Read El jinete del silencio Online
Authors: Gonzalo Giner
Nadie quería pensar en lo peor y menos aún hablarlo.
De todos los que lo rodeaban, Yago era el que menos asumía la gravedad de su enfermedad, y vivía en la esperanza de su recuperación.
Pero Camilo parecía estar empeñado en lo contrario.
La primavera de aquel año llegó pletórica de color, de perfumes y recuerdos.
A Camilo le parecía una absurda incongruencia que, cuando todo a su alrededor desprendía vida, rezumaba alegría y plenitud, él se estuviera consumiendo sin remedio.
Algunos días en los que sus males le daban una corta tregua bajaba a los jardines de la escuela para ver a los potrillos recién nacidos. La mitad eran hembras, hijas nacidas de una nueva raza de caballos que empezaba a ser, por derecho propio, la más hermosa obra realizada nunca antes en todo el Imperio.
Después de un trabajo bien dirigido, exquisito y constante, se había conseguido la nueva estampa de animal, un tamaño y unas formas ideales, perfectas, pero sobre todo un carácter dócil y templado; el necesario para dotar a sus machos, una vez castrados, de la mejor aptitud para la doma, con artes y movimientos hasta ahora nunca vistos.
Sus responsables, Volker, Pignatelli y sobre todo Yago, habían dado todo de sí mismos para la empresa.
Camilo, desde su responsabilidad en ese cometido, había puesto a prueba a cada nuevo semental y a todos sus hijos para ver cómo sentían sus motetes, madrigales, misas o cánones. Algunos, nada más percibir las primeras notas, levantaban las orejas, alzaban el cuello y demostraban una insólita capacidad para captar los menores matices o variaciones. Pero además reaccionaban en consecuencia poniendo todo su empeño en acompasar sus movimientos con la música, como si vivieran en toda su intensidad cada acorde. Algunos bufaban al sentir el roce de un arpegio, piafaban con las ascensiones rápidas, o trotaban con un gloria en alguna de las misas que Camilo tocaba. Vivió con asombro cómo algunos de los nuevos caballos eran capaces de responder al eco que las notas producían sobre las paredes del picadero, salpicando ellos la arena con el estallido de sus cascos.
Era una nueva raza, nacida para ser grande, dotada de una enorme sensibilidad musical, pues bastaba verlos recorrer la pista inspirando no solo el aire, sino también la esencia de las notas que sentían flotar a su alrededor, caracoleando entre sus crines.
Entre todos los caballos que fueron naciendo y creciendo en la escuela a lo largo de esos ocho años, hubo tres que conmovieron especialmente a Camilo y al resto del equipo.
Dos eran negros y uno tordo rodado, casi blanco.
Sus cuellos ya no eran tan gruesos como los que gustaban en Nápoles, sino más largos y bien asentados sobre el tórax, en un ángulo más abierto. Tenían pecho estrecho, no tan hundido, y los lomos eran cortos, con grupas algo menos redondeadas. Su perfil era tan hermoso que hasta los propios caballos demostraban ser conscientes de ello, visto el adorno con que caminaban y se movían.
Pero de todas sus virtudes, destacaban dos cualidades poco comunes en los animales que solían verse por Nápoles: su facilidad al salto y la hermosa y elegante cadencia de su paseo.
Esas aptitudes habían sido fruto de una deliberada selección por parte de Volker, pero era Camilo quien las testimoniaba a través de su música.
Camilo apenas coincidía con Yago, pero esa mañana lo vio aparecer con un potro para entrenar: un ejemplar todavía joven para la monta, de cuatro años y de nombre Turco dada la procedencia de su madre, cruzada con un caballo español.
Yago empezaba a darles cuerda desde esa edad para acostumbrarlos a la pista, aunque antes había valorado ya sus cualidades para la doma y conocía su alma como si fuese la suya.
En ocasiones Camilo lo había visto subido a la cruz de un potro mayor, realizando mínimos desplazamientos hacia delante y atrás, explorando en ellos dónde radicaba su eje de fuerzas; aquel lugar donde se cruzaba la potencia procedente del tercio posterior con la presión repercutida de los brazos del animal. Precisar esa localización era un factor crítico para luego conseguir de ellos giros, cabriolas, o un simple paso en lateral.
Una de aquellas luminosas mañanas de primavera, Camilo se dirigió hacia la pista de entrenamiento para ver qué hacía Yago. Cuando este se dio cuenta, dejó correr al potro por la pista, y aprovechó un descanso para saludarlo y hablar.
—Acabas de cumplir veintiocho años, y si no recuerdo mal, llevamos juntos casi veinte… —Sintió un repentino dolor en el abdomen, pero lo disimuló bien y siguió hablando—. Llevo tiempo buscando un buen momento para preguntarte sobre ciertos asuntos, y algo y me dice que ese día ha llegado… —Yago aguardó con expectación.
Conocía bien a Camilo, y desde que había enfermado vivía casi siempre encerrado en sus pensamientos, decía que meditando sobre la vida. Algunos días lo acompañaba y comentaban los avatares de la jornada, otras veces les bastaba con compartir sus silencios, silencios llenos de miedo en el caso de Camilo, que se percataba de su deterioro; y de ilusiones en el de Yago, que aprovechaba esos momentos para dibujar en su cabeza los aires que luego ensayaba con los caballos, o sencillamente para disfrutar de los ya conseguidos.
—Me gustaría saber dos cosas sobre ti, Yago. La primera puede que te exija un cierto esfuerzo de imaginación, pero para contestar a la segunda solo necesitarás hurgar en tu corazón.
Yago se apoyó sobre la cancela que daba paso a la pista y esperó a oír sus preguntas.
—Yago… responderá…
—En tu vida has conocido demasiadas veces la desesperanza, el desprecio y el dolor. No has podido conocer a tus padres y se han reunido en torno a ti un cúmulo de desgracias que no te abandonaron hasta hace bien poco. En ocasiones, y por ahí discurren mis dudas, has llegado a pensar que nunca encontrarás a nadie que pueda aceptarte tal y como eres, y menos aún que llegue a enamorarse de ti. ¿Cómo te imaginas que será tu vida dentro de unos años?
—Me veo… solo… —respondió sin dudarlo.
—Solo… —Se rascó la barbilla—. Entiendo… ¿Y eso te hace sufrir?
—Muchas veces sí —respondió extrayendo toda la verdad que había en su alma.
El hombre lo miró apenado. Era evidente que Yago había mejorado mucho, ahora podía hacer cosas que antes serían impensables, y su comunicación con los demás no era perfecta pero se acercaba a lo normal, aunque todavía en sus gestos, en su forma de estar, de mirar o responder, seguía notándosele algo diferente, un aire que extrañaba a quien no lo conocía.
Camilo sabía lo difícil que le sería conseguir que una mujer se fijara en él para amarlo.
—El corazón se puede llenar de más cosas… Y si no fíjate en mí: el mío nunca lo ha ocupado una mujer y no he sido desgraciado por ello. El amor también está en lo que haces, en tu gente, en aquellos logros que vas alcanzando, o en quienes te ayudan a conseguirlo. Incluso está también en los que te han herido cuando se les perdona, y por supuesto el amor está en Dios. —Tosió con debilidad, tomó aire y adoptó un gesto más solemne—. Yago, busca la felicidad en todo lo que sencillamente te ha tocado ser y vivir. No ansíes lo que no se te ha dado, pues si lo haces te hará sufrir. Disfruta de tus sueños, de lo que emprendas, respires, vivas o sientas. —Le pasó la mano por la cabellera rizada y descubrió en su mirada un brillo cargado de emoción.
—Yago querer decir… algo también…
Camilo lo animó a hacerlo encantado.
—Gracias a ti… sé qué es… amar… sí. Y Yago siente a Camilo como… co… como a un padre...
Se sumieron en un abrazo lleno de agradecimientos mutuos. Sin haber tenido que hacerle la segunda pregunta, Yago acababa de responderla, y gracias a su afirmación la vida de Camilo ganaba mucho más sentido.
En esos momentos Francesca entró en la pista montada a caballo. Al verlos se dirigió hacia ellos con una divertida expresión.
—¿Qué me pierdo?
—¡Ven un momento, Francesca! —le pidió Camilo.
Ella descabalgó, ató las riendas a la valla, y preguntó en qué podía ayudarlo. Su trato con Camilo no había sido muy profundo, pero sabía cómo influía en Yago y lo mucho que había tenido que ver en su adaptación. Al tenerlo más cerca se asustó de su delgadez.
Yago se despistó unos segundos para ir a buscar a su potro, momento que Camilo aprovechó para dirigirse a la chica.
—Has de cuidarlo. —Ella se quedó un poco perpleja—. Tenlo presente cuando yo falte, que me temo será pronto…
Francesca sintió pena al escucharlo hablar así.
—Sabéis que así lo haré.
Camilo la miró con una sombra de inquietud. Desde hacía tiempo quería saber algo que nunca se había atrevido a preguntar. En otras circunstancias hubiera respetado su silencio, pero ahora no tenía tiempo.
—Dime una cosa, Francesca. ¿Alguna vez lo amaste?
Las mejillas se le encendieron, se recogió la melena con un cordón y dudó qué decir. Le costaba abrir su corazón a un hombre que apenas conocía, y más aún tratándose de un asunto tan importante para ella.
—No lo sé… —Bajó la mirada.
—¿No lo sabes? —Camilo no la entendió—. ¿Lo hiciste o no?
—Os explico. Yago era muy joven cuando coincidí la primera vez con él. Su talento, la sencillez que demostraba y su misterioso mundo interior me atrajeron, he de reconocerlo, a pesar de que me extrañasen también muchos de sus comportamientos. Sus diferencias con cualquier otro hombre saltaban a la vista, pero no me importaban porque él las compensaba con otras virtudes. Pero cuando me di cuenta de que empezaba a mirarme de otro modo y sentí que le atraía, me planteé cuáles eran mis verdaderos sentimientos hacia él. Y ahí empezó el problema.
Camilo sintió un mareo repentino, se le nubló la vista y tuvo que bajar la cabeza un momento para recuperar cierta normalidad. Preocupada por su mal aspecto, Francesca corrió a buscar un poco de agua, y hasta que no lo notó del todo recuperado no se apartó de él.
Camilo la animó a continuar.
—Os decía que tuve que pensármelo muy bien porque no entendía ni mis propios sentimientos. El cariño y la compasión pueden viajar demasiado cerca cuando se trata a Yago, y eso fue lo que me detuvo. No sabía qué pesaba más en mí, si se trataba de un amor verdadero o tan solo de piedad; afán de protección o deseo. Y ante tanta duda, no me atreví a dar el paso. Hasta que apareció aquel soldado…
—Comprendo… Pero, ahora que te ves sola y una vez que ese hombre te dejó, ¿sigues pensando lo mismo?
Ella meditó un segundo su respuesta y midió bien sus palabras.
—Después de haber compartido tanto con Yago, de haber estado tan cerca de él estos años, y de haber vivido emociones tan poco comunes entre caballos, vuestra música y su arte, sé que lo quiero, mucho, pero también que no lo amo… ¿Me entendéis?
Camilo se secó la nariz con un pañuelo y retiró una lágrima que se le escapaba de un ojo. A medida que se acercaba al final de su camino vivía las cosas con más intensidad y lo saboreaba todo, aunque se tratase de simplezas. Reconoció a Francesca su actitud hacia Yago, conmovido. Aunque hubiera deseado ver unidas sus vidas, entendía la realidad del joven y el comportamiento de Francesca.
—Cuídalo siempre, dale tu cariño, y si puedes, haz que se respete su diferencia. —Le cogió las manos—. Prométeselo a este viejo enfermo…
—Os lo prometo, pero no solo porque vos me lo pidáis, sino porque él me ha enseñado a ver que la diferencia también es una virtud hermosa.
En un barco corsario que había tomado ruta hacia Chipre, entre los cincuenta remeros había uno que apenas era un triste recuerdo de lo que fue en el pasado.
Luis Espinosa había visto cómo las calenturas en sus manos se convertían en ampollas, y luego en callosidades bajo la erosión de los remos en un castigo de galeras que terminó pareciéndole hasta más benévolo que los anteriores vividos.
Luis agotaba las horas y los días en el vientre de esa galera, concentrado en mover su pesado y largo remo que junto con los otros cuarenta desplazaban la embarcación en días de escaso viento. Con las velas arriadas y el mar calmo, ese trabajo no resultaba tan duro como cuando se enfrentaban a aguas picadas con olas que atravesaban la cubierta principal. Lo había sufrido en más de una ocasión durante los cuatro años transcurridos entre esas paredes de madera, salitre, sudor y horrendos castigos.
Se miró las piernas y el torso desnudo. A veces se asombraba de su capacidad de resistencia sin entender de dónde sacaba nuevas fuerzas cuando apenas la comida que les daban llegaba para sobrevivir.
—¡Deja de pensar y trabaja, maldito cristiano! —Cada una de las seis puntas del látigo, rematadas con afilados hierros, se le clavaron entre el hombro y la espalda provocándole un intenso dolor. Durante la retirada del cuero, el hombre arrastró una buena parte de la piel, pero Luis no se quejó; una protesta durante esos trances era bastante peor que comerse el daño en silencio. Esos cómitres entendían la queja como una falta de respeto y se la cobraban con ensañamiento. Lo había visto hacer en multitud de ocasiones.
Apretó los dientes como tantas otras veces había hecho, masculló un insulto y siguió aferrado al remo ajeno a su dolor, a pesar de sentir cómo la sangre resbalaba por su espalda.
Miró a su izquierda.
Una decena de hombres, apenas esqueletos, repetía en una secuencia agotadora aquel esfuerzo que a tantos había derrotado. Se fijó en uno que parecía estar vencido por el agotamiento y que se derrumbó sobre el remo.
Al advertirlo, quien ejercía de verdugo de remeros volcó toda su furia sobre el desgraciado. El látigo restalló más de una docena de veces sobre su frágil cuerpo sin provocar en él la menor reacción. Cuando comprobó que había muerto, el cómitre rompió en blasfemias, lo sacó de su asiento al vuelo, con una sola mano y miró al resto con una actitud que dejaba claro que no aceptaría ninguna deserción más.
Luis recapacitó sobre su suerte y no pudo ni tragar saliva al recordar el cúmulo de sufrimiento que había vivido desde su sentencia a esclavitud hacía ya ocho años, cuando sus jueces corsarios así lo decidieron. Se vio de nuevo frente al consejo corsario, cuando lo sentenciaron. Después de sus intentos de exculpación, no tardaron en hacerle entender lo que le esperaba. Para empezar, esa misma tarde lo habían dejado atado a un mástil y al sol, con las heridas abiertas. Fue la sal de su propia sangre la que atrajo a los cuervos, que se dedicaron a picotear de ella sin dejarle una gota. En su desesperación, deseó más la muerte que la indignidad. Pero su tormento no había hecho más que empezar.