El jinete del silencio (18 page)

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Authors: Gonzalo Giner

BOOK: El jinete del silencio
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Las chalupas balleneras iban tripuladas por ocho remeros, cuatro por banda, un arponero y un timonel. Cuando desde la atalaya se avistaba una ballena, salían varias embarcaciones para rodearla y arponearla hasta darle muerte.

Fabián pudo acudir un día en una de aquellas barcas que algunos marineros llamaban
traineras
. Al principio le tocó bregar con los remos, pero por suerte le correspondió el turno del timón cuando llegaron a romper la estela que dejaba atrás el animal. Las órdenes las daba el arponero, quien dirigía la barca hacia uno u otro lado para acertar mejor el tiro o ayudarse del resto de las embarcaciones.

La ballena que solía frecuentar esas frías aguas durante el invierno era de tamaño medio pero de excelente carne y gran grosor en su tocino, lo que facilitaba su transporte una vez muerta, pues flotaba mejor. No sucedía así con otras, pues al hundirse complicaban sobremanera su captura y posterior traslado a puerto.

Miró al cielo con la esperanza de ver un poco de sol, pero los oscuros nubarrones se lo impidieron. Al devolver su atención a la chalupa le atrajo el destello del afilado arpón con el que uno de los marineros apuntaba ya hacia el mar. Aquellos hombres eran expertos en la caza de esos enormes seres de los que luego se aprovechaba todo, hasta las barbas. Él mismo había visto alimentar los candiles de las casas con su grasa, y también cómo fabricaban jabones y lubricantes.

La ballena no estaba sola, debía de ser una hembra en compañía de una cría. Aquella era una buena noticia. Los tripulantes se felicitaron, pues su captura sería más fácil en cuanto dieran caza al ballenato. La madre acudiría a sus chillidos y sería menos laboriosa su muerte.

Los remeros llevaban otro tipo de instrumentos para ser usados una vez tuvieran al animal a mano; lanzas y sangraderas sobre todo.

—¡Vira a estribor! —ordenó a Fabián—. Y vosotros, ¡bogad con más fuerza!, la tenemos a pocas cuerdas.

El experimentado arponero pretendía adelantarse a la posible víctima para clavar el acero en su cabeza, cerca del orificio por donde respiraba, pero todavía estaban demasiado lejos. Además, el mar tampoco facilitaba demasiado las cosas. De empezar la persecución con un viento racheado, habían pasado a un fuerte temporal que levantaba olas con serio peligro para la estabilidad de las barcas.

—¡Volvamos a puerto! —les gritaron desde otra chalupa, visto el feo panorama que se presentaba.

—Una oportunidad más… —gritó el arponero de la embarcación de Fabián—. Si consiguiéramos empujarla hacia la costa, una vez allí, entre tres barcas la dejaríamos encerrada y se le podría dar caza con facilidad.

Fabián había vuelto a ver cómo desaparecía la ballena bajo las aguas durante un tiempo que le pareció interminable. En aquellos momentos todos aguardaban en tensión su reaparición para cambiar de dirección si era necesario.

El cielo encapotado se oscureció todavía más e hizo que el mar pareciera casi negro.

Empezó a llover y no poca agua.

Bajo el húmedo manto y con aquel fuerte viento, el frío caló pronto en los huesos de Fabián, que respondió con un respingo y un castañeteo de dientes.

Se secó la cara con la manga de su camisa. Volvió a mirar al frente y descubrió que la ballena enfilaba la costa.

—¡Ahora, remad con todas vuestras ganas!

La orden corrió de una a otra embarcación en menos de un suspiro.

Una de las chalupas alcanzó al ballenato y lo hirieron sin piedad. Sus alaridos hicieron que la madre frenara su huida y volviera en su ayuda.

Con gran destreza fueron llegando las distintas barcas a ambos flancos de la ballena, ahora consciente de su peligro, pues empezó a disparar su pesada cola contra ellas. El arponero de la embarcación de Fabián pudo lanzar con buen tino su arpón y se lo clavó en un ojo, siendo el primero en herirla.

Por efecto de los constantes coletazos dos de las embarcaciones se rompieron en mil pedazos, haciendo saltar a todos sus tripulantes a las frías aguas, donde quedaron expuestos a la furia del animal herido.

Fabián ayudó a subir a bordo a tres de ellos, mientras veía como a su derecha otra embarcación se unía a la captura. En un momento, llegaron a herirla hasta con seis afilados hierros. El animal trató de escapar pero ya sin posibilidades, pues para conseguirlo tenía que arrastrar a las chalupas y no tenía la suficiente fuerza. El mar explotó en espuma y oleaje cuando intentaba soltarse de aquellos afilados hierros que sin solución se le clavaban aún más con cada movimiento.

Las embarcaciones se fueron pegando a ella y fueron muchos los que se emplearon de lleno en herirla con profundos cortes, para desangrarla lo antes posible y preservar así la calidad de su carne.

Los chillidos eran tan agudos que apenas se escuchaban las voces de los marineros.

Fabián clavó también su lanza y la movió adelante y atrás para provocar una herida mayor. Aquella ballena, pasados tres años de estancia en Cudillero, sería la responsable de procurarle por fin los recursos necesarios para su vuelta a Jerez. La nave que tomaría en pocos días estaba fondeada en el vecino puerto de Luarca, y tenía prevista su partida en menos de una semana.

De la captura, una parte de la ballena iría al arrendador del puerto, que no era otro que el propio cabildo, otra sería para la Iglesia, y el resto se llevaría a subasta ante un escribano. De los beneficios que se obtuviesen, a su chalupa le correspondería la mejor parte por haber sido los primeros en herirla, y a su arponero, además de su paga, le tocaría una aleta. Así lo señalaba el reglamento de esas cofradías.

Fabián se sonrió entre olas de sangre, oliendo a sudor, empapado por la intensa lluvia que no dejaba de caer sobre ellos. Después de ocho años de destierro, por fin empezaba a imaginarse en aguas más tranquilas y cálidas; las de la bahía de Cádiz.

* * *

En la residencia de los Espinosa, don Luis despedía a Martín Dávalos a las puertas de su hacienda y quedaban emplazados en verse una semana después.

—El contacto está hecho y se llama Siegfried, solo hace falta ver hasta dónde se compromete…

Don Luis se refería a un alemán con el que pretendían transportar bienes vedados, pues disponía de una embarcación con bandera real, impermeable por tanto a cualquier control aduanero, y la mejor solución para cubrir sus objetivos comerciales con las Indias Occidentales.

La idea se le había ocurrido al propio Luis Espinosa durante su regreso de Frisia, dos meses atrás, después de su fracasada misión con el conde Stephan. Cuando atravesaba el Tirol, supo de dos personajes bávaros que disfrutaban de una destacable fortuna gracias a la explotación de unas minas en Almadén, cuya licencia habían obtenido como pago de un importante préstamo realizado al César. El mineral de mercurio, según le explicaron una vez contactó con ellos, era necesario para el proceso de purificación de la plata, y como en las Indias se estaban extrayendo enormes cantidades de aquel noble metal, necesitaban un envío regular desde España. Y ahí es donde entraba la participación del alemán.

La circunstancia de que esos transportes se hicieran en barcos especiales fue lo que atrajo el interés de Luis Espinosa al imaginar la ventaja que podía obtener si sus negocios quedaban protegidos bajo la Corona Real, además de no tener que pagar el silencio de tantos y tantos funcionarios como hasta ahora hacían. Al beneficio de una mayor seguridad, se le sumaba la prisa por reubicar los caballos que hasta ahora estaban mandando a Frisia. Fracasada su empresa con el conde Stephan, no era capaz de vislumbrar cuándo cambiaría su suerte por aquellas tierras.

Esa misma tarde Luis Espinosa picó las espuelas de su caballo y tomó dirección al Puerto de Santa María para encontrarse con la mujer de Siegfried, con quien volvería a descubrir su encendida pasión.

No les había costado demasiado localizar al transportista alemán, en nómina de los bávaros y de nombre Siegfried Schwarz, pues poseía casa en el Puerto de Santa María, y ellos contaban con la mejor red de informadores de la región. Su residencia estaba bien escogida, ya que ese puerto era uno de los más utilizados para el comercio con las Indias.

Luis se hizo responsable de los primeros contactos, averiguó que viajaba cada seis meses con aquel preciado mercurio, y pronto descubrió en el hombre una personalidad difícil. Era poco transparente, reservado y austero, y además un tanto sombrío. Acostumbrado a trabajar las debilidades humanas, Luis Espinosa llegó a pensar que ninguna de sus habituales tácticas iba a funcionar con Siegfried. Si tenía algún punto débil, parecía inaccesible.

Por ese motivo decidieron replantearse su táctica, y fue entonces cuando entró en escena la mujer del alemán, una bella gaditana de piel suave y desbordantes ardores. Después de cuatro semanas y ocho visitas íntimas, Luis sabía sobre Siegfried Schwarz incluso más que él mismo. Además de regalarse en la cama, la mujer le facilitó la amistad con su marido para hacer más sencillos sus contactos, y también le puso en pista sobre la debilidad menos confesable del transportista: las esclavas de color. Entre amores, esperas y reencuentros, Luis consiguió averiguar otro detalle de vital importancia en las necesidades de aquel hombre. El trato económico con los patronos bávaros no se ajustaba a sus expectativas y era bastante menor de lo que creía merecer.

Mejor imposible, pensaron los dos socios por entonces.

Si claras estaban las necesidades, solo hacía falta ganarse su confianza. La mujer puso todo de su parte para conseguir primero que se conocieran, y luego que congeniaran. Concertó varias comidas, diferentes encuentros e incluso un corto viaje a Cádiz, hasta que terminó consiguiendo que Siegfried relajara definitivamente sus prevenciones y comenzara una excelente relación con Luis.

Cuando se estrechó la amistad lo suficiente, la conversación surgió espontánea y sellaron su primer acuerdo con un fuerte apretón de manos y un abrazo lleno de complicidades, después de una noche loca con dos hermosas esclavas africanas seleccionadas para la ocasión por Luis.

En tan solo seis meses la estrategia obró los frutos deseados, pues Siegfried se comprometió a hacer desde entonces todos los transportes que querían, a cambio de la décima parte del negocio. Sin embargo, Luis no supo cómo abandonar a su amante a pesar de que ya no era necesaria esa relación.

Su furiosa y desbordante sensualidad le tenía atrapado.

X

El prior prohibió la estancia de Yago en el monasterio a causa de su mal comportamiento.

No se atuvo a las razones que fray Camilo puso como excusa por el suceso en la sacristía, ni tampoco hizo oídos a la denuncia del novicio que acusaba al chico de obsceno. En realidad, aquel embrollo le vino bien para llamar la atención a uno y a otro, pero sobre todo a su padre procurador, a quien notaba raro desde hacía un tiempo.

El hecho de que no hubiera emprendido todavía el viaje a Córdoba retrasaba sus propios planes. Don Bruno no entendía por qué no tenía los preparativos listos, le desagradaba constatar la excesiva frecuencia con que últimamente Camilo incumplía el voto de silencio, el excesivo tiempo que dedicaba al chico, cómo se dispersaba en actividades poco importantes y la deficiente calidad de vida interior que percibía en sus confesiones.

Por todos esos motivos don Bruno se vio tentado de eximirle del viaje para no contribuir a un mayor despiste, pero al no disponer de otro monje con sus conocimientos sobre las castas equinas, decidió callar y dejar que todo siguiera como estaba planeado.

—Si decidís que Yago no debe trabajar más en la cartuja, me gustaría que lo hiciera en el cortijo de Lomopardo. —Camilo pensó que en esa dehesa podrían probar el efecto de los caballos sobre el muchacho. Conocía bien a su capataz y no creía difícil contar con las bendiciones del responsable del hospicio, quien no se iba a creer la suerte de perder de vista al chico durante un tiempo; solo le faltaba la aprobación del prior.

—No veo inconveniente alguno a vuestra petición, aunque no termino de entender por qué ha de dejar el hospicio y los estudios después de haber pasado casi tres años como interno...

—Sois consciente del poco avance que ha hecho hasta el momento y los problemas que ha supuesto para el resto de los chicos y hasta de profesores, pero además tengo otros y mejores motivos. Lomopardo acogerá a los caballos que compre en Córdoba, y el chico parece tener una buena predisposición hacia ellos. Si hemos de hacer un futuro hombre de bien, debería aprender un oficio. Parece lógico pensar que esa dehesa va a necesitar más gente en cuanto lleguen las nuevas yeguas y nazcan sus potrillos. El chico no tendrá tiempo para dedicárselo a la escuela. —Camilo estudió su reacción y le pareció que aceptaba bien la propuesta.

—¿Qué piensas hacer con los caballos que hoy día tiene Lomopardo?

—En estas últimas semanas hemos mandado los peores a otras fincas.

—Si no recuerdo mal, y en referencia a Yago, te he oído decir que soporta bastante mal las novedades. ¿No temes una mala reacción?

Fray Camilo reconoció que su propuesta obedecía más bien a una intuición y que no estaba seguro respecto a la respuesta del muchacho.

—¿Pero por qué los caballos? No lo entiendo —insistió el prior.

—Aquel día, cuando me acompañó a la sacristía, presencié una reacción muy curiosa en cuanto los vio en el cuadro que bien conocéis. Ejercieron sobre él un poder de atracción muy particular, y sospecho que tal vez le puedan ayudar.

—De acuerdo, no es necesario que te explayes. Llévatelo a la dehesa, pero hazlo ya, hoy mismo; no quiero más retrasos en tu tarea.

Camilo le besó el anillo, agradecido por la confianza, y salió corriendo de su despacho para buscar a Yago en el hospicio.

El edificio que acogía a más de una veintena de huérfanos y desamparados disponía de dos plantas, el dormitorio de los chicos se encontraba en la de arriba. Allí se dirigieron fray Camilo y el responsable de la institución, para buscar a Yago a la hora de la siesta.

Al entrar, algunos chicos se volvieron para ver quién llegaba, sin embargo, él no les escuchó; dormía plácidamente en su catre. Fue fray Camilo quien lo despertó y recibió su soñolienta mirada. Había dudado qué decir o cómo plantear su salida. Conocía demasiado bien lo mal que reaccionaba Yago cada vez que sus rutinas se alteraban, como para obviar los efectos que padecería con un cambio completo de su entorno de vida. Pensó cómo enfocar la conversación hasta que se le ocurrió una idea y se lanzó a ella.

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