Read El jinete del silencio Online
Authors: Gonzalo Giner
—Te quejarás… —Beltrán revolvió su brebaje con una cucharita fina de plata.
Martín se fijó en los zapatos de su hermano perfectamente abrillantados y de excelente factura. Nunca entendía de dónde sacaba el dinero para pagarse tantos lujos siendo aquella una institución pobre de solemnidad.
—Como sabes, el hospital acoge toda suerte de desvalidos, dementados y furiosos que vagan por la ciudad. A su llegada los clasifico según su peligrosidad y los pongo a trabajar de inmediato, pues es sabido que la ociosidad fomenta el vicio, los malos hábitos, y empeora su mal de cabeza. Pero aun así, con algunos es difícil saber hasta qué punto están de perdidos.
—Para lo que yo necesito, me va bien un toque de locura, pero si consiguieras mandármelos algo menos tocados…
Los dos últimos se le habían fugado después de acuchillar a un tripulante de uno de sus barcos y violar a dos mujeres que tuvieron la mala suerte de cruzarse con ellos una mala noche.
Apenas había terminado de hablar cuando se escuchó un terrorífico grito que traspasó la habitación de lado a lado, sobresaltando de tal manera a Martín que se le derramó la infusión por las piernas.
—¡Dios! ¿Pero qué ha podido ser eso…? —Su expresión de pánico contrastaba con la de Beltrán, que sorbía su bebida impasible.
—Ah, no te preocupes, se trata de uno nuevo que tiene la manía de morder a todo el que tiene cerca cuando le da el ataque…
Martín no quiso imaginarse cómo sería estar un rato a solas con aquel individuo.
Beltrán continuó:
—Creo que tengo lo que buscas. Acaban de ingresar dos tipos perfectos para ti; violentos, sanguinarios, de facciones temibles, pero obedientes siempre que se les pegue con regularidad. Te los presentaré dentro de un momento.
Martín se sintió satisfecho. Necesitaba gente de ese perfil para mantener los cobros al día en sus negocios y amedrentar a los rezagados, aunque tuviera que cambiarlos con frecuencia. Por suerte, su hermano se los proporcionaba sin coste alguno.
—También tú ganas. Reduzco de tus gastos una boca que come todos los días y además colaboro en el mantenimiento de tu institución cada año. Tampoco te quejarás…
Beltrán no solo lo hacía por ayudar a su hermano, con aquellas entregas ganaba plazas libres para recoger nuevos individuos de las calles de Sevilla por los que recibía un interesante pago de parte del corregidor.
—No lo hago. Pero eso sí, has de saber que si en algún momento tuviesen problemas con la justicia, nunca reconoceré que salieron de aquí, los tuyos no quedan registrados. ¿Quieres conocerlos ahora?
A Martín no le hacía demasiada gracia penetrar en aquel infierno, pero se resignó. Vio como su hermano cogía una fusta bastante desgastada, imaginó a qué se debía el deterioro en su cuero, y lo siguió escaleras abajo hasta un portón enrejado que separaba el mundo de los cuerdos del de los locos. Un portero reconoció a Martín de anteriores ocasiones y lo saludó con una mueca que podría recordar a una sonrisa.
Nada más atravesar aquella reja, necesitó un pañuelo para evitar el olor ácido que flotaba en el ambiente.
—Antes de tu llegada, estaba leyendo en un libro un pensamiento muy interesante sobre la realidad de estos pobres desgraciados. —Era raro no ver a Beltrán con algún tratado sobre trastornos mentales entre sus manos—. Decía así: «La sabiduría de los hombres sensatos es a veces corta de vista, mientras que los locos ven a lo lejos».
Uno de los enfermos tuvo la mala suerte de cruzarse con ellos en ese momento. Caminaba de forma extraña, como en cuclillas, arrastrando una pesada cadena cerrada al cuello. La fusta de Beltrán estalló sobre su mejilla y le abrió una larga herida, tan solo para apartarlo de su camino.
—Muy acertada la cita, si...
Martín se volvió a mirar al hombre, que había quedado encogido de dolor. Aunque aquella era una actitud característica de la familia Dávalos, estaba impresionado por la frialdad de su hermano.
—O este otro… —impostó la voz para dar más peso a sus palabras—: «El espíritu divino habita en esas cabezas que han dejado vacías los pensamientos humanos». —Agitó las manos emocionado—. ¿No te parecen unas conclusiones hermosas?
Martín Dávalos no malgastaba su tiempo en pensar ni en leer, para eso ya estaba su hermano, a quien de verdad veneraba. Elogió sus comentarios sin añadir ninguno, pues la mayoría de las veces los entendía a duras penas. El único pensamiento que atravesaba su cabeza en aquellos momentos era el temor a cruzarse con aquel interno con instintos caníbales y grito huracanado.
Se detuvieron al lado de una puerta que comunicaba el pasillo con una amplia sala circular donde Beltrán le pidió que esperara. Quedarse solo en aquellos lugares era lo que menos le podía apetecer, pero contuvo su protesta. Miró a su alrededor atento a cualquier presencia peligrosa, y en su recorrido observó a un grupo de enajenados implicados en una cruel escena. Eran cinco hombres vestidos con andrajos y en procesión circular, jugando con un sexto que se encontraba arrodillado en el centro. Los escuchó cantar en verso una canción cuyas estrofas se cerraban con un manotazo en la cabeza de la sufrida víctima central. Decidió que debían de llevar mucho tiempo así a tenor de la cara del agredido, completamente recubierta de sangre e hinchada, aunque no por ello dejaba de lucir una absurda expresión bobalicona.
Escuchó pasos a su espalda y al volverse vio llegar a un chico de unos catorce años bizco y con una amplia sonrisa. Con solo dos o tres dientes negruzcos, la cara sucia, la ropa hecha jirones y las piernas arqueadas, su apariencia era cuando menos lamentable. Le retiró la mirada para buscar otro destino algo más interesante y le atrajo un suceso inusual. Lo protagonizaban dos hombres casi esqueléticos enzarzados en una pelea. Uno tiraba del pelo al otro con todas sus ganas y a cambio recibía del primero sus sangrientos arañazos. Ambos estaban desnudos, pero con tanta suciedad encima que costaba distinguir su anatomía. Lo curioso del caso era lo bien que se lo estaban pasando si se tenían en cuenta las persistentes carcajadas.
Intranquilo y hastiado, buscó a su hermano por el pasillo. Se alegró cuando apareció en compañía de un ayudante y dos hombres encadenados.
—Estos son… —Le levantó la barbilla a uno de ellos; tenía una enigmática sonrisa y de su mirada surgió un brillo oscuro y amenazante. El otro era más fuerte, pero también estaba más ido que el primero. Le caía un reguero de baba por un labio y se notaba que su pensamiento volaba bastante lejos de aquella habitación.
—Este tiene aspecto de lerdo, ¿no? —Señaló al segundo.
—Lo parece, es cierto, pero te aseguro que luego es muy obediente…
Para demostrárselo levantó la fusta y le arreó un brutal latigazo en una oreja. El hombre se tapó con la mano sin oponer más resistencia que esa. Curiosamente, tampoco había en su mirada la menor señal de odio.
—Si le das fuerte todas las mañanas, tal y como me has visto hacer, creerás que te has llevado un corderito.
—De acuerdo, me quedo con los dos. —Tanteó su musculatura y constató la buena condición física que tenían—. Cambiando de tema, hace pocos días estuve con tu hijo Ricardo en el convento de la cartuja y para tu tranquilidad está bien. Y metidos en familia, no sabes que la mayor de tus sobrinas se nos va a casar muy pronto, de aquí a… —De forma inesperada recibió un fuerte golpe en la espalda que lo derribó entre las risotadas de los locos que se encontraban cerca. El responsable de la agresión tenía el pelo enmarañado, una nariz aguileña y la boca llena de babas, risa histriónica y un fétido aliento. En el hospital se le temía por su extraña afición a coleccionar ojos. Por suerte, uno de los ayudantes del director evitó que añadiese los de Martín a su colección. Se lo quitó de encima a tiempo y luego le propinó una formidable paliza a la que se sumó el propio director.
—Llévatelo al agujero seco y haz que pase allí las tres próximas semanas.
Al pasar cerca de Beltrán, el apaleado recibió un último bofetón que le rompió el labio.
—Perdona el descuido, Martín. ¿Qué me decías de una boda?
En el cortijo de Lomopardo Yago descubrió que los caballos no solo se habían convertido en una grata sorpresa para su vida, además le relajaban de una manera sorprendente.
Desde su llegada apenas había salido de las caballerizas y por eso conocía a los quince animales amarrados hasta en el menor detalle.
Adoraba cepillarlos.
Lo hacía sin descanso, durante horas y horas, hasta bien entrada la noche, sobre todo desde que aquella familia que se había hecho cargo de él desistió de intentar convencerlo para que durmiera en la casa con el resto de sus hijos.
Él quería vivir, comer, trabajar y dormir en el establo para no separarse de aquellos animales.
En ellos encontró una forma de relajarse que desde entonces puso en práctica cada noche. El hecho tuvo lugar de manera fortuita, cuando en una de sus primeras noches se quedó atrapado entre el cuerpo de un semental de capa negra y la barrera que lo separaba del vecino. El animal se agitó inquieto al oír un ruido desconocido y lo aprisionó más aún. Yago, sin apenas poder respirar, tuvo una sensación tan placentera que no hizo nada para liberarse. Acarició suavemente la grupa del animal y a continuación decidió meter también los brazos entre su cuerpo y el del caballo. La presión que ejercían sobre él le tranquilizaba de tal manera que hasta vio desaparecer el permanente estado de ansiedad que de siempre padecía.
Se sentía otro.
A partir de ese momento, cada noche, se hacía un hueco entre ellos, y al refugio de sus cuerpos, comenzó a plantearse algunas preguntas, y a reflexionar sobre todo aquello que le hacía diferente a los demás.
Aunque nadie consiguió entender cuál era la causa de aquel extraño comportamiento, Juan, el yeguarizo de Lomopardo, al escuchar las risas de Yago y ver la expresión de paz que se instalaba en su rostro, común al de cualquier otro niño, empezó a amarrar cada noche dos potros para ofrecerle la estrechez que tanto le beneficiaba.
Dos semanas después de su llegada, Juan lo convenció para ir a una zona de la dehesa donde estaban los potros recién nacidos. La idea le entusiasmó. Aceleró los trabajos rutinarios en la cuadra, repartió el heno por las pesebreras y limpió los abrevaderos a toda velocidad.
Coincidiendo con la noticia entraron en el establo dos de los tres hijos, los de edades más cercanas a la suya. Yago se puso nervioso.
Rechazaba su cercanía porque le costaba entender qué querían de él y tampoco captaba las reglas de sus juegos. El más pequeño, de pelo rubio como su madre y con la cabeza llena de rizos, corrió hasta donde estaba Yago y, tironeándole de la camisola, le mostró dónde había caído una pequeña rueda de madera que había hecho rodar para que se la devolviera. Desconcertado por la rapidez de sus palabras, no supo qué hacer y le respondió con un agudo alarido.
—¿Ve como es muy raro, padre? —El chico se separó asustado en busca de los brazos de su progenitor.
—Fray Camilo me pidió que tuviera mucha paciencia con él. Debéis ser más comprensivos y esperar; quizá llegue un día en que se acerque a jugar con vosotros.
Juan era un hombre de bien, justo, responsable con su trabajo. En el entorno de la cartuja nadie hablaba mal de él, su ecuanimidad era harto conocida y su honradez estaba fuera de toda duda. Pero entre todas sus virtudes, era su buen ojo lo que más había justificado su posición. Elegía mejor que nadie qué semental era el más adecuado para cada yegua, sabía de encastados, de las variedades dentro de una misma raza, y gracias a haber visto en su vida a muchos animales, pero sobre todo por saber mirarlos bien, había llegado a la conclusión de que era mejor renovar con acierto las sangres que no cruzar entre sí animales una y otra vez, aunque fueran de excelente calidad, como había tenido que hacer hasta ahora.
Por ese motivo, entre todos los empleados de la cartuja tal vez fuese el que más ansiaba ver en sus cuadras a los nuevos caballos que se iban a traer desde Córdoba.
Subió a sus dos hijos y a Yago en la carreta donde también transportaba grano y una farda de paja. Restalló las riendas en la grupa de una vieja mula y dirigió su paso hacia la casa para recoger a su mujer, María. Antes de la dehesa donde pastaban las yeguas bordearían la cerca de la hacienda de los Dávalos, donde su esposa trabajaba, como encargo, en la confección de un complejo brocado. La hija mayor de aquellos nobles se iba a casar pronto y María tenía unas manos de oro para esa difícil costura. De la misma familia Dávalos era la chica que su hijo mayor cortejaba en secreto. Se conocían desde muy niños y al llegar a la adolescencia los juegos y las bromas dieron paso a un amor prohibido.
—¿Querrás que te deje en la puerta de la hacienda?
—No, párame cerca del linde. Ah, y tampoco vengas a recogerme; ayer me dijeron que lo harían ellos.
La misma conversación se repetía desde hacía un mes, exactamente desde que le había llegado el encargo de trabajar sobre un corpiño que formaría parte del vestido de boda de la chica, bordando con hilos de plata y oro un conjunto floral ideado por la novia. Se volvió desde el pescante para ver qué hacían sus hijos, y sobre todo Yago. Le pareció que iba tranquilo, a pesar de llevar la cara escondida entre las piernas.
—¿Cuándo vuelve fray Camilo? ¿Crees que nos lo dejará después? —habló María en voz baja.
Su marido se encogió de hombros, lanzó las riendas sobre el lomo de la mula y tomó dirección este para vadear el río primero y atravesarlo más adelante por el puente.
Una vez dejó a su mujer a la vera del camino, cambió de rumbo para buscar el emplazamiento de las yeguas. Al localizarlas cerca de la orilla dirigió el carro lo más cerca que pudo antes de que sus ruedas se hundieran en los barrizales, y allí tiró de freno. Descendió y ayudó a los tres niños a bajar, en el caso de Yago con alguna que otra protesta al sentir sus manos sobre él. Se echó al hombro el saco de avena y buscó una pila de piedra donde vaciarlo. Al reclamo del alimento se acercaron una docena de yeguas con sus crías.
Yago miraba de reojo a los otros niños preocupado por verse implicado en sus juegos, hasta que sintió algo que le mordisqueaba por la espalda. Con cierta prevención se dio la vuelta y se encontró frente a un potrillo que debía de tener menos de una semana de vida.
Sus ojos se abrieron de par en par. Estiró la mano para tocarle su morrillo, pero el animal se separó asustado. A una prudente distancia el potro trató de adivinar sus intenciones y tal vez lo hizo porque, sin pasar ni un minuto, había vuelto hasta él más confiado. Buscó sus calzas y las mordisqueó, lo olfateó de arriba abajo y relinchó a su manera, a la espera de recibir su mano en una caricia.