Read El jinete del silencio Online
Authors: Gonzalo Giner
La bodega de popa había sido habilitada para el transporte de los caballos. A lo largo de unas veinte varas, y sobre las cuadernas de sus paredes, pegadas unas a otras, se repartían las estructuras que les darían alojo durante el largo trayecto. El armazón principal se asemejaba a una especie de gran cajón abierto por los lados, con cuatro listones de madera verticales fijados a techo y suelo, y entre ellos dos horizontales que contribuían a soportar la estructura. Desde estos últimos, y a bastante altura, unas argollas recogían una ancha pieza de cuero en forma de hamaca que envolvía al animal por su vientre, desde el costillar a los ijares, consiguiendo una excelente sujeción. Cuando se tiraba de los extremos de aquellas argollas, los caballos se veían alzados del suelo y así se evitaba que pateasen nerviosos ante cualquier circunstancia que los excitara. El sistema se completaba con una recia cinta de cuero que reunía las cuatro extremidades por encima de los cascos, para evitar coceos y movimientos peligrosos.
Los caballos se alineaban en dos filas, con sus cabezas orientadas hacia el eje de la embarcación, para facilitar el reparto de los alimentos, y para que se sintieran más tranquilos al poder verse los unos a los otros en todo momento.
Antes de levar anclas, Yago había encontrado refugio tras una pila de sacos de avena aprovechando que los tripulantes habían abandonado la bodega después de haber dejado la carga alojada. La farragosa tarea les había llevado mucho tiempo, primero en el muelle a causa del natural rechazo de los animales a ser introducidos en el interior colgados de una grúa, y después, al tener que obligarlos a caminar por las oscuras y estrechas dependencias interiores de la embarcación.
Cuando Yago vio que cerraban los portones y que, pasado un buen rato, nadie entraba en la bodega, salió de su escondite para ver cómo estaban. Los fue saludando uno a uno, pero se detuvo más tiempo con Azul, que, ante su presencia, abrió de par en par los ojos en respuesta a la suave caricia que recibió en el cuello.
—Yago contigo… —el chico le susurró al oído.
Era tan grande la oscuridad que apenas veía a más de un palmo.
Pensó en Camilo, como no dejaba de hacer a diario desde hacía semanas, desde el suceso con aquella chica, y se sintió horriblemente apenado. Después de la excitación de las primeras horas le alcanzó un profundo agobio. Estaba embarcado sin saber a dónde iba, ni quiénes eran en realidad esos hombres. Sus referencias habían cambiado en pocas horas y eso le ponía muy nervioso. En el silencio de aquella primera noche temió haber perdido para siempre a Camilo y se sintió indefenso. Era consciente de que no estaba preparado para enfrentarse a la vida él solo.
A sus catorce años muchos chicos empezaban a trabajar y eran considerados adultos, pero él tenía la sensación de haber vivido sólo la mitad, los seis últimos años en la cartuja. Los anteriores quedaban envueltos en una nebulosa, como un negro recuerdo.
La nao, llamada Santa Hildegarda, de apenas dos años de botadura, tenía por delante una larga travesía desde Sanlúcar de Barrameda hasta la isla de Jamaica, que los indios llamaban Xamaica y los cristianos Santiago de Jamaica. De camino haría una corta escala en la isla de Lanzarote para reponer víveres en una discreta cala al sur, poco conocida para los navegantes, y para que los caballos hicieran un poco de ejercicio antes de emprender la travesía definitiva.
En su cámara principal dos hombres ultimaban los planes de su primera escala.
—¡Maldito sea ese Martín Dávalos; le dije que esta nao solo podría transportar diez caballos y al final hemos tenido que hacer sitio a veinte! —El capitán a quien todos llamaban el Tripas observaba desde el ventanal de popa la estela de espuma que dejaba la nave sobre el mar—. ¡Con el doble de carga navegaremos a menos velocidad y nos va a retrasar! —Desplegó sobre una mesa la carta de navegación que dibujaba la ruta hasta las Canarias, conocida como el mar de las yeguas—. Tardaremos en llegar a Lanzarote no menos de dieciséis días, cuando lo normal sería hacerlo en doce.
Quien escuchaba sus quejas era el contratista de la nao y verdadero promotor del viaje, Siegfried Schwarz. A pesar de las protestas, se sentía relajado y disfrutaba de una copa de vino de Jerez. Lo miró con expresión condescendiente, y se relamió los labios de pura satisfacción, no solo por los efectos del dulce licor, sino también al tantear la bolsa que colgaba de su cinturón con doscientos ducados de oro, precio que Dávalos le había pagado poco antes de partir.
—Tomaos el tiempo que necesitéis: tened en cuenta que lo importante en esta travesía es que la carga llegue sana y salva, aunque tardemos un poco más, no importa —resolvió Siegfried.
Los dos hombres sabían que, a diferencia de la mayoría de las embarcaciones que arribaban a esa isla, la finalidad de su viaje no era comercial. Transportaban azogue, un mineral también conocido como mercurio, necesario para la amalgamación de la plata, que se extraía en Almadén. El noble metal, que tanto abundaba en las Indias, se había convertido en poco tiempo en una de las principales fuentes de ingresos de las arcas reales y por ese motivo disfrutaba del patronazgo de la Corona Real.
Aunque la valiosa carga era propiedad de unos adinerados alemanes, Siegfried viajaba representando varios intereses; el de sus patronos, el que movía a los dos venticuatros de Jerez, y además el del propio César. Su encargo consistía en hacer llegar a Jamaica el mercurio que sería repartido después por las minas extractoras de plata de Nueva España. Luego, en su regreso a tierra patria, llenaría las bodegas con el noble y brillante metal para el uso que quisiera después darle el Rey.
Las ventajas del transporte en un barco azoguero eran muy importantes. No era inspeccionado por la Casa de Contratación de Indias, estaba exento del pago de impuestos, tanto a la salida como a la entrada de cualquier puerto, y el solo hecho de enarbolar la enseña real en el trinquete le daba prioridad en cualquier operación portuaria.
La Santa Hildegarda no era un barco de guerra, pero dada su valiosa carga iba armada con seis cañones de grueso calibre a estribor y otros tantos a babor, aparte de dos falconetes instalados en su proa.
Ante la suma de tantas circunstancias favorables, Martín Dávalos y Luis Espinosa habían decidido que esa nao era el mejor medio para hacer llegar los caballos a Jamaica. El precio que obtendrían por los animales en las Indias iba a ser entre quince y veinte veces el de la Península, tenían comprador, un hombre conocido y de fiar, pero sobre todo perjudicarían, o al menos retrasarían, los planes de la cartuja en su idea de criar caballos.
—¿Qué tiempo tendremos hasta las Canarias? —preguntó el alemán al Tripas.
—Malo, me temo. Esta época del año no es la mejor. Pronto entraremos en el mar de las yeguas y espero que no tengamos que dar buena fe de su nombre…
—No os entiendo. —Siegfried sorbió la última gota de un afrutado vino. No era la primera travesía que hacía a las Indias, pero sí con escala en Canarias. Él solía hacerla en Madeira.
—La navegación desde Sanlúcar hasta las Afortunadas suele hacerse a lo largo de una ruta marina que, aparte de ser la más transitada, se ha venido llamando como os digo, de las Yeguas, porque con cierta frecuencia sus aguas se embravecen de tal manera que son muchos los caballos que no lo resisten y mueren presos de terribles cólicos provocados por el mareo o por los ataques de pánico que padecen. Al morir son echados al mar y por ese motivo las aguas toman ese nombre. En alguna ocasión he podido ver hasta una docena de ellos flotando al paso de mi nao.
—Pues tratad de que eso no ocurra si queréis cobrar vuestro servicio. Lleváis dos valiosas mercancías, pero quienes han pagado el transporte de los caballos no perdonarían la pérdida de uno solo. Os aseguro que son muy poco pacientes cuando ven perjudicados sus intereses…
Los dos veinticuatros, a los que Siegfried se refería, eran viejos conocidos del Tripas. De hecho, había capitaneado en más de cinco ocasiones sus barcos, cuando todavía era legal la saca de caballos a las Indias, y una más cuando esta se había prohibido. Recordó el incidente que tuvo que superar en aquella ocasión con uno de los guardas que perseguían aquel comercio. Lo comentó con Siegfried.
Al alemán no solo le movían motivos económicos. Había entablado tal grado de amistad con Luis que incluso había dejado a su mujer en casa de los Espinosa hasta su vuelta. El jerezano insistió en invitarla con el pretexto de evitarle tantos meses de soledad en la casa del Puerto de Santa María, a lo que ella puso pocas objeciones.
—Llevamos las dos bodegas de proa hasta arriba de odres con vuestro mercurio, y la trasera atestada de caballos. Con tanta carga el barco rompe mejor las olas, pero es más vulnerable a una fuerte tormenta, y no os explico a una marejada. Si se desplazase la carga, estaríamos perdidos.
—He podido comprobar que el mercurio va bien sujeto. Los caballos lo desconozco. —Siegfried todavía no se había preocupado de verlos.
—Van amarrados y dentro de unos armazones especiales. Gracias a eso conseguimos que no desestabilicen el eje de flotación, pero llegan a destino bastante estropeados y por desgracia no siempre todos… Algunos enferman, y la poca movilidad que tienen a lo largo de la travesía enloquece a los que son más bravos.
Siegfried entendió entonces el porqué de las escalas aunque alargasen la duración del viaje. Un poco de ejercicio les ayudaría sin duda a llegar en mejores condiciones.
—Bajad a verlos cuando se haga de día. Os quedaréis sorprendidos de su calidad; algunos son verdaderamente increíbles, casi diría que ejemplares únicos.
—Lo haré, os lo aseguro. Sin mujeres a bordo, ¿qué otra belleza se puede disfrutar? —Cerró los ojos recordando una morenita que Luis Espinosa le había facilitado la semana anterior a su partida.
—Un hombre de verdad no puede vivir mucho tiempo sin mujeres, no… —El capitán soltó una carcajada y pensó en las dos esclavas nativas que esperaba embarcar en Lanzarote para que les amenizaran el camino. El alemán no lo sabía; pero seguro que la sorpresa no le iba a disgustar.
Fray Camilo no había sudado tanto en toda su vida.
La desaparición de los caballos podía suponer un serio quebranto para los planes de la cartuja, pero la de Yago hería su conciencia.
Nadie sabía nada; nadie había visto ni escuchado nada.
La realidad era que casi medio centenar de animales habían desaparecido de las caballerizas y con ellos aquel niño que dormía siempre en el establo. Los remordimientos por la fría actitud que había demostrado hacia Yago horadaban su corazón de forma dolorosa.
La misma mañana del suceso, y nada más ser informado, había organizado la primera batida. Acudieron a la llamada algo más de trescientos trabajadores de las diferentes estancias que poseía la cartuja y desde media mañana empezaron a barrer las tierras que estaban comprendidas entre la dehesa de Lomopardo y las vecinas ciudades de Jerez y Sanlúcar.
En el transcurso del primer día localizaron a más de una veintena de caballos y a algunos potros, se hicieron con la hacanea del yeguarizo y con una mula vieja. Pero del chico y de la otra veintena de caballos no se tuvo ninguna noticia, ni la menor pista.
Para ser un robo, que era lo primero que se pensó, nadie se explicaba por qué habrían abandonado entonces a un número tan elevado de caballos en las dehesas. Por eso hubo quien culpó al chico, aduciendo que tal vez bajo los efectos de uno de sus ataques había soltado los caballos y había huido en uno de ellos.
Fray Camilo se encolerizó al oír la acusación, sobre todo porque ahora estaba seguro de que Yago no era capaz de engañar, mentir y menos de robar nada. Decidió no hacer oídos a esas ni a otras conjeturas que tuvo que escuchar, se puso manos a la obra, encabezó uno de los grupos y tomó el cauce derecho del Guadalete. Rastrearon palmo a palmo la ribera, entre los juncos, en orillas y meandros, o bajo cualquier arbusto que pudiera esconder alguna señal de su paso, pero no encontraron nada.
Camilo no cejó ni un instante en aquella búsqueda. Ni la falta de resultados ni el agotamiento que empezó a acusar el resto de la gente hicieron mella en su voluntad. Una aguda presión en el pecho, reflejo de la gran angustia que padecía al sentirse responsable de la desaparición de Yago, era lo único que a veces le hacía detener el paso para tomar descanso.
Le había fallado.
Durante las dos últimas semanas no había ido a verlo como castigo a su supuesto mal hacer. Sin embargo, ahora lamentaba haber creído a la chica y no conseguía quitarse de la cabeza el hecho.
—No dejéis nada sin mirar —advertía a sus acompañantes—. El chico puede estar confuso y no responder a nuestras llamadas.
Mientras continuaba con la búsqueda, Camilo ordenaba sus ideas. Aquella desaparición había acelerado en su alma una inquietante agitación que se sumaba a la que ya venía acusando desde hacía años. En la quietud de su celda y recogido en el Señor, llevaba demasiado tiempo preguntándole qué quería de él. De una forma u otra siempre terminaba implorando su ayuda para que le mostrara qué camino debía tomar, y a la vez rezaba, rezaba para borrar de su conciencia la señal de sus dudas, para pedir perdón por el corto amor que ponía en cumplir la regla que un día había abrazado. Pero a pesar de su insistencia, no acababa de obtener ni una sola respuesta de parte de su Señor, solo silencio, un vacío que no sabía interpretar pero que estaba removiendo lo más profundo de sus creencias. Así se pasaban los días y las noches, los meses, sintiendo como las sombras de su vocación crecían y empezaban a dominarlo todo, no solo la oración y su pensamiento, también sus miedos; miedo al futuro y sobre todo miedo a la verdad. Uno de los efectos que surgieron como consecuencia del estado de turbación por el que atravesaba fue el apreciable cambio de su temperamento. Se volvió más irascible, menos flexible, y comenzó a culpar de sus males a todo y a todos, a su entorno, a la cartuja, a su infancia, y a cualquier suceso que alterase su de por sí delicado equilibrio emocional. Y fue en medio de ese estado anímico cuando presenció el altercado de Yago con la chica.
Durante las agotadoras jornadas de búsqueda por los alrededores de la cartuja, terminó dándose cuenta de que había cargado sobre las espaldas del muchacho sus propias culpas, sus propios fracasos, los problemas que afectaban a su alma. Y como consecuencia de ello empezó a pensar que quizá Yago podría ser un buen remedio a sus problemas internos. La permanente necesidad de protección, apoyo y vigilancia que el muchacho requería terminó de abrirle los ojos. De pronto descubrió que en el mundo y en la vida podían existir otras celdas donde trabajar, y no solo con madera, por ejemplo con almas, procurándoles ayuda, protección o incluso una guía para llevarlas hacia Dios.