El jinete del silencio (34 page)

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Authors: Gonzalo Giner

BOOK: El jinete del silencio
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Una de aquellas tardes Yago acudió a buscarla después de haber terminado su trabajo, pero se encontró con una desagradable sorpresa, la peor posible.

Y supo lo que significaba.

Hiasy yacía entre la hojarasca, bajo el cuerpo de Blasco Méndez de Figueroa, quien la violaba con la amenaza de un puñal sobre su cuello.

Nunca la habían forzado antes.

Nadie había tomado su cuerpo como lo hacía ahora Blasco de forma impune. La humillación que sentía quemaba su corazón y su orgullo con insufrible dolor.

Ella había notado que el hacendado la deseaba desde hacía un tiempo. Sentía cómo recorrían su cuerpo las miradas cargadas de lujuria que él le dirigía incluso yendo en compañía de su esposa. Pero aquel día cabalgaba solo y decidió seguirla por el bosque hasta el lugar donde se detuvo para esperar a Yago.

De la sorpresa pasó al horror, y de la ilusión por ver a Yago pasó a sentir deseos de morir.

En un momento se vio apresada entre el cuerpo de su amo y la tierra, recibió sus bofetadas, y sus manos la desnudaron. Pero ella decidió que no se lo iba a poner tan fácil como las demás; lo arañó en la cara, lo abofeteó cuantas veces pudo, e intentó por todos los medios evitar sus manos. Odió su aliento, le repugnó el roce de la barba sobre su piel y gritó con todas sus ganas, pero fue inútil.

Hiasy se vio forzada, entre su llanto y el dolor, humillada y vencida.

Hasta que de pronto apareció Yago y ella suplicó su ayuda en un ahogado grito.

Blasco se volvió preocupado, pero al reconocer al chico suspiró con alivio, le mandó al infierno y continuó en lo que estaba.

—¡No! —Yago alzó la voz todo lo que pudo—: ¡Déjala ya!

—Desaparece de mi vista si no quieres que te mande azotar de nuevo. —Blasco lo amenazó con su puñal.

Pero el muchacho no aceptó su orden. Agarró una gran piedra, se fue hacia él y se la estampó en la cabeza con todas sus fuerzas. Blasco, por efecto del golpe, perdió el conocimiento al instante y cayó pesadamente sobre Hiasy.

—¡Sucia rata! —La chica lo escupió en la cara y por un momento se vio tentada de usar el puñal contra él y darle muerte. Tenía la piel salpicada de hojas secas, la ropa hecha jirones y sentía tanta vergüenza que terminó tapándose la cara incapaz de enfrentarse a la limpia mirada de Yago.

Él se arrodilló a su lado y la cogió de la mano.

—Hiasy, ya no problemas… —Con un dedo le limpió la frente y acarició su mejilla.

—¡Quiero irme, lejos, no más aquí! —Ella explotó a llorar sin consuelo. Entre hipidos y un agudo dolor en el vientre calculó las consecuencias de lo que acababa de ocurrir.

Sintió la necesidad de huir. Su instinto la empujaba a escapar del oscuro bosque y sin perder tiempo. Al mirar al cielo advirtió la presencia de unos nubarrones que amenazaban tormenta y notó como el aire empezaba a oler a tierra mojada y a lluvia. En ese momento entendió que debían partir. Señaló con un dedo las montañas del este y esperó la reacción de Yago.

—Yago con Hiasy…, allá.

Ella creyó ver llegada la hora de que sus sueños se cumplieran. Después de lo ocurrido no existía mejor solución que huir.

Se escucharon voces no demasiado lejanas.

Sus miradas se cruzaron, y a partir de entonces todo cambió.

—¡Huyamos! —Ella lo agarró de la mano y oteó los alrededores para estudiar cómo escapar de allí.

—No sé…, o sí… —En ese momento a Yago le pudo la tensión nerviosa. Temió no ser capaz de controlar la imperiosa necesidad de chillar, pero ella le tapó la boca a tiempo y dirigió su dedo hacia el perfil de la montaña azul, recortada sobre un cielo ceniza.

—Yago, puedes. ¡Vamos!

Incapaz de mover un solo músculo dada la precipitación de los acontecimientos, el muchacho trató de luchar contra sus temores, pero el efecto de lo desconocido le podía, le frenaba. Sin saber de antemano qué podría encontrarse allí arriba, cualquier esfuerzo por moverse en esos momentos le parecía una tarea imposible. Revivió el martirio de su infancia, el penoso abandono de su tía, los desprecios en la cartuja y los problemas surgidos durante su estancia en la yeguada de Lomopardo…

Sin embargo, al volver su mirada a Hiasy y buscar en ella un apoyo, vio con claridad cuál era la decisión que debía tomar.

—Yago, Hiasy…, montañas…, juntos.

* * *

Volker llevaba varios días alejado de la plantación en busca de más información sobre Blasco.

Las sospechas crecían a medida que ganaba confianza con los empleados del hacendado, a pesar de que el miedo hacia el amo hubiese sellado sus labios en la mayoría de los casos. Por ese motivo, decidió ir a la ciudad para poder recoger otra información y saber quién era de verdad Blasco Méndez de Figueroa. Si se confirmaban sus temores, iba a tener que tomar una grave decisión que afectaría de lleno a Carmen.

Como le había ocultado sus verdaderos motivos con el fin de no intranquilizarla sin necesidad, justificó su ausencia de la plantación con la única excusa de recorrer y conocer la isla. Pero como buen alemán, previsor y ordenado, le recomendó que buscase al caballerizo mayor, con quien Volker había entablado la suficiente confianza para disponer de su ayuda en caso necesario, si por cualquier motivo necesitaba que volviera a la plantación, se veía en peligro o le surgiese alguna necesidad. A Carmen le extrañó tanta prevención, pero se sintió agradecida por su permanente preocupación.

Los dos primeros días Volker recorrió Sevilla la Nueva y su puerto. Allí supo que a finales de septiembre iba a partir una flota de seis galeones y diez naos de mercancías, y que para diciembre lo harían otros dos barcos más. Necesitaba saber de cuánto tiempo dispondría si tuviera que abandonar de forma urgente los dominios de Blasco llevándose a Carmen con él. Preguntó por doquier, se entrevistó con los jurados, con alguna que otra autoridad en la gobernación de la isla, probó con comerciantes, párrocos, monjes y hasta con cinco taberneros, pero estaba visto que nadie parecía estar dispuesto a manchar la honorabilidad de Blasco y mucho menos a acusarlo del menor delito.

Desesperado por la falta de resultados en Sevilla la Nueva, y cada vez más convencido del oscuro comportamiento de Blasco, decidió probar suerte en otra ciudad. Tomó dirección oeste, recorrió la costa en busca de otra de las poblaciones importantes de la isla, en su extremo norte, y una vez recorrió sus calles y buscó a sus administradores, se repitieron las preguntas. Trató de hallar algún resquicio en la cerrada protección que Blasco había conseguido a lo largo y ancho de Jamaica, pero ninguno de sus nuevos intentos fructificó. El nombre de Blasco Méndez de Figueroa flotaba en un halo de sombras y silencios, de fidelidades y complicidad.

Volker, a la vista del desastroso resultado de sus pesquisas, dudó qué debía hacer. Si exponía a Carmen una sospecha sin pruebas se arriesgaba a perder la confianza de la mujer, pero, por otro lado, conseguirlas empezaba a parecerle algo imposible.

Decidió volver a la plantación y esperar acontecimientos protegiéndola pero sin adelantarle nada, hasta estar más cerca de las fechas de partida de las expediciones navales. Dejó a sus espaldas la pequeña población norteña y tomó la costa este galopando por sus preciosas playas.

Acompañado por la bruma que el fuerte oleaje había levantado durante esa misma tarde, añoró estar en Nápoles. Deseaba volver, recuperar su trabajo en la capitanía del virrey. La populosa urbe, que conocía desde hacía más de quince años, había llegado a cautivar sus sentidos. Le entusiasmaban la hermosura de sus edificios, su comida, la cordialidad de la gente y, sobre todo, la pasión que la ciudad demostraba por el caballo.

A media jornada de la Bruma Negra, agotado por la larga cabalgada, se descalzó y caminó un rato por la arena. La suave y fresca brisa marina refrescó su rostro mientras localizaba al otro extremo de la isla el perfil de la montaña azul, recuerdo de otro monte, el Vesubio, vecino a su querida Nápoles. No podía olvidar que en esa ciudad era donde tenía toda su vida organizada en torno a las caballerizas del virrey, donde capitaneaba a los cien continuos; un destacamento de élite formado por cincuenta nobles castellanos y cincuenta napolitanos que acompañaban a la máxima autoridad del virreinato unas veces en séquito, y otras en contienda. ¿Cuándo conseguiría volver?, se preguntaba.

* * *

Al igual que Volker, don Luis Espinosa había estado varios días alejado de la plantación. En su caso fueron los negocios los que le llevaron a otra de las más grandes haciendas de la isla de nombre Vista Fermosa, que pertenecía a un militar cercano al gobernador, a quien no le había costado convencer para que le facilitase una valiosa información de trascendente peso para su futuro. El elegido, ávido como pocos por mejorar su situación económica, y más aún por hacerse con dos enormes haciendas vecinas a la suya, aceptó la oportunidad de convertirse en socio secreto del jerezano, al que había conocido por amistades comunes. Se llamaba Hugo de Casina, era aragonés y se encargaba de planificar las expediciones de oro y plata desde la isla de Jamaica hasta España. Nunca imaginó Luis lo fácil que le iba a resultar convencerlo. Cuando tuvo la oportunidad de hablar en profundidad sobre su idea, después de compartir mesa y recorrer a caballo sus propiedades, que necesitaban dos días para ser vistas por completo, el militar le dio una respuesta positiva sin pensárselo dos veces. Las ventajas que Espinosa le ofrecía eran muy seductoras, y como sus planes no requerían ningún cambio en su actual desempeño, no encontró dificultad alguna en aceptar. El porcentaje de beneficios que le aseguraba era elevado y la coartada, perfecta. Nadie sospecharía de él.

Para Luis Espinosa, la dimensión de la nueva empresa iba a abrirle enormes oportunidades con las que crecería en fama y poder, pero no todo iba a ser fácil. El negocio cambiaría por completo de prioridades. Le obligaría al cese de su sociedad con Martín Dávalos o por lo menos a limitarla y dejarla fuera de su nuevo empeño.

Martín conocía el proyecto que acababa de cerrar con Hugo, pero apenas había hecho nada por conseguirlo, no había querido viajar a Jamaica y tampoco se había arriesgado como tuvo que hacer Luis con aquella peligrosa gente de mar que vivía escondida a lo largo de la costa africana. Sin esa última colaboración, la estrategia no hubiera tenido futuro. Esas fueron las principales razones que excluyeron a Martín Dávalos de la idea.

Luis tenía claro cómo hacer que funcionara todo, por eso el papel de Hugo era determinante, porque desencadenaba el primer paso. Si después conseguía hacer llegar la información de los envíos de oro a sus conocidos del norte de África, el ambicioso proyecto personal de acercamiento al Emperador que Luis saboreaba desde hacía mucho tiempo avanzaría de una forma definitiva, y el Luis Espinosa de hoy no tendría parecido alguno con el Luis en que se podría convertir mañana.

También era muy consciente de que esas aspiraciones acarrearían ineludibles consecuencias personales, con su socio primero, pero también con Laura, su mujer, cuyas limitadas influencias dejarían de serle útiles.

La última noche que Luis pasó en la hacienda sellaron su acuerdo con una deliciosa cena que terminó en un feliz brindis.

—Muchos serán los éxitos que nos acompañarán, ya veréis. —Luis chocó su copa con la del militar—. ¿Podríais adelantarme la primera fecha de envío?

Hugo pensó cómo responderle.

—Como seguro sabréis, esos preciados envíos suelen hacerse en marzo. Al tener que formar grandes convoyes con el apoyo de galeones de guerra, no siempre es fácil ocultar su organización, pero como tengo acceso a la fecha de salida, lo sabréis con suficiente antelación. Además, cuando llegue el momento os pasaré otro detalle que garantizará todavía más el éxito.

Don Luis se regocijó en el sillón encantado con el nivel de compromiso que estaba demostrando Hugo, pero le rogó que se explicase.

—Ahora no, estimado amigo. No puedo adelantaros nada, pero cuando os lo haga saber sé que me lo agradeceréis; vaya que si lo sé…

* * *

En la Bruma Negra, Carmen acababa de decidir algo que llevaba mucho tiempo deseando hacer. Lo había retrasado numerosas veces hasta que vio el momento adecuado. Blasco tardaría en volver, porque esa tarde iba a darle una vuelta entera a la plantación, según le contó poco antes de despedirse a caballo.

Su decisión tenía que ver con una habitación en el ala sur de la mansión; un lugar permanentemente cerrado que había conocido al recorrer por primera vez la casa, y del que nadie del servicio quería hablar. Era el rincón privado de Blasco, como él mismo lo definía, donde reunía los papeles y otros enseres personales que según él no poseían la menor trascendencia. Nadie entendía por qué motivo se encerraba entonces en ella, a veces horas y horas, como tampoco por qué siempre permanecía bajo llave. Ni siquiera permitía que el servicio la limpiara.

A Carmen le dolían el corazón y el alma porque dentro de ella se estaba fraguando una incómoda lucha desde hacía un cierto tiempo.

Quería seguir amando a Blasco, aún lo adoraba, pero a la vez se sentía decepcionada por algunas actuaciones que no le gustaban. Últimamente tenía que digerir sus frecuentes ausencias nocturnas sin justificar, un carácter adusto que surgía ante la menor contrariedad, y sus reacciones excesivamente violentas con la servidumbre y con los esclavos. Su marido, a quien debía respetar y con el que se proponía compartir toda la vida en una confianza sin fisuras, no podía ser de ese modo. Su comportamiento le estaba desagradando demasiado, tanto que hasta se habían enfriado sus relaciones íntimas. Era cierto que él la mimaba, le procuraba todo aquello que le hiciera la vida feliz, y se mostraba cariñoso. Pero no era suficiente, y además estaba esa habitación secreta; un cuarto que era en sí mismo una evidencia de que su marido no era franco con ella. Una estancia que para Carmen se había convertido en una obsesión.

Un día le había visto guardar una llave con disimulo en un mueble de su escritorio, por detrás de un cajoncito, muy bien escondida. Desde entonces cada vez que pasaba cerca del escritorio se acaloraba de emoción, suponiendo que la llave abriría la misteriosa habitación.

La oportunidad de solventar sus dudas llegó el día que Carmen supo que su marido iba a ausentarse de la casa toda la tarde. Entonces se armó de valor y tomó la decisión. Buscó la llave, se la escondió en el escote y caminó de puntillas hacia el ala este de la mansión. Con la respiración entrecortada y tratando de esquivar al servicio, llegó hasta la puerta y la abrió sin dificultad.

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