Read El jinete del silencio Online
Authors: Gonzalo Giner
—¿Cómo has podido…? —le recriminó el monje.
Yago no entendía nada: no sabía por qué lo señalaba la chica, ni por qué decían eso de él, pero se sintió afectado por el cambio en el tono de voz de Camilo.
—No, yo no —contestó el chico.
—¡Cállate! —le gritó el fraile—. Esto ya ha llegado demasiado lejos. He confiado siempre en ti, ¿es así como me lo pagas?
Yago seguía sin saber por qué se había originado todo aquel revuelo, pero las palabras de Camilo le hirieron en el alma.
—¿Qué… he… —se le trabó la lengua— hecho? ¿Qué he hecho? —lo repitió esta vez de seguido.
—No respetarla y tampoco a mí. Me has defraudado, ¿lo entiendes? —Camilo lanzó cada una de aquellas palabras como si fuesen dardos que se clavaban uno tras otro en el corazón del chico.
Yago se sintió fatal, ahogándose en su propia angustia.
Se tiró de rodillas y empezó a notar una oleada de espasmos que le atenazaron primero y terminaron con sus conocidas sacudidas.
Camilo, desolado, se dio media vuelta impulsado a abandonar el establo, incapaz de asumir lo que acababa de presenciar.
Antes de salir pudo escuchar una vez más la voz de Yago, ahora a gritos, pero no se volvió.
* * *
Camilo no apareció en Lomopardo hasta dos semanas después, y cuando lo hizo fue por acompañar al prior en su visita a las obras realizadas para la nueva remesa de caballos.
En contra de los planes iniciales Yago se había quedado en la finca a petición de Juan y de su mujer. Decidieron que sería más prudente no agravar el disgusto de Camilo por lo ocurrido ni hacerle buscar nuevo alojamiento. Camilo lo agradeció, aunque extrañado, al recordar las reticencias que Juan había puesto hacia el chico, antes incluso del penoso suceso, pero no le dio más vueltas dado que le facilitaba las cosas.
Se comprometieron los tres a guardar secreto sobre lo ocurrido, para evitar que llegara a oídos del prior.
Juan y María castigaron con severidad a su hijo mayor y le prohibieron verse con la chica, pero el que peor estaba era Yago.
Sentía sobre su conciencia el desprecio de Camilo, al que no había vuelto a ver, y sufría como nunca su ausencia sin haber entendido nunca sus motivos. Ya nadie hablaba con él y su único contacto con el resto del mundo se limitaba al momento de la comida, cuando alguno de los hijos del matrimonio le traía su plato. Él los recibía siempre igual, sin mirarlos y en un deliberado silencio.
Extremó su carácter.
Si antes no se le veía fuera de las cuadras, ahora menos. No volvió a salir de ellas y se pasaba las horas refugiado en una esquina, bamboleándose, sin otra cosa que hacer en todo el día. Su malestar interior crecía a medida que no veía a su protector.
La responsabilidad del manejo de las nuevas yeguas y sementales había recaído en manos de Ricardo Dávalos, quien se encontró de casualidad con ella al coincidir su presencia en la dehesa con la renuncia de Camilo. El fraile había decidido por entonces sumirse en una etapa de recogimiento interior en su celda.
Cuando llegaron a las caballerizas los recibió el novicio.
—Nuestros hermanos de la cartuja de Nápoles nos han pedido dos potras y un caballo entero. —Bruno de Ariza se fijó en un macho de bella estampa y color castaño, el perfecto candidato para aquel envío.
—Ese es un ejemplar único —comentó Camilo, que no hacía más que mirar en todas direcciones por si veía aparecer a Yago.
—¿Cuándo empezaremos a cubrir a las nuevas yeguas? —preguntó el prior.
—Ya se ha empezado —respondió Ricardo—, y espero que nuestro buen criterio consiga los objetivos que os propusisteis, pero hemos de terminar antes las obras para tener una paridera sin problemas.
Recorrieron las nuevas dependencias y pasearon luego por la dehesa, donde pastaban algunas de las mejores madres. De vuelta al cortijo, don Bruno manifestó su parecer.
—No dejéis de cuidar con esmero a estos animales. Veo que lo hacéis bien, pero nos jugamos mucho dinero y prestigio. Os anuncio que este seguirá siendo vuestro cometido hasta que por lo menos tengamos la primera generación de potros nacidos y criados aquí… —Don Bruno miró a Camilo de reojo. Le hubiera preferido para aquel encargo, pero su necesidad de oración y de Dios ahora era prioritaria.
—Contad con ello. El Señor me ha bendecido con tan hermosa tarea. —Ricardo besó el anillo de su superior.
—¿Y qué ha sido del chico, de Yago?
A Camilo le dio un vuelco el corazón al escuchar su nombre.
—Dentro de lo que se puede esperar de él, está bien. Lo haré venir para que os salude.
A los pocos minutos apareció el muchacho cabizbajo, sin mirarlos. Se quedó parado frente al prior.
Un profundo sentimiento de congoja paralizaba a Camilo hasta el punto de no saber qué hacer, sobre todo cuando Yago alzó un momento la cabeza y su mirada se cruzó con la de Camilo. Aquellos ojos profundamente azules, reflejo de un alma que había crecido limpia y carente de maldad, agudizó la pena del monje hasta dolerle el corazón. No había olvidado el profundo afecto que sentía por él.
Yago no sabía interpretar bien las expresiones del rostro humano, pero notó que la mirada de Camilo le huía. Su tristeza se hizo enorme al sentirse sin remedio solo y despreciado.
Se dio media vuelta y se fue.
Ocurrió dos semanas después.
Nadie lo pudo evitar, nadie supo cómo sucedió.
Una noche de cielo abierto y temperatura demasiado agradable para aquella época del año, llegaron aquellos hombres a Lomopardo. Fueron rápidos, muy eficaces; lo tenían todo bien organizado.
Era muy de madrugada cuando un carromato se detuvo a poca distancia de la hacienda. Nadie los oyó llegar, ya que las viviendas estaban bastante retiradas de las cuadras, salvo Yago, que al dormir en ellas pudo verlo todo.
Una vez abiertos los portones principales de la caballeriza, seis hombres entraron pertrechados con numerosos cordajes. Sabían bien lo que querían porque en poco tiempo habían elegido a los veinte mejores caballos, todos de más de cinco años, y soltaban al resto de sus amarres, también a los potros, azuzándolos para que escaparan por los campos.
Aquello provocó un ruido excesivo y Yago escuchó a uno de los hombres protestar.
—Tened más cuidado, no podemos llamar tanto la atención. Despertaréis a alguien y como me vean, me arriesgo más que ninguno de vosotros.
—¿Y dónde está ese chico tonto del que nos hablasteis?
—Yo me encargo de él. En cuanto lo encuentre, os aseguro que dejará de ser un estorbo…
Yago, asustado, reconoció la voz de fray Ricardo y decidió esconderse detrás de un caballo del que apenas se había separado desde que llegó de Córdoba; aquel Guzmán al que decidieron llamar Azul.
La noche era oscura y la luz en el interior de las caballerizas escaseaba. Localizar al chico le parecía una tarea imposible, pero tuvo buen ojo y se dio cuenta de dónde estaba. Imaginó lo escurridizo que podría ser si iba de cara y decidió hacer lo contrario. Lo sorprendería por la espalda. Con máximo sigilo caminó pegado a las paredes hasta ver al chico. Evitó rozar a los caballos que ocultaban con sus cuerpos el de Yago, y cuando lo tuvo a mano lo agarró con decisión.
—Te pillé. —Le tapó la boca con la mano y luego lo amordazó con un pañuelo. Buscó una cuerda, le ató las manos a los tobillos y se aseguró de que los nudos fueran firmes. Se lo echó al hombro y lo dejó sobre un lecho de paja en una dependencia donde se almacenaba el grano para los caballos, vecina a las caballerizas.
—Quédate ahí un rato. Si quieres seguir vivo y evitar que a alguno de estos locos le dé por hacerte daño, obedece todo lo que yo te diga…
Yago trató de gritar, pero con un pañuelo metido en la boca nadie le podía oír.
Pero Azul lo había observado todo. Cuando vio salir al fraile de aquella estancia anexa sin Yago, y dirigirse hacia donde estaban los demás hombres, empezó a tirar de la cuerda con la que estaba atado a una barra hasta que la consiguió romper pasados unos minutos. Midiendo sus pasos se dirigió en silencio hacia el almacén, entró sin ser visto y localizó al muchacho en el suelo. Lo olfateó y Yago se dio media vuelta para acercar a su dientes las cuerdas con las que le habían atado.
Afuera, fray Ricardo discurría qué podía hacer con el chico. Lo había reconocido, así que estaba claro que no podía dejarlo allí. Tenía que convencer al hombre al mando de aquel grupo para que se lo llevara con ellos.
—Lo he dejado donde se guarda el grano. Tenéis que llevároslo.
—Ni hablar. Sería un estorbo.
Fray Ricardo se sintió agobiado. Le daba igual lo que fueran a hacer con Yago en el caso de convencer al hombre, pero si no lo conseguía las consecuencias serían horribles. Solo había una manera de hacerle callar… y él era un hombre de Dios.
—Por Dios os lo pido… —Le temblaban las manos.
El hombre miró con desprecio al fraile. Odiaba a aquel tipo de gente, individuos que tenían el alma tan manchada y oscura como la suya pero que vivían pendientes de mantener una imagen de bondad. Él nunca había sido una buena persona, pero iba de frente. Matar al chico a la primera oportunidad que tuviese no le suponía ningún esfuerzo, pero tenía que costarle algo al fraile.
—Dadme dinero y os soluciono el problema.
Fray Ricardo suspiró aliviado. Le ofreció diez ducados, que tuvo que subir a veinte para cerrar el trato. Lo sellaron con un apretón de manos y se dirigieron al almacén donde había dejado a Yago.
Sin embargo, al entrar, para su sorpresa, no vio a nadie.
Lo buscaron por toda la cuadra, dieron aviso al resto para que estuvieran atentos, pero ninguno dio con el chico. Fray Ricardo se angustió al pensar en la posibilidad de que hubiera huido hacia la casa y estuviera en esos momentos dando aviso al yeguarizo. Azuzó a los hombres para que terminaran pronto el trabajo.
Uno de ellos vio a un precioso caballo de tonos azulados que iba suelto por un pasillo. Le colocó un cabezal y lo dejó atado a un travesaño de madera. Yago, escondido tras unas fardas, sin perderlo de vista, sintió miedo. Confiaba en que el coro de relinchos y bufidos, que iba aumentando en intensidad a medida que los amarraban unos a otros, fuera suficiente para llamar la atención de alguien en la casa, y dieran la voz de alarma. No entendía qué podían pretender con los caballos, pero imaginó que no sería nada bueno. Se ocultó con más cuidado y se rascó las doloridas muñecas agradecido de la capacidad de Azul, que en pocos bocados le había rasgado el cordaje que lo ataba.
Cuando empezaron a sacar a los caballos fuera de la cuadra, tuvo que tomar una decisión, quedarse ahí quieto o ver a dónde los iban a llevar. Asombrado de su propia determinación, decidió seguirlos. Se escurrió con sigilo hasta el centro de la manada, los caballos lo aceptaron sin relinchar ni llamar la atención y los acompañó con disimulo.
Una vez fuera, estudió el mejor momento para separarse de ellos y buscar nuevo escondite. Obedeció a su instinto cuando sus propias piernas le llevaron a ocultarse bajo un carro que estaba parado cerca de donde iban reuniendo a la veintena de animales. Se apoyó en los dos ejes y comprobó que la oscuridad de la noche le protegía, pues nadie lo vio al pasar a su lado.
Desconocía cuál sería el destino de aquel carromato o de los caballos, suspiró despacio para conseguir relajarse un poco y en ese momento vino a su recuerdo la última ocasión en que había visto a Camilo. Al recordar su desafecto cuando fue acusado en falso por la chica, y la posterior y nula atención que Camilo había puesto en él, se dio cuenta de que nadie le iba a echar demasiado de menos. Repasó la gente que había conocido a lo largo de su vida y, en realidad, antes o después todos le habían querido ver lejos.
Desde su posición podía distinguir las patas de los animales, que se movían con inquietud, y localizó las de Azul. Alguien se subió a la carreta, restalló las riendas sobre dos mulas y la puso en marcha.
—Volved a la hacienda y disimulad. Si el chico no ha dado aviso todavía, tendréis que hacer algo vos mismo. Nosotros iremos con la mayor celeridad y lejos de la ruta habitual, por si alguien nos siguiera. Pretendemos alcanzar de madrugada el puerto. Allí estará todo preparado para embarcarlos sin que nadie lo advierta…
Yago escuchó a fray Ricardo despedirse de quien acababa de hablar y tragó saliva consciente del peligro que vivía.
—Y decidle a vuestro tío que, aunque su encargo solo comprendía estos veinte caballos, los que se podrán transportar en las bodegas, cobraremos por todos los que hemos hecho desaparecer.
—Lo veré mañana, descuidad. Se lo diré —contestó fray Ricardo antes de dar media vuelta y correr hacia las viviendas de la hacienda.
Poco después, entre el traqueteo de la carreta y los rebotes de las piedras sobre su cuerpo, Yago se sintió dolorido y agotado. Habían recorrido caminos y campos, veredas y secos arroyos. Ascendieron y bajaron varias lomas con el único sonido del repiqueteo de los cascos de los veinte hermosos caballos que habían sido robados de las caballerizas de los cartujos.
Yago se sentía confuso.
Sufrió un repentino temblor en las piernas y le entró la tentación de ponerse a gritar para apagar su nerviosismo. Pero al mirar a su derecha y ver al grupo de los caballos que trotaban a su lado descubrió que iban aterrorizados. Y en ese justo momento Yago sintió algo nuevo y desconocido. Supo que lo necesitaban. Cada noche se había apretado a sus cuerpos y había conseguido la paz. Jamás habían dado muestras de incomodidad por su presencia, más bien todo lo contrario.
Por todo ello se prometió ayudarlos.
Nunca los dejaría solos; iría con ellos a donde los llevasen, aunque tuviera que olvidar para siempre al monje al que tanto había querido.
Entornos de soledad
Isla de Jamaica
Año 1536
Aquel bamboleo del barco le hacía bien a su cuerpo y a su alma; obtenía paz y compartía sus días y noches con los caballos, pero a pesar de todo, Yago echaba de menos a Camilo y tenía hambre. No era para menos, porque llevaba varios días embarcado y su único alimento había consistido en un puñado diario de granos de avena.
Había llegado a la nao de madrugada una semana antes, en una noche tan cerrada que el débil reflejo de la luna apenas conseguía abrirse paso.
Saltó de la carreta que lo había transportado desde Lomopardo, y cuando se sintió seguro corrió para ocultarse primero entre los caballos, y luego a las espaldas de unos grandes baúles que encontró en la cubierta del barco. Allí estuvo agazapado hasta que pudo bajar a la bodega, donde al parecer habían alojado a los animales. A pesar de su torpeza, y tal vez por obra de un instinto de supervivencia hasta entonces incógnito, consiguió llegar a ellos sin ser visto.