Read El jinete del silencio Online
Authors: Gonzalo Giner
Luis Espinosa, como capitán de su guardia, entró en la ciudad dos días antes de que lo hiciera el joven príncipe Felipe, para esperarlo en el monasterio de Valdoncella, lugar común de parada de los reyes a la entrada de la ciudad. La presentación del heredero a la corte de Aragón estaba programada para el día ocho de noviembre, en Barcelona, ante los más notables de la ciudad.
Luis Espinosa, antes de acudir a dar protección al príncipe, había ido a presentar sus respetos al propio Emperador, que estaba alojado en el palacio de los condes de Barcelona. Ese viaje había sido de lo más inoportuno al haberle alejado de Génova, donde debía organizar la recogida del oro que a esas alturas tenía que estar en poder de sus socios corsarios. Pero además, antes de emprender viaje, había recibido un misterioso anónimo que le dejó bastante inquieto y pensativo.
El contenido de la misiva era tan escueto como extraña la forma en que le había llegado. El escrito explicaba que tenía un hijo fruto de la relación con una de las doncellas de su primera esposa, Laura. Recordó los hechos, a la chica, y también su fatal destino. Pero había olvidado la existencia del descendiente, a pesar de los muchos intentos que había puesto en encontrarlo por entonces. La nota le asignaba el nombre de Yago, la ciudad donde vivía era Nápoles, y especificaba que trabajaba en la corte del virrey.
Sin llegar a entender quién estaba detrás de esa misiva, la noticia le removió por entero e hizo que tomara la decisión de ir a conocerlo lo antes que pudiera.
En el salón de notables lo esperaba el emperador Carlos. Después de planificar el siguiente viaje, y comentar unas noticias que le habían llegado sobre la implicación de uno de sus hombres en un crimen, la conversación se centró en su heredero Felipe.
—Tú no tienes descendencia, Luis, pero si supieras lo difícil que resulta separarse de ellos… —Después de los tres meses de verano Luis encontró al Emperador más envejecido. Un nuevo y severo ataque de gota había tenido la culpa—. Quiero que vayas a buscar a mi hijo Felipe esta noche y lo traigas hasta mí con la mayor discreción. Se supone que su entrada en la ciudad no debería tener lugar hasta el día ocho, pero necesito verlo.
Con la misiva aún caliente Luis dudó contarle lo de su hijo. La conversación animaba a ello, pero se contuvo.
—Tengo cinco hijos de matrimonio —continuó el César—, y cuatro más fuera de él. A todos amo y, por supuesto, a todos intento educar y proteger, pero en Felipe tengo a mi heredero y es quien de todos se lleva la mayor parte de mis preocupaciones, empeños y cuidados. Ver tu sangre transmitida a la siguiente generación es lo que algunos llaman el gran deber de la herencia, pero en mi caso, aunque no hubiera sido bendecido con el honor de mis apellidos, creo que pensaría lo mismo. Los hijos son la mejor contribución que un hombre puede hacer para completar la Creación. Es nuestro tributo a Dios. —Caminó en busca de una ventana de vidrio emplomado. La entrada de un potente chorro de luz iluminó el cansado rostro del Emperador—. La peor carga de mi labor, créeme, es no poder verlos crecer a mi lado, y en especial a Felipe. Le he dado consejos de padre y de rey en forma de cartas, como una guía para cuando tenga que asumir las altas responsabilidades que un día le corresponderán. Sin embargo, cómo me habría gustado no hacerlo por escrito y poder responder a sus preguntas, dirigir su educación más de cerca y no a través de secretarios… Nadie imagina las pocas ocasiones en que hemos estado juntos. Y Felipe me adora.
Luis se sintió tan sorprendido por el tono humano de sus palabras que a punto estuvieron de afectar a su conciencia. Lo meditó. El deseo de tener descendencia había sido una constante a lo largo de su vida hasta haberse convertido en una razón de su separación con Laura, aunque no la única. Para él, un hijo significaba ver proyectado su apellido sobre sus descendientes, crear un linaje, y conseguir que, en el futuro, ser un Espinosa conllevara un reconocimiento que él no había obtenido de sus antecesores.
Quizá no necesitaba tanto tener un heredero como verse en él.
Por eso, al saber que existía ese hijo y dónde podía encontrarlo, su interés aumentó y su decisión de buscarlo se hizo firme.
Al volver de sus pensamientos y centrarlos de nuevo en el Emperador, pensó si no sería ese un buen momento para comunicarle sus planes en relación con la secretaría. Todavía no disponía del suficiente dinero para apoyar su candidatura, pero estaba muy cerca de ello, seguramente lo tendría con el oro de la última operación. Se recostó sobre el sillón de la sala de notables, en el palacio que el Emperador usaba como sede imperial, y puso voz a sus cavilaciones.
—Majestad, hace tiempo que deseo preguntaros algo…
El Rey mostró curiosidad.
—Tú dirás.
Luis carraspeó, consciente de la trascendencia de aquel momento. Eligió bien las palabras, pero le superaron los nervios y como consecuencia, su primera frase surgió confusa.
—Tranquilo, tómate tu tiempo.
—Lo haré, y os ruego que disculpéis mi torpeza… Me conocéis bien y espero que no os extrañe si me intereso por un puesto, desde el cual quizá podría ayudaros más que con el actual, y me refiero a…
La puerta de la sala de notables se abrió de par en par y por ella entró un hombre muy decidido con reluciente calva y largas barbas encanecidas.
—Os traigo noticias muy recientes.
—Nicolás, estas no son maneras de interrumpir, ¿no te parece? —El hombre se disculpó y saludó a Luis, a quien no conocía.
—Perdonad, pero es importante que lo sepáis…
—Antes os presento. —El rey Carlos se dirigió al recién llegado—. Luis Espinosa es capitán de mi guardia—. Y Nicolás de Perrenot, a quien no has tenido la oportunidad de ver hasta ahora, pues acaba de incorporarse a la corte, es desde ayer mi nuevo secretario. —Luis palideció al instante—. Es francés, un gran estadista, y complementará las funciones que venía realizando don Francisco de los Cobos, cuyas responsabilidades son ya demasiado amplias para poder con todo.
Aquello significaba lo peor para Luis, el fin de sus aspiraciones hacia un puesto con el que no solo había soñado, sino que había condicionado una buena parte de su vida y desde luego sus negocios, todos sus empeños y sacrificios. Se sintió ahogado. Miraba con un gesto indisimulado de rabia al recién llegado sin poder asumir lo que acababa de escuchar. Le había robado su posición, su futuro. No era posible.
Pero él no era el único afectado por la sorpresa. Nicolás no podía sentirse más desencajado al saber que tenía frente a él al responsable del mayor acto de traición al Emperador. No supo qué hacer. Esa misma mañana se había recibido una carta remitida por un tal Fabián Mandrago, donde se aseguraba que disponía de las pruebas necesarias para incriminar a Luis Espinosa en la organización del anterior robo de oro procedente de las Indias, pero su majestad no había sido informado todavía. El Emperador solo conocía la existencia de una misiva anterior del mismo Fabián Mandrago, recibida un mes antes, con los detalles necesarios para capturar y destruir una flota corsaria que acudiría engañada a un destino y día concreto, creyendo que iban a robar el oro de las Indias por segunda vez.
—Lo que he de contaros, majestad, requiere la más absoluta discreción. —Nicolás miró a Luis y este entendió el mensaje. Anonadado por el golpe que acababa de recibir, salió de la sala, pero quiso escuchar qué tenía que decirle ese hombre al Emperador y no cerró por completo la puerta.
—Disculpad, mi señor, vengo con dos noticias de enorme importancia. Una buena y otra seguramente muy dolorosa para vos. La primera compete a los corsarios. —Luis no pudo oír la frase entera, pero sí la última palabra, lo que le puso en alerta.
—Contad, contad… —El Emperador abrió de par en par los ojos deseoso de saber cómo había terminado el engaño orquestado contra esos bárbaros.
—Aquel aviso que tuvimos se ha demostrado que era del todo cierto. Aparecieron cinco galeras en el lugar y día convenido, se enfrentaron en batalla contra nuestra flota y fueron aniquiladas. Por supuesto, el oro de las Indias se encontraba lejos de allí y a buen recaudo. Un rotundo éxito que en mi opinión justificaría que premiarais al artífice del logro, a Fabián Mandrago. —Luis no escuchó casi nada en esta ocasión, solo que hablaban de oro. No había que ser demasiado sagaz para entender el resto. Supuso que le estaba dando la noticia del robo que habría tenido lugar diez días antes, del que él no sabía de momento nada.
El Emperador se felicitó por la excelente gestión, lo extendió a sus almirantes y dio orden al flamante secretario de que se hiciera público en todos sus reinos lo sucedido para escarnio de los turcos y sus esbirros, que tanto daño hacían al comercio y a su propia autoridad.
—Daré título y buenas tierras al hombre que nos adelantó las intenciones de aquellos corsarios. ¿Cómo decís que se llamaba?
Luis Espinosa se quedó sin escuchar la respuesta del Rey con claridad, y tampoco entendió de qué intenciones hablaban. Aparecieron dos soldados en ese momento para escoltar a su majestad, que iba a salir, y tuvo que abandonar la puerta, pero antes de que eso sucediera le había parecido que nombraban un apellido que le inquietó sobremanera: Mandrago. Si no recordaba mal, aquel agente de la Saca se apellidaba así; Fabián Mandrago.
Bajó las escaleras del palacio de dos en dos sopesando ese último detalle. A Fabián le había perdido el rastro en Jamaica, hizo lo posible por darle muerte, pero no supo más de él. El solo hecho de que apareciera su nombre en boca del Rey tenía que perjudicarlo con toda seguridad. Una horrible incertidumbre, unida a la frustrante noticia de la secretaría y el temor a que un día se supiese lo del oro, se apoderaron de él de forma angustiosa hasta encogerle el corazón. Escuchó a su instinto y tomó la determinación de huir de inmediato de Barcelona. Buscó su caballo, recogió otro de alivio, y a toda velocidad abandonó el palacio y tomó dirección norte hacia Francia, para ir a Génova, que no era ciudad dependiente del Imperio. Una vez en su casa, decidiría qué hacer después, aunque había una idea que no dejaba de rondar por su cabeza: conocer a ese hijo que vivía en Nápoles.
Dentro del salón de notables, Carlos V escuchó, primero con incredulidad, y luego con una incontenible reacción de furia, la segunda noticia que se refería a la denuncia de su capitán.
Las evidencias eran notorias, pero no terminaba de creérselo. Quizá porque no entendía cómo había podido traicionarlo de ese modo, ni qué había fallado para que nadie se hubiera dado cuenta antes, tampoco él. Maldijo su nombre, sin pensar en su gota, se levantó de golpe del sillón y ordenó que fuera detenido de inmediato para que lo trajeran a su presencia.
—¡Quiero su cabeza!
Nicolás salió al rellano donde se suponía que debía estar Luis para detenerlo en persona, pero allí no lo encontró. Mandó a la guardia imperial a buscarlo por todo el palacio con orden de máxima prioridad, pero tampoco lo encontraron. En las cuadras dijeron que había salido al galope con dos caballos, pero no dijo a dónde iba.
De vuelta al salón de notables, Nicolás apareció ante el Emperador avergonzado por su lamentable descuido con Luis.
—Con la información que tenías sobre él, no comprendo cómo lo dejaste solo. No lo puedo entender… —El Rey se mordió los labios furioso.
—Majestad, imaginaba su desconocimiento, y nunca supuse que huyera como lo ha hecho…
El césar Carlos se dirigió al balcón para aliviar el acaloramiento que tenía.
—Habrás mandado a la tropa a seguirlo, ¿no?
—No, mi señor. Nadie sabe hacia dónde ha podido ir, pero la nota última de Fabián Mandrago explicaba que al parecer tiene un hijo viviendo en Nápoles —respondió Nicolás abrazándose a esa única posibilidad.
—Quiero su cabeza. Eso es todo lo que tengo que decir…
El callejón donde Yago había encontrado refugio estaba siendo compartido por alguna que otra rata, el orín de los borrachos que no encontraban mejor destino y un apestoso olor a basura que no era fácil de obviar.
Había vagado por las calles sin ninguna orientación después de haber abandonado la escuela. No conocía la ciudad, a excepción de dos o tres calles, las que le llevaban de Castel Nuovo a las caballerizas del virrey, o de la escuela a ambos destinos. Pero le importaba poco.
Se frotó los ojos para evitar el sueño y a la vez borrar el amargo recuerdo de su última experiencia en la escuela. Pero la imagen del caballo herido le golpeaba una y otra vez, junto a la expresión de pena de Francesca cuando lo despedía o las últimas palabras de Pignatelli disculpándolo. Sus reacciones no habían sido suficientes para llegar a compensar su frustración; lo había estropeado todo.
Ahogado en sus remordimientos, no tenía hambre ni ganas de buscar mejor lugar para pasar la noche que ese oscuro lugar. Le daba todo igual.
Cuando el día terminó de cerrarse y la noche lo ocupó todo, sus párpados le pesaron demasiado y decidió dejarse llevar por el cansancio. Miró a su alrededor con asco pero se durmió.
A la mañana siguiente, con la luz del día comprobó que la callejuela cumplía funciones de patio interior para dos edificios y de basurero para una posada cuya puerta trasera se abría al fondo. De vez en cuando, desde dentro del establecimiento alguien lanzaba basura, algún resto de comida y más de una vez a un borracho.
Con mejor visibilidad, Yago encontró una esquina menos sucia y allí se sentó a pasar el día, dobló las piernas y escondió la cabeza para aislarse del tugurio, y pensar.
Se sentía fracasado; esa era la mejor definición de lo que le pasaba.
Con su comportamiento había dejado claro a todos los que le apreciaban que él no servía para nada. Su actitud de cobardía frente a los alumnos le había hecho huir de una responsabilidad que Pignatelli le había ofrecido con la esperanza de verlo crecer. Y cada vez que pensaba en los motivos que le habían llevado a forzar al pobre animal, que no tenía culpa alguna de su trastorno, aparecía una y otra vez el nombre de Francesca. No se explicaba por qué había querido impresionarla de ese modo cuando ya sabía que su corazón volaba en manos de otro hombre. En eso, como en casi todo, solo sabía comportarse como un patán. Se dio cuenta de que únicamente cuando había tenido a alguien dirigiendo de cerca sus pasos no lo había complicado todo.
Su realidad estaba repleta de confusiones, y su alma estaba falta de cariño.