Read El jinete del silencio Online
Authors: Gonzalo Giner
El local podía ser acusado de oscuro, sucio y descuidado, pero desde luego nunca de poco animado. Se abrieron paso a través de una espesa humareda entre tipos que vociferaban, explotaban a carcajadas, maldecían o se hundían en los generosos escotes de las camareras.
Camilo apretó los puños indignado cuando escuchó la primera blasfemia, pero se contuvo en aras de no provocar males mayores a pesar de las ganas que sintió de increpar a su responsable. Fabián se lo agradeció internamente mientras escudriñaba el local buscando dónde sentarse.
Lo que más llamaba la atención de la taberna eran los numerosos loros que la sobrevolaban. Algunos iban posados sobre los hombros de las camareras, otros picoteaban el suelo, y los demás miraban con curiosidad a los clientes.
—Sígueme hasta aquellos barriles.
Casi a golpes, bordeando sillas o mesas, y esquivando a algún que otro cliente excesivamente bebido, consiguieron llegar hasta una barra desde detrás de la cual un enorme camarero los estudió de arriba abajo. Provisto de un fino bigote retorcido y unas mejillas atravesadas de cicatrices, les dio a elegir entre dos opciones: mandarlos al infierno si no hacían el pedido con rapidez, o esperar a ser atendidos en una mesa en la esquina más oscura del recinto, que al final fue lo que eligieron. Pocos minutos después se les acercó una camarera pelirroja.
—Qué os pongo, guapos… —La moza miró con bastante descaro a Camilo. Sobre ella sobrevolaba un pequeño loro de intenso color verde que terminó posándose en su cabeza.
—¿Qué es esa bebida turbia que hemos visto servir en otras mesas? —Fabián se fijó en sus anchas caderas.
—Veo que sois nuevos en Jamaica —comentó sin quitarle el ojo al fraile—. La llamamos tafia y se obtiene de la fermentación de la caña de azúcar. Veréis cómo anima el alma. —Sonrió con picardía—. Y algo más que el alma. Y si no me creéis, buscad una ardiente jamaicana y comprobadlo… —Acompañando a su exagerada risa, se le movieron sus abundantes carnes.
La expresión de Camilo reflejaba que la mujer lo estaba importunando.
—Traednos dos pintas de esa bebida y dejadnos hablar.
La camarera pasó un trapo por la mesa y miró de reojo antes de irse al de apariencia más tímida, pero de mejor planta para su gusto.
—Como gustéis, pero si quisierais buscar mujer, decídmelo… —Se dio media vuelta y le gritó el pedido al de los bigotes.
—Lamento estas incomodidades, pero no deja de ser lo normal. Os respetará en cuanto note que no le hacéis ningún caso.
Camilo escuchó con prevención el consejo. Observó con curiosidad a los ocupantes de la mesa de al lado, afectado por el fuerte olor que desprendían. Su aspecto era siniestro, sobre todo el de uno que tenía media cara borrada por una quemadura, un ojo casi al descubierto y el párpado medio desprendido.
—Cuida cualquier exceso de curiosidad. En estos sitios hay que procurar no importunar a nadie. Si alguno se siente observado por un desconocido, puede que termine como poco a bofetadas —le aconsejó en voz baja.
Camilo desvió su atención hacia el centro de la taberna y se fijó en un hombre que venía hacia ellos con una mano extendida y un mono muy pequeño correteando por sus hombros. Del curioso personaje destacaba una larguísima barba que le llegaba hasta el vientre, y que servía de improvisada escalera por la que el animal subía y bajaba para acercarse mejor a los comensales y pedirles limosna. Camilo le tiró una moneda y el mono la pilló en el aire con habilidad, pero le duró menos que un suspiro, pues su amo se la arrebató casi al momento.
El cartujo no atendió a los consejos de Fabián, porque lleno de curiosidad continuó explorando a la gente que tenían más cerca. Algunos estaban concentrados en animadas conversaciones, otros, tal vez en disquisiciones más discretas a tenor del disimulo que ponían. A dos mesas a su derecha vio a un hombre de reluciente calva y larga coleta que desenvainaba su sable y de una patada hacía volar el banco donde se sentaba, para lanzarse a por otro de los comensales. Por suerte para el segundo, pudieron frenarlo a tiempo entre varios.
—Asombroso… —repetía Camilo en voz alta, mientras recorría una mesa y otra, poco acostumbrado a un ambiente tan peculiar.
De repente se levantó el de la cara quemada, escupió al de la larga coleta en los ojos, se lanzó a su cuello, y se lo retorció con las dos manos.
—¿Cómo te has dejado engañar de ese modo? —Lo abofeteó con ganas—. Reconoces que te limpiaron en un juego de cartas, sabiendo que el dinero también era nuestro… —El afectado bajó la cabeza avergonzado—. ¡Por todos los demonios! ¿Y dices que se trataba de un marinero, pero que no sabes a qué barco pertenecía?
—Escuché a uno hablar de un puerto y me parece que dijo que estaba algo al sur… —contestó mientras se limpiaba la cara.
El de la cicatriz lo miró con una desatada rabia, y sin abrir la boca le clavó un puñal en la mano atravesándosela hasta dejarla clavada a la madera. El alarido del afectado pudo ser acallado gracias a un brutal puñetazo que le llegó por parte de otro de los comensales.
—O vuelves antes de una semana con nuestro dinero, o tu piel ondeará en el trinquete de nuestra carabela. —Todos los presentes se levantaron al unísono y al pasar a su lado lo abofetearon y derramaron por su cabeza el resto de sus bebidas.
La camarera pelirroja apareció en ese instante y observó de reojo lo sucedido.
—Bueno, chicos, aquí tenéis la bebida.
Les plantó dos jarritas con el aromático licor y volvió a provocar a Camilo con descaro. La cara del monje no pudo ser más expresiva. Ella no es que fuera de las que se entregaban al primer hombre que se les cruzara de camino, como sí lo hacían otras muchas, pero estaba más que harta de su trabajo, de la isla y de otras cosas que solo se arreglaban con dinero, con mucho dinero. Llevaba demasiados años entre tabernas y borrachos, y había aprendido a reconocer la personalidad de un cliente de un solo vistazo. Y los que tenía frente a ella eran diferentes y de fiar, no eran unos don nadie, y según había llegado a sus oídos, llevaban todo el día rondando entre la ciudad y los muelles haciendo incómodas preguntas. Ella era muy porteña y unos foráneos como esos no se le escapaban fácilmente.
—Mujer, no os esforcéis conmigo porque no necesito de vos ese tipo de favores, pero quizá os venga bien esto. —Camilo pareció escuchar sus pensamientos porque sin venir a cuento le puso en la mano un escudo de oro.
La mujer se quedó paralizada.
—Gracias, de verdad, gracias —balbuceó desconcertada—. No sé qué puedo hacer por vos… Pedidme lo que sea…
Camilo supuso que una mujer con ese trabajo tenía que conocer a media isla y, cómo no, a Blasco Méndez de Figueroa; sin levantar mucho la voz para no llamar la atención de sus vecinos de mesa, le preguntó sobre la llegada de un barco cargado de caballos meses atrás, y sobre un muchacho un tanto diferente que pudo venir con ellos.
Le explicó con sinceridad y de forma explícita lo importante que era para él encontrar a Yago y le aseguró que ese era el motivo principal de su viaje.
—Me habláis de un robo de caballos, de un delito que está fuertemente penado en las ordenanzas reales, pero he de deciros que ese hombre tiene mucho poder en esta isla, y hasta resulta peligroso el mero hecho de nombrarlo… Disculpadme si os lo digo con tanta franqueza, pero me temo que estáis siendo imprudentes al poner en duda su honorabilidad descuidando con quién habláis, tal y como acabáis de hacer conmigo o con otros muchos a lo largo del día. —Les extrañó que estuviera al corriente de sus andanzas. Ella se lo aclaró de inmediato—. Se me conoce por la Remedios y no porque sea mi nombre de bautismo; todos dicen que soy capaz de apañar hasta el más difícil entuerto, que no hay problema que me venza y que soy rápida y resolutiva, pero eso a vos ahora no es lo que más os importa. —Se rio a carcajadas—. Nada de lo que sucede en esta parte de la isla se le escapa a la Remedios. Por eso he sabido de vosotros. Hablar de don Blasco, creedme, es demasiado peligroso, en esta taberna hay más de uno que en menos de un santiamén iría corriendo a contárselo. —La mujer parecía saber de qué hablaba. Se inclinó y bajó la voz—. Yo os puedo contar muchas cosas sobre ese hombre, pero mi información no os saldrá gratuita…
—Ponedle precio —contestó Camilo revelando claramente su voluntad de pagar. Fabián lamentó su inexperiencia.
—Venid a verme entonces a la calle del Saco. Allí dispongo de una habitación donde podremos hablar con tranquilidad. La encontraréis sin problemas, está enfrente de una casa de color azul. Acudid poco después de que anochezca… —Volvió a mirar el escudo de oro y lo mordió para comprobar su autenticidad—. Sé muchas cosas sobre él, muchas. Si queréis que no me deje nada, venid con mucho dinero…
—Eso haremos —respondió Camilo descuidando una vez más toda prudencia.
Cuando la mujer alcanzó la barra se volvió a mirarlos. A pesar de haberse ofrecido, pasados apenas unos minutos recapacitó. Uno de ellos se había presentado como agente del Emperador y responsable de la persecución de los delitos que atentaban contra la Hacienda Real, detalle que favorecía su confianza. Por otro lado, ella odiaba a don Blasco Méndez de Figueroa por su brutalidad y por la impunidad con la que actuaba, ir contra él le agradaba, pero no podía olvidar lo peligroso que era… Presa de un mar de dudas, decidió saber más de ellos antes de recibirlos en su casa. Si no eran capaces de convencerla, los mandaría a paseo. Volvió a su mesa.
—Necesitáis probar ese delito de don Blasco, pero ¿qué ganáis con ello? —Estudió en las pupilas de Fabián, convencida de que le ocultaban algo, tal vez una gran recompensa. La excusa del joven desaparecido le parecía poco creíble y desde que los había visto entrar olían a dinero. Si lo hacía bien, podría sacarles una buena cantidad.
—Sois muy perspicaz… —respondió Fabián—. Lo del chico es verdad, lo buscamos y es uno de nuestros principales objetivos, pero en efecto mi pretensión no termina con la implicación de don Blasco, hay gente muy poderosa a la que estoy investigando. —Trató de ser lo más convincente posible, al notar que se jugaba su confianza a una sola carta—: No os puedo dar nombres, lo entenderéis, pero estamos hablando de negocios donde se han movido miles de ducados.
—Bien, bien… —Se secó las manos en el mandil después de haberles limpiado la mesa por quinta vez, justificando de ese modo seguir con ellos en lugar de atender a otros clientes—. Para incriminar a don Blasco vais a necesitar todas las pruebas del mundo —bajó más aún la voz—. Sé de un buen testigo…
Los miró a los ojos manteniendo un deliberado silencio. Era consciente del interés que acababa de generar.
—¿Un testigo?
—Yo misma sé algunas cosas, pero conozco a alguien que todavía sabe mucho más… —Se cercioró de que nadie los estuviese escuchando.
—¡Por favor, hablad! —La exhortó Fabián.
—No, ahora no… No debemos seguir hablando de esos asuntos aquí. Si llegase a oídos de quien vos imagináis que ando metida en estos asuntos, me jugaría la vida, y no quiero morir tan joven, y menos aún pobre.
—¿Veinte ducados de oro os compensarían el peligro?
La Remedios sonrió complacida.
—No…, pero cien creo que conseguirían desatar del todo mi lengua.
La fachada era de un blanco insultante, pero la entrada a la vivienda de la camarera daba casi miedo. Los desconchones de las paredes eran más numerosos que el enyesado original, y un repugnante olor a orines de gato tampoco animaba demasiado a entrar.
Una vez dentro, la mujer les ofreció asiento y ella eligió la cercanía de Camilo para azoro del fraile.
—Contádnoslo todo. —Fabián deseaba obtener cuanto antes los detalles que buscaban.
Cuando Camilo le dio las cien monedas de oro, ella pronunció un nombre, Mario, y su oficio: caballerizo mayor de Blasco Méndez de Figueroa.
—Somos amantes desde hace años, quizá demasiados, y bueno, queremos huir de esta isla; yo de mi vida y él de su mujer.
Camilo se lamentó del dinero que acababa de dar sabiendo que iba a contribuir a consumar un pecado. Ella siguió hablando.
—Alguna vez me contó sobre un muchacho algo extraño…
—¿Creéis que puede tratarse del que buscamos? —A Camilo se le iluminó la expresión.
—Quizá sí, aunque no pueda asegurároslo. Se trata de un esclavo que don Blasco tenía trabajando en unas canteras, pero que luego trasladó a las caballerizas donde está mi hombre. Lo hizo porque al parecer al chico se le dan muy bien los caballos.
—¿Os lo describió? —intervino azorado Camilo—. ¿Sabéis qué edad tiene? ¿Está bien?
La mujer detuvo el interrogatorio y le explicó que no sabía nada más.
—Si vuestro Mario es el caballerizo mayor, ha de saber de dónde vienen los animales que su patrón compra… ¿No es así? —preguntó Fabián.
La mujer asintió y recordó una circunstancia que podía tener significado para ellos.
—Hace un tiempo me contó que tuvo que marcar con el hierro de los Méndez de Figueroa un lote de caballos venidos de España que tenían otra marca anterior a medio borrar. Quizá sean los que decís…
Para Fabián no era una prueba definitiva, pero suponía un buen indicio que justificaba indagar más en el asunto. Pero el caso de Camilo era diferente. Ya se imaginaba a Yago en la plantación, y solo con esa esperanza, los riesgos que había tomado para acometer el viaje, haber tenido que traicionar a su orden, o las seguras dificultades que se le presentarían cuando volviera, le pareció todo bien empleado. Esa mujer, aunque obrase por dinero, no sabía el bien que acababa de hacerle.
—Cualquier información que vuestro… amigo pueda dar nos serviría de mucha ayuda… Por un centenar de escudos y si vos se lo pidierais, ¿creéis que nos ayudaría a entrar en las caballerizas para confirmar que esos caballos son los robados en Jerez? Os prometo guardar la máxima discreción para que nadie pueda relacionarlo con nosotros. ¡Tenéis mi palabra!
—Dadlo por hecho. —La suma de los nuevos ducados empezaba a hacer más que viables sus sueños—. Mario no se negará si yo se lo pido.
Fabián tanteó un poco más para ver hasta dónde podría llegar esa colaboración.
—¿Y podríais decirle de qué manera se puede saber quién se los vendió? Si nos ayudara en ese último punto, nos sentiríamos tan agradecidos que con gusto añadiríamos todavía algo más para que vuestro futuro se viera mucho mejor iluminado…