Read El jinete del silencio Online
Authors: Gonzalo Giner
Entre unos y otros recuerdos revivió uno especialmente duro. Estaba sacando agua del pozo que poseía la casa, cuando lo rodearon sus hermanos con intención de tirarle adentro, para que su Señor lo sacara de él, según dijeron entre risas. Sin que llegasen a cumplir sus amenazas, le hicieron llorar, circunstancia jocosa que aprovecharon para despreciar su debilidad y tildarlo de sor Camilo, apelativo que para su pesar tuvo que arrastrar durante demasiados años.
Por muchos motivos, conocía mejor que nadie el sabor de la frustración.
La realidad de aquel chico y sus problemas desataron en Camilo un profundo sentimiento de piedad. Le veía tan abandonado como lo había estado él, sin alguien a su lado que entendiera lo que sentía, rodeado por gente que se mofaba.
Por eso, decidió hacer algo.
Mientras explicaba a don Guzmán lo que había sucedido en el embarcadero, instándolo a que impusiera un severo castigo a los dos chicos que a punto estuvieron de provocar que se ahogara, se estrujaba la cabeza viendo cómo podía ayudar al muchacho desde su situación de clausura.
—Contad con ello. Tomaré medidas —respondió el maestro.
El recuerdo del dramático escenario consiguió despertar en Camilo una idea que atraería a Yago al convento. Las dependencias donde se faenaba el pescado se encontraban en su interior, y las tareas de limpieza y salazón no requerían demasiada destreza. Si el prior lo aprobaba, podría estar más pendiente del chico sin necesidad de romper la clausura.
Preguntó a don Guzmán si la opción le parecía viable; Yago desempeñaría un trabajo unas horas al día sin tener que abandonar las actividades de la escuela.
—¡Me entusiasma la idea! —reaccionó sin recato, incapaz de disimular el alivio de tener a Yago unas horas fuera de su vista—. ¿Y no sería mejor para él que se quedase allí todo el tiempo? Sabéis que se adapta mal a cualquier cambio. No sé, tanta ida y venida…
Camilo imaginó sus intenciones.
—De momento mandádmelo la semana que viene con la llegada de la chalupa de pescado. Luego ya veremos.
Antes de salir del hospicio, quiso ver al chico.
Lo encontró donde lo había dejado, absorto en el plato ahora vacío. Calculó que tendría diez años. No se movía. Su pelo oscuro y rizado le caía por la frente y le tapaba los ojos, aunque no tanto como para distraer su atención o convertirse en una molestia.
De pronto, movió un dedo y empezó a golpear con la uña el borde del plato de forma repetitiva. El monje se agachó para hacerse ver, y le habló despacio.
—Yago, me llamo Camilo. Me gustaría ayudarte si me dejas…
El chico se detuvo al escuchar sus palabras. No levantó la vista del plato, guardó silencio, y de repente dirigió su dedo hacia la mano del fraile, apoyada sobre la mesa. Para su sorpresa, empezó a repetir la misma acción que antes hacía sobre el plato, pero ahora en su mano.
Fray Camilo sonrió y la dejó quieta un buen rato.
—Yago, creo que hemos empezado a ser amigos.
Fabián había perdido su condición de guarda de la Saca, se encontraba en el puerto de Cudillero, demasiado lejos de su antigua jurisdicción, y no conseguía encajar su nueva situación.
No comprendía qué poderosas influencias habrían tenido sus enemigos para conseguir su destierro de por vida, pero en su planes no entraba quedarse allí para siempre. Le había costado más de cuatros meses recuperarse de la brutal paliza sufrida en las atarazanas del puerto de Sanlúcar y algo más de dos inviernos hasta ver recuperado su estado físico anterior. Pasado ese tiempo, apenas podía recordar los hechos, tan solo supo que un buen día había aparecido en aquel pequeño puerto ballenero del Cantábrico, poco menos que muerto, en una carreta que transportaba aceitunas, inconsciente, la carne macerada a moratones y con una orden de destierro en su bolsillo.
La ventaja de un colchón blando, las muchas y sabrosas sopas de pescado que pudo tomar poco después de su llegada, y sobre todo la generosidad de una santa mujer, hicieron que se restableciera poco a poco. De la responsable de su acogida, esposa del cofrade mayor del puerto, solo podía decir que se asemejaba a un ángel. Fue su marido Hugo quien lo encontró, medio moribundo, cerca del muelle y quien lo llevó a su casa, pero ambos se propusieron sanarlo. Así de generosa era la gente del mar, y así de grande el corazón de sus mujeres.
Cuando se cumplió el segundo mes y su rostro recuperó un cierto tono de salud, la bondad de aquel matrimonio empezó a pesarle como una losa. Se sentía incómodo al tener que vivir de su dinero y obligado a devolver lo mucho que habían hecho por él, pero todavía tardó un año en poder caminar con normalidad y casi otro más en fortalecer lo suficiente su cuerpo para poder acometer un trabajo. En cuanto eso sucedió quiso devolverles el favor dejando de su paga una buena parte.
Aprendió el oficio de atalayero; una tarea solitaria pero hermosa. En aquellos mares del norte, fríos y bravos, abundaban las ballenas, y su tarea consistía en otear el mar desde un acantilado de la costa para localizarlas. Si lo hacía, avisaba al puerto para que salieran las chalupas a su captura, y les daba la posición aproximada del animal con el uso de dos tipos de fuegos. Si estaban al Oeste quemaba hierba verde que generaba un humo negro, y si, por el contrario, las veía por el Este, hacía arder hierba seca que producía un humo blanquecino. De noche también encendía hogueras, pero solo para orientar a las embarcaciones que faenaban frente a la costa.
Durante las largas esperas, acurrucado entre mantas para protegerse del recio viento del norte, estudiaba el perfil de las olas para detectar la menor sombra de movimiento que supusiera la presencia de uno de aquellos enormes seres, pero sobre todo pensaba.
Pensaba en la injusticia de su derrota, en su estupidez al no haberse dado cuenta de que había murallas imposibles de derribar con sus métodos convencionales. Se percató de que quienes habían provocado su infortunio poseían un bien inmaterial pero imbatible: el poder. Frente a esa realidad no era suficiente contar con sólidas certezas, una investigación rigurosa o una buena pista. Para conseguir que la justicia prevaleciera, era necesario emplear un recurso diferente, más potente que los anteriores: la inteligencia. La misma que había visto a su padre aplicar para salir adelante tantas y tantas veces.
Con la mirada puesta en un cielo estrellado y abierto se prometió que un día, quienes lo habían apaleado, desterrado y humillado pagarían por ello.
Las muchas noches en vela que pasó en aquel acantilado le hicieron bien a su alma a medida que fueron pasando los inviernos.
Cobraba poco, pero a cambio tenía la oportunidad de aprovechar esas soledades para imaginar cómo sería su futuro, serenar su ira y sobre todo preparar su venganza.
Cuando por obra de uno de sus avisos se conseguía una buena ballena, le regalaban un cuarto de su lengua. Esa carne, preciadísima, contribuía a aumentar sus dineros de forma notable. Los guardaba en una caja donde también estaban sus esperanzas para retornar un día a Sanlúcar y hacer frente a quienes se la habían jurado.
Un día, cuando estaba entrando en el puerto tras haberse capturado un enorme ejemplar, se encontró con su buen samaritano Hugo. Hacía tiempo que no hablaban.
—Mi querido amigo Fabián… Si mis cuentan no están erradas, llevas casi cuatro años trabajando como atalayero y seis por estas tierras. Te has labrado una buena reputación y la gente te aprecia, lo cual me satisface. Pero además, he de confesar que gracias a tus avistamientos la suerte de este puerto ha mejorado, y mucho. Ni que decir tiene que esta última captura quizá haya sido una de las mejores que haya visto Cudillero.
Hugo, como máximo responsable de la cofradía y su actual jefe, confiaba en él, ejercía de confidente de sus planes y compartía largas conversaciones sobre sus vidas.
—Cuando pude ver el grandioso resoplido rompiendo sobre la superficie de las olas —empezó a explicar Fabián—, al pasar a menos de media legua de la costa, me pareció que podía ser la mayor que he avistado hasta ahora. El débil reflejo de la luna no me permitió verla mejor, pero me pareció que iba en compañía de otra de menor tamaño. Pensé que se trataba de una hembra con su macho más pequeño. Llevaba viéndolas varias noches, pero nunca tan cerca como ayer.
Se dirigieron hacia la enorme masa que estaba siendo faenada en la lonja del puerto. Entre una veintena de hombres la despedazaban con febril actividad a tenor de la cantidad de carretillas que se iban llenando de grasa, carne y otros restos.
Una captura tan buena como aquella se celebraba de forma especial en el pueblo, hacía prosperar a buena parte de sus habitantes, pero también a él. Acarició la bolsa donde llevaba la paga extra que acababa de recibir y vio más cercana su vuelta a Jerez.
—Recuerdo que un día me hablaste de un comerciante de tejidos que hacía escala en este puerto antes de alcanzar su destino final en Cádiz. ¿Sabes cuándo lo volverá a hacer? —Fabián ayudó a Hugo a separar la gruesa piel de la ballena con objeto de desecar una capa de grasa de no menos de un palmo.
—No recuerdo bien cuándo estuvo por última vez, pero suele repetir cada año o año y medio. —Hugo detuvo su cuchillo y lo miró con un gesto interrogativo—. ¿Acaso ha llegado tu hora?
—No, todavía es demasiado pronto. Para volver necesitaría ahorrar diez mil maravedíes más, y como bien sabes, al ritmo de lo que ahora gano, he de esperar todavía dos años.
Hugo pensó con rapidez y le propuso una idea. Consciente de lo importante que era para Fabián recuperar su dignidad, se le ocurrió un trabajo adicional al que hasta ahora tenía y que a nadie le gustaba hacer: limpiar el fondo del puerto de los restos de redes rotas y de otros objetos que quedaban prendidos entre las rocas o flotando, entorpeciendo la navegación al enredarse en los bajos de los barcos.
—Son muchas horas buceando en aguas frescas, pero la cofradía te lo sabrá pagar bien. Si te interesa, dímelo. Con una buena capa de sebo sobre la piel se puede vencer el frío y aguantar mucho tiempo en el agua.
—¡Cuenta conmigo!
Fabián estrechó su mano y lo abrazó agradecido. Aquel hombre, sin saberlo, acababa de acelerar la cuenta atrás de su venganza.
A duelo, las ofensas se dirimían de una sola vez.
El conde Stephan necesitaba vengar el dolor que le había producido aquel soldado, por muy capitán que fuera de la Guardia Real, y esperaba de espaldas a él la señal del padrino.
—Señores, esta es la última oportunidad antes de empezar. ¿Alguno quiere no seguir, o pedir disculpas?
Luis Espinosa, espada en mano, la levantó al cielo y contestó que no.
—Para vengar a mi esposa, elijo seguir... —habló el conde.
—¿Y cómo queréis que sea; a primera sangre, a herida severa o a muerte? —intervino el padrino, siguiendo las estrictas reglas de aquella norma de caballeros.
—¡A muerte! —respondieron los dos.
A la sombra de una torre defensiva de la ciudad de Leeuwarden, en una explanada vecina al río, la lluvia empezó a caer con fuerza empapándolo todo en pocos segundos. Hacía frío y Luis Espinosa sentía sobre su cuerpo los efectos de un clima al que estaba poco acostumbrado. Se frotó las manos para entrar en calor y estiró los pliegues de la casaca con cierta coquetería.
Combatir con el conde no le preocupaba en exceso.
A todas luces no estaba demasiado ágil, después de haber pasado la noche en vela se le veía agotado, y además eran pocos los que habían sobrevivido a su espada. Le inquietaba más la posible reacción de su gente si el resultado le era desfavorable a su señor. Miró alguno de sus rostros y sintió la amenaza dibujada en sus gestos. Más de uno se había situado demasiado cerca de él, quizá para no darle opción alguna a que abandonara indemne la escena.
La noche anterior, Luis Espinosa había usado aquel veneno que le había recomendado usar Martín Dávalos bastantes meses atrás, con la mala suerte de que la copa envenenada no llegó a las manos de su destinatario. Cuando Luis se dio cuenta de que la esposa del conde Stephan estaba a punto de bebérsela, trató de detenerla pero no llegó a tiempo, y el gesto extrañó a todos. La mujer murió inexplicablemente a las pocas horas, y su marido la lloró toda la noche.
A la mañana siguiente dos ayudantes del conde localizaron a Luis Espinosa en una posada de esa ciudad de Leeuwarden, capital del enorme territorio que regía la familia Nassau, con la ciudad de Colonia al sur y la de Brujas al oeste.
Aquel suceso trastocó sus planes. Había dejado al emperador Carlos en Maastricht resolviendo otros asuntos, pero su llegada a Leeuwarden estaba prevista para esa misma mañana, y él debía esperarlo a la entrada.
El conde Stephan, ahogado de dolor e impotencia, aunque no podía probar la participación del invitado español en la muerte de su esposa, estaba tan convencido de ello que lo había convocado a primera hora para retarlo a espada. Y él había tenido que acceder.
—Me cuesta creer que tamaña barbaridad solo se deba a que he dejado de compraros caballos. ¿Estoy en lo cierto?
Don Luis Espinosa meditó su respuesta cuando llevaban dados tres pasos en direcciones opuestas.
Entre la bruma de la mañana que la lluvia todavía no había despejado, y la mala noche que había pasado como recuerdo de unos almendrados que probó en exceso durante la velada, la sensación que tenía era de absoluta pesadez.
—Digamos que no habéis obrado bien con quien os ha apreciado mucho estos últimos años…
—¡Canalla! —El conde, último responsable de las tropas de la casa Nassau, se mordió los labios de rabia—. ¡Solo cuando os vea morir descansaré!
Caminaron unos pies más, hasta que el padrino dio la voz de alto. Se volvieron, enfrentaron sus miradas y esperaron la palabra definitiva.
—¡Cuando queráis!
Los dos hombres se saludaron antes de enfrentar sus espadas. El que dirigió el primer ataque en línea fue el noble frisón, deseoso de terminar cuanto antes y lleno de ira. Luis le devolvió el golpe con un quiebro y un ataque encadenado que el otro consiguió resistir, a pesar de caerse al suelo con el embate del capitán.
Luis Espinosa se retiró para permitir que se incorporara y aguardó en alerta.
—No esperéis de mí las mismas atenciones…
Mientras hablaba le lanzó un mandoble sujetando con ambas manos su espada. Luis paró con dificultad el ataque y tuvo que retroceder unos pasos, soportando uno más que melló su acero. No se esperaba tanta fuerza en aquel hombre cuya barriga igualaba el ancho de una barrica de vino.