Read El jinete del silencio Online
Authors: Gonzalo Giner
Yago dejó todas las herramientas ordenadas en una caja de madera y se limpió las manos a conciencia con un trapo. Cuando terminó, levantó la mirada para buscar la de Carmen y sintió su cálida sonrisa.
Ella se colgó de su brazo mientras caminaban hacia la pista de entrenamiento. El perfume que desprendía le recordó el de Hiasy y su mirada se entristeció de inmediato, suspiró con pesadez y se sintió apesadumbrado con su recuerdo.
Carmen lo notó raro.
—Te pasa algo, ¿verdad?
—Es Hiasy… —contestó en confianza.
Carmen se apiadó de él. Los dos habían enterrado en Jamaica una parte de su corazón; Yago al perder a la única mujer que había sentido interés por él, y ella al ver destrozadas sus ilusiones por un hombre del que se había enamorado en un principio. Para curar esas heridas solo existían dos remedios: tiempo y cariño.
—Entiendo lo que te sucede.
—Nadie querrá a Yago… como… ella. Nunca más. —Esos pensamientos le martirizaban desde su pérdida.
—¡No es verdad! Yo te quiero y te aseguro que eso no es cierto. En algún lugar, ahí fuera, existe una mujer que será tan especial para ti que en cuanto la veas lo sabrás. ¿Me crees?
Yago bajó la cabeza y contestó con una negativa.
—Yago es raro… y se irá.
—No lo veas así. —Carmen le sujetó la cara entre ambas manos para que la mirara a los ojos—. Esa mujer vive, y un día te amará como solo tú te mereces. Yo lo sé. Y no digas que eres raro. Todos tenemos unos talentos que nos hacen diferentes, tú también. Esa diferencia te hace ser grande, para mí eres un ser muy especial. Y te aseguro que no habrá nada que te impida ser feliz, y que ames y te amen, ya lo verás.
—Yago no sabe amar.
—Uff, Yago, no sé si soy la persona más idónea para ayudarte en eso… ¿Quieres saber qué es el amor?
—Sí.
—El amor consiste en no respirar cuando piensas o ves a la otra persona, es perderse en su alma fundiéndote para siempre en ella, quedándote con un trozo de la suya, es entregarse, dejar de ser uno para vivir en el otro… Es morirse cuando no la tienes a tu lado, y cuando está, morirse también, pero en sus ojos, en su palabra, en sus manos cuando te recorren.
Carmen miró al muchacho con pena al notar la dificultad que tenía para entenderla.
Al entrar en el picadero buscaron a Volker.
Lo vieron hablando con tres hombres; uno era Giovanni Batista Pignatelli, y a su lado estaba el virrey don Pedro Álvarez de Toledo junto a Giacomo. Los dos potros, de cuatro años cumplidos, esperaban en el centro de la pista a ser montados por primera vez.
Yago reconoció a Tazio, su compañero en el taller de guarnicionería. Sujetaba a uno de ellos por la cabezada, y a su lado, con el otro animal, había una chica pelirroja a la que nunca había visto antes.
Giacomo hablaba dirigiéndose a Pignatelli.
—Si necesitaseis una rienda más larga para facilitar una mayor distancia con ellos, os podría fabricar una tres veces mayor que la actual. —El director de la escuela no le era del todo desconocido a Yago, lo había visto por aquellas caballerizas alguna otra vez.
—Lo veo imprescindible —contestó Pignatelli—. Y si no, fijaos en vuestra propia hija Francesca. Cuando se tiene tan cerca al caballo, el animal no sabe qué queremos de él; incluso para ejecutar pasos sencillos como arrancar un galope o que extienda una pata.
Llamó a Tazio para que se acercara con su potro.
El muchacho tiró de la cabezada sin ningún cuidado y el animal relinchó molesto. Por efecto del mal manejo clavó sus patas traseras en la arena y se negó a dar un solo paso más, bufando. Yago, al tanto de lo que pasaba, esperó, pero fue incapaz de contenerse cuando vio cómo Tazio empezaba a pegar al potro con una fusta en la nariz con exagerada violencia, y corrió hacia ellos. El animal bramó y echó las orejas para atrás enfurecido.
—¡Le está haciendo daño! —exclamó Carmen indignada—. Por favor, no lo permitáis.
Pignatelli sonrió ante el gesto de la dama. Según su parecer o el de cualquier tratado clásico de doma, un poco de dolor era beneficioso para hacerles aprender. De hecho, su maestro Federico Grisón, el primero que había abierto una academia de equitación en Nápoles, así se lo había enseñado. Incluso lo había dejado por escrito en el mejor tratado de caballería que se había publicado en Europa. Según su teoría, para que un caballo aprendiera a ejercitar lo que su jinete le pedía, era imprescindible que asociara con dolor cada fallo.
Yago atravesó la pista hacia el excitado potro y, para asombro de los presentes, se tiró al suelo boca arriba, extendió los brazos y las piernas y se quedó quieto a escasos codos de los cascos del animal. Tazio lo miraba perplejo. En ese momento a Yago no le importaba nada más que el animal, que ya había reaccionado olfateándolo con curiosidad primero y jugueteando después con su pelo.
El potro, atento a lo que sucedía a su alrededor, observó con recelo a Tazio, y cuando tuvo la menor oportunidad, lo empujó con intención de deshacerse de él. El chico reaccionó mal, intentó sujetarlo por las riendas henchido de rabia y sin conseguirlo tuvo que escuchar a Yago.
—¡Déjalo! —le gritó—. No más daño.
El potro, de repente, buscó el cuerpo de Yago, que seguía tumbado, y ante la sorpresa de todos se tumbó cerca, y en absoluta quietud se dejó acariciar. Él le palmeó en el cuello y descubrió en sus hermosos ojos, expresivos y brillantes, una gran vitalidad.
Francesca observaba la escena impresionada, pero también encantada de que alguien se hubiera atrevido a contravenir los malos tratos que eran comunes en Tazio, al que rechazaba por su altanería. Dispuesta a probar lo mismo que acababa de ver hacer al valiente joven, se tiró también al suelo delante de su potro. Extendió los brazos y piernas, y recibió de inmediato el mismo interés de parte de su animal, y la sonrisa de Yago.
—Pero, hija, ¿qué haces? —le recriminó su padre.
—Ganarme su confianza, como hace él… —El potro empezaba a mordisquearle la camisola, el pelo y las piernas.
Giacomo sonrió con el proceder de su hija. Era la niña de sus ojos.
A todos decía que, además de tener buena mano con los animales, poseía una privilegiada habilidad para trabajar el cuero. La chica no iba nunca a Castel Nuovo, pero adoraba el trabajo de su padre y siempre que podía lo ayudaba en casa sobre todo con las hilaturas más finas.
Volker y Pignatelli se acercaron con asombro hasta ellos.
Tazio, humillado, los miraba con rabia. Todavía inconsciente de lo inoportuno de su anterior proceder, decidió ir hacia el animal de Francesca con una fusta para demostrar a todos lo que podía conseguir de un caballo, pero en cuanto Yago adivinó sus intenciones le gritó con todas sus ganas.
—No fusta… ¡No aprenden!
—¿Y tú qué sabrás? —Tazio no se detuvo.
—Nadie puede meterse en la mente de un caballo —apuntó Pignatelli, mientras le daba una palmada en la grupa al potro para levantarlo—. ¿O acaso sabes tú lo que piensan? —le dirigió la pregunta a Yago.
—Sí… —contestó sin rubor.
Pignatelli miró a Volker, y sin necesidad de emplear una sola palabra más, reconoció que el chico tal vez tuviese cualidades para ayudarlos en su proyecto. Nunca había conocido a alguien que reconociese lo que Yago acababa de asegurar; alguien que supiese ver el alma de los caballos.
—Cierra la boca y deja de decir tonterías —le recriminó Tazio.
—¡Él tiene razón! —Francesca salió en ayuda de Yago. Aunque sus mejillas se encendieron, no se amilanó—. Los caballos reaccionan mejor con premios, sin golpearlos, ganándoselos.
Yago la miró agradecido.
Francesca se apoyó sobre la espalda de su potro y le habló con suavidad. El animal se revolvió un poco pero no se asustó. Lo acarició por la cabeza, pasó luego sus manos a lo largo de su lomo, apretándolas para que tomara costumbre de sentir un poco de presión por encima. Se agarró a sus crines y le fue pasando una pierna por encima y luego la otra. El animal nunca había sido montado. Le habló al oído. La chica consiguió volcar todo su cuerpo hasta que muy despacio terminó sentada, con el vientre apoyado sobre el cuello del potro, que la recibió tranquilo. Le presionó ligeramente el costillar derecho y el caballo giró en esa dirección, y al hacerlo en el otro lado, el animal cambió de rumbo.
—Muy bien, eres listo. —Le palmeó en el cuello para darle su recompensa de afecto.
Yago observaba sentado con su potro al lado, estudiando los movimientos del que montaba Francesca. Se fijó en cada músculo cuando entraban en acción, en cada tendón, estudiaba sus ejecuciones en todo su proceso. Se concentró tanto en lo que el potro hacía que parecía estar dentro de él, vivirlo a la vez, sentirlo como si fuese él mismo.
El animal se veía relajado, seguía las indicaciones de Francesca cuando lo detenía de golpe, o cuando lo arrancaba en un suave trote. Yago estudiaba sus evoluciones y entendió cómo y por qué se movía como Francesca le pedía, y desde entonces deseó hacer lo mismo.
Ella dominaba al animal sin necesidad de causarle dolor.
Yago cerró los ojos y soñó.
Soñó con conocer y disfrutar del espíritu de los caballos.
Yago confiaba en la palabra de Volker pero necesitaba ver a Camilo. Solo sabía que la cartuja de Padula estaba en Salerno, a poco menos de dos días a caballo desde Nápoles, y hacia el sur.
Ya se habían cumplido cuatro meses desde su llegada, y dos semanas de la última fecha que Volker le había prometido. Estaba seguro de que el alemán ponía toda su voluntad en cumplir la palabra dada, pero luego estaban los compromisos con el virrey, las misiones y trabajos que le iban encomendando.
Yago entendía sus explicaciones, pero la necesidad de ver a Camilo empezó a ser superior a la lógica, a su paciencia y al menor atisbo de prudencia. Por eso, después de informarse con cierta discreción, supo cómo tenía que encontrar el camino de Nápoles a Salerno, y a primera hora de una mañana de abril ensilló un caballo y lo sacó de Castel Nuovo llevándolo de la mano. Los soldados le creyeron cuando les explicó que tenía que dejarlo en otra de las caballerizas que poseía el virrey ciudad adentro.
Satisfecho por el resultado de su engaño, cuando se supo lo suficientemente lejos de la fortaleza, respiró más tranquilo, lo montó y tomó dirección sur después de atravesar la ciudad por su margen costero.
Llevaba comida para un solo día, una vaga idea de cómo llegar a su destino, pero una enorme fe en conseguirlo.
Para evitar que la gente con la que se cruzaba pudiera causarle problemas, mantuvo al animal casi siempre al galope. Por eso, sin haberse cumplido ni medio día de camino, tuvo que darle un poco de descanso, ya que no paraba de sudar. Se separó de la ruta, bordeó la falda del Vesubio y buscó sombra en una arboleda donde se escuchaba el torrente de un potente arroyo.
Todo parecía tranquilo, el tiempo era bueno y la brisa, suave y refrescante. Se sentía bien, convencido de su decisión, pero no se dio cuenta de que alguien se le estaba acercando por la espalda.
* * *
En la cartuja de Padula, Camilo sobrevivía a su larga y forzada reclusión entre sonatas, cuadras y oraciones, consciente de que solo faltaban dos meses para ver cumplida su promesa con el prior.
La permanente soledad de aquel cenobio, junto a un momento mental lleno de nostalgias, hizo que su repertorio creciera de una forma notable, pero también que se viera afectado por su estado. Componía a diario melodías que nacían y crecían sobre un teclado antiguo medio abandonado en los sótanos del templo.
La pena de no saber nada sobre Yago pesaba sobre su conciencia, pero no era el peor tormento que padecía. Había algo en su vida que todavía no había resuelto, algo que le ahogaba y le impedía sentirse en paz, una decisión no tomada.
Los cuatro primeros meses sintió que su espíritu se había quedado preso entre dos aguas; deberes contra deseos de libertad. No terminaba de ver su futuro y por eso tampoco encontraba un sentido a su presente. Sus dudas ya no solo se limitaban a vivir su entrega a Dios dentro o fuera de una celda, estaban tomando caminos más profundos que podían traerle consecuencias definitivas.
En su conciencia se libraba una feroz batalla donde sus miedos luchaban contra sus sueños. Fallar a su Señor le traería consecuencias, pero no sabía cuáles, y como sus motivos todavía no eran lo suficientemente importantes como para compensar esos posibles efectos, se sentía perdido. Tan solo encontraba consuelo en la música y el recuerdo de Yago, porque a partir de un momento dejó de buscarlo en Dios.
Un día, mientras recorría con sus dedos los dos teclados del órgano, fundiendo en una sola melodía una composición improvisada, cerró los ojos y recordó cómo había vivido con Yago su nacimiento a la música, en la cartuja de la Defensión.
A la vez que sus recuerdos viajaban por aquel pasado, las notas iban creciendo, sumándose, traspasaban las yemas de los dedos en una escalada de emoción y sensaciones. Camilo se notó como encogido, a la vez que renacía en otro mundo infinitamente más hermoso, sintiéndose transportado dentro de la misma melodía. Por eso, en un primer momento no notó su presencia, a su lado, sentado en el mismo banco de madera. Solo la sintió cuando brotaron unas notas disonantes que no obedecían a sus manos, y que sin embargo empezaron a mezclarse con las suyas.
Y cuando abrió los ojos, la música dio paso a un intenso y emocionado abrazo.
Camilo no entendía qué hacía allí ni cómo habría llegado hasta él, pero se alegró muchísimo.
—Estás, estás muy cambiado… —A pesar de no haber pasado más de diez meses, Yago se había convertido en un hombre.
Él lo miró de soslayo, con aquel gesto familiar, sonriendo, y se volvió a abrazar.
—Yago buscó a Camilo… pero me cogieron…
Camilo recordó la dura despedida en Humeruelos y quiso saber qué había sucedido después.
Yago empezó a contarle cómo había llegado hasta Sevilla tras su rastro, qué le forzaron a hacer durante los primeros días un grupo de desalmados, y su larga estancia en el Hospital de Inocentes. El fraile lo escuchaba espantado, lamentando no haber estado allí para ayudarlo, pero se alegró cuando supo lo que había hecho don Bruno de Ariza por él y la posterior compañía de Carmen y Volker en su viaje a Nápoles.
A oscuras, en lo más alto de las escaleras que comunicaban el sótano con la planta superior, un hombre esperaba su turno. Escuchaba lo que hablaban, respetando su primer momento de intimidad, pero cuando oyó que lo mencionaban bajó los escalones y se hizo ver.