Read El jinete del silencio Online
Authors: Gonzalo Giner
Sin ninguna queja por su parte, Camilo cambió de ciudad, de hermanos de oración y de actividad, de lo cual se alegró en cuanto descubrió las interesantes ventajas que su nuevo trabajo podía ofrecerle. El puesto de procurador le permitía abandonar la clausura de vez en cuando, recuperar sensaciones que le parecían olvidadas, como el sencillo hecho de observar y escuchar a la gente con la que se cruzaba, el bullicio de un mercado, los juegos infantiles; pero, sobre todas las cosas, lo que más feliz le hacía era poder ampliar su repertorio musical. En ese sentido no había iglesia que escapase de su interés, fuera en caminos o ciudades. En todas entraba y en todas buscaba su órgano, su organista o con suerte una coral ensayando cualquier obra sacra. Y cuando lo conseguía se extasiaba, tomaba asiento ensimismado y con los ojos cerrados absorbía cada acorde, cada tono de voz para luego recrearlo en su cabeza a la vuelta.
Pero entre idas y venidas, y a pesar de su sólido amor a Dios y la firme voluntad de serle fiel, sintió cómo fue creciendo dentro de él un amargo pensamiento que terminaba poniendo en duda todo lo que estaba haciendo de su vida.
* * *
—Camilo, necesito que vayas al embarcadero del río y compruebes si nos han traído buen pescado, porque llevamos tres remesas que… en fin…
La orden salió de boca de don Bruno de Ariza, su prior en Jerez.
Desde su llegada a la cartuja, don Bruno dirigía el cenobio con mano firme y pulso suave. Era un hombre santo y culto, de trato amable con los suyos, pero de carácter explosivo cuando se le pretendía engañar.
El trabajo de prior en una cartuja requería de su responsable una infinita paciencia, poseer una notable habilidad para el trato humano y sobre todo una sólida vida interior; capacidades que don Bruno reunía sin ningún género de dudas.
Entre sus múltiples tareas, como era recibir las visitas, llevar las cuentas al día o cuidar la salud espiritual de sus frailes, estaba la de supervisar la calidad de los alimentos que se compraban, y entre ellos la pesca; uno de los más importantes dado que no se comía nunca carne. Por eso, cuando aquella mañana había decidido pedir ayuda a Camilo, lo hizo por considerarlo su mano derecha, pero también porque sabía cómo acabarían las cosas si iba él, tal y como había pasado con dos anteriores proveedores.
Camilo, a sus treinta y un años, poseía tres cualidades que don Bruno valoraba: su inteligencia, una destacada capacidad de compasión y un inquebrantable espíritu de obediencia. Aunque para decirlo todo, y por buscarle algún defecto, a veces parecía demasiado obstinado.
Aquella mañana, en obediencia a su prior, Camilo dejó lo que tenía entre manos y se dirigió con presteza hacia el embarcadero del río Guadalete, próximo a las puertas del monasterio y por el sendero que los comunicaba.
Vio a cuatro hombres descargando el pescado, desde una embarcación de medio calado a una carreta de mano, donde sería transportado después hasta el claustrillo del cobre, dentro del recinto monacal. Allí se labraría para comer, o se salaría para su almacenado. El pescado constituía un alimento esencial en la dieta de los cartujos, como complemento a los vegetales y frutas, tanto aquellos que la huerta producía como los que venían de sus campos, y en sustitución de la carne, que estaba prohibida en su regla.
Cuando las primeras tablas de madera crujieron bajo el peso de Camilo, llamó su atención la presencia de cinco niños merodeando por la embarcación sin que parecieran tener una tarea clara.
Preguntó a uno de los encargados por ellos.
—A veces pedimos ayuda en el hospicio, cuando la carga es demasiado abundante como es el caso de hoy, nos envían a unos cuantos chicos. —Los señaló con cierto desdén—. Pero si os soy sincero, para lo poco que ayudan, no sé si sería mejor que se quedasen en su escuela...
Fray Camilo observó a dos de los muchachos. Calculó que tendrían en torno a los diez años. Vio que ataban un cordaje de red a la cola de un gato, sin la menor piedad. El resto observaban embobados la pesca mientras uno intentaba coger en el aire unos sábalos que de vez en cuando saltaban en busca de agua o de vida. La carne de aquellos peces era de mejor sabor que la sardina y además estaba más prieta.
El monje centró la atención en su encargo y estudió con detenimiento la carga que traían. Identificó entre todas las cajas dos de corvinas, una de atún y otra con mero; el resto eran sardinas. Estudió el brillo de sus escamas y de sus ojos, olfateó a su alrededor, y en cuanto estuvo seguro buscó al responsable de la embarcación para pedirle explicaciones. Pero se le interpuso la imagen de un joven escondido entre dos montones de redes, dentro del barco, cobijado entre ellas. Apenas se le distinguía bien. Fue a preguntar quién era, pero en ese momento lo saludó el patrón de la chalupa.
—¿Me buscabais?
Los pequeños ojos del hombre no podían disimular su vergüenza; sabía que la mercancía que había traído no tenía la calidad acostumbrada.
Fray Camilo recogió un atún mediano y de inmediato recibió un desagradable golpe de olor. Señaló su ojo seco y a continuación buscó entre los meros alguno que tuviera mejor aspecto, sin conseguirlo. Lo hizo también con las corvinas, pero su estado aún era peor. Al empujar con enfado una de las cajas, su contenido se desparramó por el suelo.
—Creedme, lo que veis fue pescado ayer mismo, en la bahía. Y además, con redes de jábega… —Los argumentos del patrón no tenían ninguna solidez.
—No pensaréis que me lo voy a creer... —Camilo frunció el ceño—. Cuando habéis traído pescado de arrastre en costa, con esas redes que decís, su calidad es muy superior. Será porque sufre menos que el que capturáis en alta mar, no lo sé. La mercancía que hoy nos traéis es sin duda la peor que recuerde. Os la vais a llevar de vuelta y espero que nos sorprendáis con mejor género antes del mediodía de mañana.
—Claro, hermano, claro.
—A nuestra casa viene a diario gente muy humilde, pero no se merecen esta basura. Ah, y confío en que sea la última vez.
El patrón mandó a sus hombres que recogieran el pescado de inmediato e hizo venir a los chicos para que los ayudaran. De los cinco acudieron sin rechistar cuatro, porque el que había estado medio escondido entre las redes no hizo caso alguno. Fray Camilo se dio media vuelta con intención de regresar al monasterio, donde le esperaban otros muchos trabajos. Con las prisas no escuchó los insultos que los muchachos dirigieron al menos solidario, ni tampoco vio a uno de los hombres yendo en su busca.
—Maldito holgazán… —El chico fue sacado de su escondite y arrastrado sin demasiadas contemplaciones hasta donde estaban los demás. Sus persistentes chillidos terminaron atrayendo la atención de Camilo, que se volvió a mirar. En un primer momento el muchacho le resultó familiar, pero no supo por qué, hasta que cayó en la cuenta de que se trataba del mismo que había rescatado de manos del anterior responsable del hospicio.
—¡Aquí nadie se libra de trabajar! —le gritó el hombre asiéndole por el cuello—. ¿Lo entiendes?
Yago, sin responderle, corrió a por una de las pesadas cajas de pescado, la levantó resoplando y se dirigió hacia la embarcación. Arrastraba los pies de forma torpe y sin mirar al frente, absorto en su caminar, hasta que una zancadilla de uno de sus compañeros le hizo caer al suelo, y con él todo el pescado. Entre un coro de risas lo recogió sin rechistar, tomó aire y alzó de nuevo la caja para llevarla a su destino. Con la cabeza ligeramente torcida y mirando desde un ángulo de sus ojos, ahora iba como musitando.
A sus jóvenes compañeros no les debió de parecer suficiente la travesura anterior, porque uno de ellos eligió un atún de buen tamaño y le propuso una idea al que tenía a su derecha.
—¿Tú crees que lo haría otra vez? —Le guiñó un ojo lleno de complicidad, y justo cuando Yago pasaba a su lado, le plantó el pescado enfrente de sus narices.
—Escúúúchalo... Te está hablaaaandoooo… ¿No ves cómo te pide ayuda...? —Se contuvo la risa a la espera de que Yago actuara tal y como había hecho en otras ocasiones, con gatos y ratones—. Este pez te quiere mucho y necesita que lo ayudes. ¡Anda, ve a por él!
El pescado salió volando hacia el río ante la mirada de espanto de Yago, quien tembló indeciso unos instantes antes de ponerse a correr por el embarcadero. Sin dudarlo, se lanzó al agua tras él ante las risotadas de sus compañeros. Una vez más había reaccionado creyéndose todo lo que le decían los chicos, y las aguas del Guadalete lo recibieron sin tener en cuenta que no sabía nadar.
Fray Camilo lo presenció todo indignado.
Los niños, en su cruel jolgorio de gritos y risas, no entendían la gravedad de la situación, porque Yago acababa de desaparecer bajo las aguas entre violentos manotazos de desesperación.
El fraile se tiró al río con hábito y sandalias, tomó aire, y sin perder un segundo se sumergió para localizar al chico. Dada la turbidez de las aguas, estiró los brazos en todas las direcciones sin ver nada. Después de aguantar la respiración hasta el límite de su capacidad salió, hinchó sus pulmones y de nuevo se hundió buscando el fondo. Fue entonces cuando le pareció ver una figura borrosa, y se dirigió hacia ella. Una fina estela de burbujas confirmó que se trataba de él. Tiró de su camisola, lo sujetó por el pecho y se impulsó hacia la superficie con todas sus fuerzas.
Cuando emergieron le ofrecieron una larga vara de madera para que se agarrara. Entre dos hombres tiraron de ella con decisión hasta acercarles al embarcadero. Yago fue alzado sin dificultad, pero no sucedió lo mismo con el fraile dada su gran envergadura.
El chico parecía no respirar.
Fray Camilo, empapado, lo zarandeó con energía. Pero al no obtener respuesta alguna, le abrió la boca y sopló con decisión para inflar sus pulmones. Lo hizo una y otra vez sin desfallecer, hasta que de pronto el niño tosió, escupió un chorro de agua verdosa y abrió los ojos. Fue entonces cuando vio frente a él a un hombre corpulento, de mejillas coloradas y con una fina tira de pelo que le rodeaba la cabeza. Lo reconoció. Su mirada parecía desprender halos de luz.
Aquella era la segunda vez que le salvaba la vida.
El chico se supo incapaz de comprender el significado de su sonrisa o de captar las sensaciones que trataban de transmitir sus cordiales ojos, pues no podía distinguir casi ninguna emoción en los rostros de las personas. Sin embargo, fijó sus ojos azules sobre los del monje, abrió la boca y balbuceó algo que no se entendió.
—Tranquilo, chico, no te esfuerces. —Le atusó la cabeza—. Por un poco no lo cuentas, ¿verdad?
El niño no respondió.
—Apenas habla nunca —comentó uno de los chicos.
—Es medio tonto —añadió otro con la espontaneidad propia de su edad.
—¿Cómo te llamas, muchacho?
Yago quiso responder, pero no supo cómo hacerlo.
—Se llama Yago —contestaron dos a la vez.
Yago caminó agarrado al hábito de fray Camilo desde el embarcadero hasta la cocina del hospicio, en la isla de la Camacha. Solo allí decidió centrar su interés en una torta de garbanzos recién horneada que le dejó ensimismado y sentado a la mesa.
Camilo buscó el despacho de quien era el nuevo responsable de la escuela después de la salida forzada de don Fadrique. Don Guzmán de Usurbe, que así se llamaba, le contó que en los cuatro meses que llevaba trabajando en la institución no había conseguido ningún avance con el chico.
—En las clases está siempre ausente, no sabe escribir, no atiende cuando se le llama, y me ha costado una barbaridad conseguir que deje de chillar o patalear cuando le hablo. Es desesperante…
A la suma de esos comportamientos había que añadir, según palabras de don Guzmán, las dificultades para hablar, para controlar sus ataques de ira y en general las muchas barreras que presentaba la convivencia con él.
—¿Qué creéis que le ocurre? —Camilo no había sabido nada de él desde la lamentable escena del saco.
—Lo he observado mucho, creedme. Lo que tiene es difícil de describir y más aún de entender. Decir que es diferente es poco, y que sus reacciones son impredecibles también. Por eso, si tuviera que resumir en pocas palabras su comportamiento, diría que Yago vive en otro mundo, ajeno al nuestro, como en un lugar cerrado del que le cuesta salir.
Fray Camilo reflexionó en voz alta.
—Mientras veníamos andando, se han cruzado nuestras miradas en dos ocasiones, y he visto en la profundidad de sus ojos una honda y larga pena, como una acuciante necesidad de auxilio. Por eso entiendo lo que decís, también a mí me resulta difícil explicar qué sensaciones he tenido. Su llamada no necesitaba palabras, lo hizo a través de gestos sutiles, de suspiros envueltos en silencios, como si hubiese encerrado sus emociones bajo siete llaves.
—Pues será la primera vez que alguien descubre sus sentimientos… —Pausó su siguiente frase—: En confianza, no sé qué puedo hacer por él. Hay días que parece comportarse más como un animal que como una persona, y perdonadme si os parezco demasiado brutal en mis juicios, pues os prometo que lo he intentado todo. —Su expresión reflejaba un alto grado de desesperación.
—¿Qué sabéis de su familia?
—Nada, lo desconocemos todo. Es como si no tuviese pasado. Pero es que tampoco he encontrado qué puede atraer su atención para orientar su futuro. A medida que pasa el tiempo, me voy convenciendo más y más de su inutilidad. Por eso no sé qué hacer con él, os soy sincero… Muchos días dudo si no sería mejor echarlo del hospicio y dejar libre su plaza para otro que la ocupe con más provecho.
—Comprendo que debe de ser muy difícil tener un alumno así, al que nunca ves mejorar. Pero antes de tomar una decisión tan definitiva como la que me acabáis de exponer, me gustaría ayudaros. Reconozco que el chico ha despertado mi compasión y…
El maestro lo interrumpió recordando nuevos detalles sobre la realidad de Yago en la escuela:
—Los demás niños se ríen de él constantemente, pero como no tiene maldad alguna, se lo cree todo. Les hace caso sin percatarse de sus engaños. No pone voluntad en ganarse su amistad, y supongo que tampoco sabe por qué lo humillan, ni distingue cuando se mofan de él o a qué se debe que le den de lado. Mi impresión es que vive tan aislado, que lo que sucede a su alrededor no le importa demasiado. Es un ser muy difícil, creedme, mucho…
La incomprensión que Yago padecía consiguió que Camilo evocara su propia infancia. También él había sido un ser diferente para sus hermanos, para sus padres y para todos. Su vida interior, compleja y extrema, nunca se había ajustado a los deseos de su familia, y por tanto a lo que se esperaba de él. Según su mentalidad, un varón solo podía ser caballero, ir a la guerra, estudiar un oficio si carecía de ardor guerrero, o cultivar la tierra en el caso de que faltaran las capacidades intelectuales. No entraba en sus cabezas que un hombre también podía rezar, vivir en clausura, entre laudes, maitines y partituras. Hasta sus meditaciones, mientras paseaba por las verdes dehesas como ejercicio de una incipiente ascesis, eran vistas por los suyos como muestras de un extraño carácter.