo, por fin, jun… juntos…

Y Camilo se sintió bien.

VIII

Domenico Bartelli tuvo que sujetar con las dos manos el lingote de oro para que no se le cayera al suelo. Sus ojos recibieron el reflejo de la luz que atravesaba el ventanal de su palacio en Nápoles a través del noble metal, y el brillo le dejó medio cegado durante unos breves segundos. En cuanto pudo, miró sorprendido a su visitante.

El banquero genovés Enrico Masso, viejo conocido de Bartelli y circunstancial socio de algún que otro negocio bastante poco transparente, se sentó en una cómoda butaca, sonrió maliciosamente, y con su silencio consiguió que Domenico fuera el primero en hablar. Había logrado su primer objetivo.

—¿Qué queréis esta vez de mí? —El napolitano le devolvió el lingote. Enrico lo introdujo primero en una bolsa de terciopelo y luego en una cartera de cuero.

—¿Cuánto oro podríais llegar a vender?

Domenico se sirvió un poco más de licor de avellanas después de rellenar la copa de su invitado y adoptó un gesto neutro antes de contestar.

—Depende de lo que pueda ganar… No me atrevo a daros más datos sin antes saber de qué hablamos. —Probó el licor y se relamió los labios. Sin duda se trataba de su bebida preferida.

Enrico había cerrado los acuerdos necesarios para colocar tres cuartas partes del oro que Luis Espinosa le iba a traer en pocos meses, pero le estaba costando la última parte más de la cuenta. Domenico representaba la última y quizá la mejor oportunidad que le quedaba antes de tener que acudir a unos individuos que conocía en el virreinato de Sicilia, una gente con ningún escrúpulo.

—Calculad de tres mil quinientas a cuatro mil libras.

—¡Santo Dios! —Domenico no pudo evitar un gesto de franca sorpresa—. Esas cifras no son fáciles de ocultar a la hacienda virreinal porque he de entender… que no os gustaría que las autoridades estuvieran informadas, claro…

Enrico dio por obvia la respuesta y permaneció callado a la espera de su propuesta.

Domenico repasó todos los nombres con los que solía trabajar en ese tipo de asuntos, pero le pareció que no estaban preparados para un tamaño de negocio tan grande.

—No lo veo fácil, la verdad —comentó mientras valoraba una nueva posibilidad que se le acababa de ocurrir, una solución a la que no solía recurrir normalmente—. Aunque podríamos contar con un destinatario que quizá, en este caso, fuese el ideal; os hablo de un trabajo limpio, rápido y con pocos riesgos. Limpio significa que no dejará rastro alguno, lo que beneficia a ambos, pero como inconveniente he de adelantaros que sería la alternativa más cara de todas, o mejor dicho, carísima. —Abrió una caja de plata y se la pasó—. ¿Os apetece un poco de tabaco?

Enrico recogió una pizca y la masticó con curiosidad. Para contrarrestar su inmediata amargura bebió un sorbo de licor, pero el resultado no fue mejor. Sin poder disimular una mueca de asco terminó tragándoselo por cortesía, aunque en realidad hubiera deseado escupirlo.

—No os preguntaré en quién pensáis; entiendo que es cosa vuestra. Pero sí a qué llamáis caro, y en el caso de aceptarlo, qué garantías tengo de que sea un destinatario de fiar. En este momento no conviene que surja una inesperada publicidad del asunto, luego os contaré por qué.

Domenico le adelantó que su hombre hablaba francés, poseía enormes recursos económicos, mucho poder, e influencias suficientes para hacerse con todo el oro.

—Vos sois banquero, Enrico, por tanto, sabéis mejor que yo que ese metal se está tomando como referencia para medir el valor de las diferentes monedas. He pensado en una persona que está necesitando imperiosamente apreciar el valor de la suya, y una cantidad como la que me proponéis podría serle más que interesante.

—Corréis un alto riesgo si vuestro Emperador se entera de esos tratos con los franceses, porque habláis de Francia, ¿estoy equivocado?

Domenico llamó a ese riesgo una tercera parte de las ganancias, le confirmó su sospecha, y anunció que no estaba para regateos, tenía hambre y su esposa e hija los esperaban en el comedor.

—¿Podría obtener de vos un compromiso más formal, una especie de garantía de que llevaréis a buen término esta nueva empresa? —Enrico entendió que su petición no había sonado nada cortés, por lo que trató de explicarse—. Entended que cuando me llegue el oro no puedo tener otra preocupación más que esconderlo pronto y bien, o dicho de otro modo, que desaparezca de mis manos lo antes posible. Si ese contacto vuestro no llegase a responder a tiempo, ¿podéis garantizarme que dispondríais de otro?

—Me conocéis desde hace años, por tanto, no puedo ocultaros que mi prosperidad se ha visto favorecida por los negocios hechos con algunos enemigos del Emperador. Tuve problemas antaño, cuando traté con turcos, pero todavía mantengo algunos de esos contactos por si fuera necesario… Por tanto, no os preocupéis. El oro que me hagáis llegar siempre tendrá una u otra salida. Y terminado el asunto, ¿no tenéis apetito? ¿Habéis probado nuestra famosa focaccia?

En ese momento y sin previo aviso, entró su hija.

—Padre, la cena está preparada. —Sonrió al invitado con cortesía—. Os acompañaré en el primer plato, porque he de ir después a Castel Nuovo.

—No comprendo a qué vas tantas veces allí, Carmen. —El gesto de Domenico daba fe de la poca gracia que le hacía—. O demasiado bien lo comprendo...

Carmen supo que se refería a Volker.

—Ya sabéis de mi amistad con ese capitán, pero no voy por ese motivo, sino a ver al chico que os presenté el mismo día que volví de Jamaica. Yago necesita mi ayuda.

Enrico se asombró de su belleza mientras su padre seguía amonestándola.

—Alguien pensará mal. Me parece excesiva la frecuencia de tus visitas a ese hombre aunque me asegures que no es el motivo de tu salida de casa. Sigo pensando que mostrarte tan solícita no es propio de una dama, pero tú sabrás lo que haces…

Carmen, sin ganas de escucharlo, se dio media vuelta y salió del salón a toda prisa indignada por la actitud de su padre. Se dirigió al comedor y se sentó a la espera de que acudieran a cenar.

Enrico esperó a ver cerrada la puerta antes de hablar.

—Tenéis una hija preciosa.

A tenor del comentario y de no saber que Enrico estaba casado, Domenico hubiera creído que pretendía a su hija. «Ojalá fuera así», pensó para sus adentros.

—Lo único bueno que tiene es eso: que es hermosa, porque ni como mujer ni como esposa ha dado la talla. —A Enrico le extrañó la dureza de sus palabras, tanto que prefirió guardar silencio mientras se dirigían hacia el comedor.

Tras un cortés besamanos, tomaron asiento y empezaron una conversación intrascendente hasta que la madre de Carmen tomó la palabra para explicar qué era la focaccia.

—Se trata de un pan rectangular, de corte plano, con aceite, aceitunas, trufa y hierbas aromáticas; un plato muy común en Nápoles. La gente humilde lo prepara con rellenos mucho más modestos, claro, aunque confieso que aun así sigue siendo delicioso. Espero que sea de su agrado.

El invitado alabó su sabor nada más probarla, pero con el último bocado desvió la conversación de forma deliberada para hablar de don Pedro Álvarez de Toledo, consciente de que Domenico formaba parte de su grupo de amigos.

—En Génova se dice que vuestro virrey disfruta de una estrechísima relación de confianza con el emperador Carlos. ¿Sabéis si están en lo cierto?

Domenico no solo confirmó sus presunciones, sino que se puso como testigo de ello.

—Su correspondencia es copiosa, la amistad que se tienen, más que evidente, y las estancias de su majestad en Nápoles se prodigan tanto por lo mucho que le gusta la ciudad como por la compañía de su hombre de confianza. Creo que ahora está en su ciudad natal, en Gante, y que…

—Necesitaría pediros un favor —lo interrumpió Enrico.

—Vos diréis. —Lo miró con un gesto de suspenso, al igual que hicieron Carmen y su madre.

—Pues… bien… —carraspeó nervioso—, os pediría que hablaseis con el virrey para que interceda ante el Emperador en favor de alguien que aspira a ser su próximo secretario… Se trata de algo más que un amigo para mí, pero sobre todo es un buen hombre que, aunque ya cuenta con su confianza, no posee el suficiente abolengo para ese cargo. Pero si le llegasen varias recomendaciones de tan influyentes padrinos como podría ser la de vuestro virrey, el camino le sería más llevadero y fácil.

Domenico sobre todo entendía de negocios. Lo que Enrico le proponía era algo bastante habitual entre la corte, y solo le podía beneficiar en el futuro. Antes de conocer de quién se trataba, se aseguró de que el interesado sabría quién y de qué forma se le había ayudado. Enrico se comprometió a hacerlo poco antes de revelar su nombre.

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