Read El jinete del silencio Online
Authors: Gonzalo Giner
Fabián era un hombre de altura media pero constitución fuerte, ojos profundos y oscuros, de cabellera entre castaña a rubia, nariz recta y pómulos marcados. Persona moderada en el trato, vivía con modestia y vestía sin pomposidad, aunque siempre cuidaba que su aspecto no desmereciera su cargo. Como guarda de la Saca de Cosas Vedadas, y a las órdenes del alcalde de la Saca, desempeñaba su trabajo desde los puertos, pero sus hombres podían infiltrarse en cualquier punto de la ciudad; en una taberna cuando escuchaban una conversación sospechosa, o siguiendo a determinados personajes que solían frecuentar aquellas malas costumbres, o a veces en las juderías donde se comerciaba de todo, o en la misma Alhóndiga, la institución donde en realidad se regulaba la compra y venta del preciado cereal, cuya posesión era vital para las ciudades.
Cuando conseguían neutralizar un envío como aquel de la nao Fortuna, el barco pasaba a formar parte del patrimonio real, dos terceras partes de su contenido iban a costear los gastos de la institución de la Saca, y una tercera para los magistrados que juzgarían el caso.
En cada una de sus intervenciones Fabián sabía que había en juego mucho dinero. Por eso, en este caso había tenido que poner especiales cuidados cuando supo que aquella nao no pertenecía a cualquiera; la Fortuna era propiedad de la noble casa de los Martín Dávalos, un caballero veinticuatro de la ciudad de Jerez del que sospechaba desde hacía años, como también de su íntimo amigo don Luis Espinosa.
—¡Abrid, maldita sea! —gritó Fabián.
Cuatro de sus hombres trataban de levantar la escotilla que daba acceso a la bodega de proa, frente a la fuerte resistencia que oponían sus tripulantes desde el interior, dos plantas por debajo de cubierta.
—No sin un permiso en regla —contestó quien debía actuar de capitán.
—Os habla el guarda de la Saca y tengo autoridad suficiente para entrar.
Como respuesta solo se escuchó una gruesa blasfemia desde dentro. A una señal de Fabián, sus hombres lo siguieron hasta pisar de nuevo el puente. En el muelle, un grupo de curiosos observaba lo que hacían.
Buscaron en el combés de la cubierta la boca por donde se bajaba la mercancía a las dependencias inferiores, y se descolgaron por una gruesa maroma sirviéndose de un pescante, lo que provocó los aplausos del público allí reunido.
Cuando pusieron pie sobre la tercera plataforma, desenfundaron los sables antes de dirigirse a los compartimentos de proa, con idea de encontrar otra entrada a la bodega por debajo de donde se habían hecho fuertes los tripulantes. Escucharon voces y pasos por encima de sus cabezas, pero también un contundente golpe de costado. Notaron movimiento, y eso solo podía significar que el barco había soltado amarras. Alguien pretendía hacerse a la mar donde la institución de la Saca perdía su jurisdicción, pero sobre todo donde no habría ojos que pudieran dar fe de lo que allí sucediera.
—Poneos en guardia y no tengáis cuidado con nadie. Esto se va a poner muy feo. —Fabián adelantó la hoja azulada de su sable y empuñó en la otra mano una daga turca para proteger su costado.
—Por fin un poco de acción, señor —intervino Tomás, uno de sus colaboradores, con expresión satisfecha.
Le doblaba en peso y casi en estatura. Su arma más poderosa eran sus puños, con ellos era capaz de abrirle la cabeza a cualquiera. El otro que iba con Fabián, a su espalda, no era tan rudo pero estaba medio loco. De nombre Cosme, era rápido con el cuchillo, y su especialidad consistía en acertar a su enemigo en un ángulo mortal entre el cuello y el tórax, donde sabía que de un solo golpe cortaba vena, garganta y tráquea. Y lo hacía cantando una canción, siempre la misma canción, que hablaba de amores prohibidos entre una noble y su sirviente.
A pesar de estar bien entrenados para la lucha, no sabían con cuántos marineros tendrían que enfrentarse y ellos solo eran cinco. Atravesaron dos portones sin cruzarse con nadie y a punto de llegar al acceso de la gran bodega, de un recodo salió un hombre de poca estatura y pelo enmarañado, espada en mano, que fue hacia Fabián.
Esquivó este la primera intentona y consiguió responderle con un pinchazo en la pierna, no muy profundo, pero lo suficiente para que el atacante perdiera la concentración y recibiera en un ojo el retorcido acero de la daga turca. Cayó al suelo entre alaridos, aunque de inmediato fueron acallados por la mano eficaz de Tomás, que lo ahogó sin piedad.
Al entrar en la bodega vieron una enorme despensa de sacos, seguramente llenos de trigo, pero no se habían imaginado la otra parte de la carga; veinte caballos, amarrados a las paredes, muy nerviosos, y en un asfixiante ambiente.
—Este barco no tenía permiso para sacar caballos. —Fabián palmeó el lomo de una yegua castaña de hermosa estampa que corcoveó nerviosa y despertó un coro de relinchos—. Sin duda este es el mejor negocio de todos; la saca de caballos para las Indias. Cada uno de ellos puede valer allí más de cincuenta mil maravedíes. ¡Vaya con el noble Martín Dávalos!
Allí había potrancas, sobre todo yeguas y algún caballo de buena casta, todos de la mejor raza.
Escucharon un murmullo de voces que se acercaban hacia ellos.
—Señor, deberíamos salir de aquí; esta bodega puede convertirse en una ratonera... —Tomás estudió el recinto y comprobó la existencia de una segunda puerta en otra esquina.
—Tienes razón, pero dejadme un momento más para ver si encuentro algo que nos ayude a saber quién puede estar detrás de este turbio negocio.
Buscó en las ancas de una hermosa yegua la marca de su hierro, pero alguien la había quemado y la hinchazón la ocultaba. Hizo lo mismo con dos potrancas sin éxito; estaban todas borradas. Los demás animales no le dieron mejores pistas hasta que al acercarse a un macho adulto descubrió los bordes de un escudo en cuyo centro, a pesar de la aguda inflamación, podía distinguir una curva y tal vez una letra. No lo reconoció al no estar familiarizado con los hierros de las ganaderías de Jerez, pero lo memorizó para investigarlo.
—Ya llegan, señor. Hemos de irnos. —Cosme tensó los músculos ante la inmediata entrada de los hombres.
Fabián corrió hacia la puerta y la atravesaron con el eco de las primeras pisadas a sus espaldas. Sin haber terminado de recorrer un largo pasillo que no sabían a dónde les llevaba, vieron aparecer a dos tripulantes armados con sendas espadas.
Tomás corría el primero buscando una salida a cubierta donde poder enfrentarse, si era necesario, con menos estrecheces. Lo peor que les podía pasar era ver bloqueado su paso y quedarse en medio, como así ocurrió. Por una escalera bajaban tres hombres dando gritos. Tomás no lo dudó y se abalanzó sobre ellos. Su enorme presencia física superó rápidamente la de aquellos otros, que, con gran sorpresa, fueron derribados antes de oponer resistencia. Los tres guardas pasaron por encima sin perder la oportunidad de rebanarles el pescuezo a dos de los atacantes. El tercero sujetó la pierna de Cosme, pero este, en un instante, le clavó en la base del cuello el acero que le daba fama, y el hombre se ahogó con su propia sangre.
Ya en cubierta, Fabián comprobó que el velamen estaba desplegado y la nao tomaba rumbo hacia la desembocadura del río. En el puente estaba el timonel y un individuo de barba recia y nariz prominente que le resultó familiar. Por el castillo de proa vio aparecer a sus otros dos hombres, y en unos instantes, desde el resto de la cubierta, a medio centenar de perseguidores que los rodearon en unos segundos. Luchar contra toda aquella gente era una tarea imposible, lo que significó que tan solo tenían una alternativa.
Con un expresivo gesto Fabián señaló a su grupo qué debían hacer.
La única salida para no verse trinchados por tanta espada era tomar la borda, y sin perder un segundo, como un solo hombre se tiraron al mar y nadaron con determinación para alejarse pronto de la nao. Desde ella, su capitán se despedía de Fabián agitando el sombrero en reverencia.
—¡Créeme que te encontraré! —Entre nubes de espuma y mecido por el oleaje que producía la unión del río con el mar, el fracasado guarda le gritó tras haberlo reconocido—: Yo nunca olvido...
El sacerdote era experto en demonios.
O eso era lo que le habían dicho a Aurelia cuando se decidió a pedir ayuda a su confesor.
—Si el padre Tielmo no es capaz de solucionar tu problema, nadie lo hará; es el mejor.
Aquellas fueron las palabras que terminaron de animarla para emprender la definitiva curación de su sobrino Yago. Lo había intentado todo, hasta casi darse por vencida. No podía pegarle más, ni más fuerte. Lo castigaba sin comer cuando le daban aquellas rabietas y terminaba muchas veces atándolo a una viga de madera, o a una argolla en la pared del sótano, o a cualquier columna de la casa.
La existencia de Yago había conseguido hacer de su vida un auténtico desastre, y cada día que pasaba parecía empeorar. La realidad en el transcurrir de cada jornada, de cada noche y de cada año se podía resumir en una sola idea; aquel niño le hacía daño, mucho daño, incluso en lo más profundo de su alma, pues el odio que sentía hacia él había crecido tanto que ya no le cabía más.
Por eso, la posibilidad de que un hombre de Dios pudiera expulsar al demonio que sin duda habitaba en Yago le abrió nuevas esperanzas.
—Pase, pase a esta humilde morada. —Aurelia se tapó el pelo con un pañuelo y abrió la puerta de la vinatería.
El sacerdote respondió con una sonrisa cordial. Su expresión beatífica y dulce no era la esperable en un hombre cuya tarea consistía en expulsar al mismísimo Satanás.
En el momento en que entraron, Yago jugaba tranquilo con unas piedras de colores perfectamente alineadas. Las miraba agachado y con la cabeza ladeada.
—Parece pacífico... —El padre Tielmo se acercó al niño y fue a acariciar su pelo.
—¡No lo haga! —le advirtió Aurelia—. Suele reaccionar mal.
El hombre se separó del muchacho y pensó que el rechazo hacia un sacerdote podría ser una clara señal de posesión. Su tarea inicial consistía en buscar pruebas que le ayudaran a discernir si el caso era de su competencia, o se podía tratar de otro problema. Sin pronunciar una palabra se aflojó el cordaje y se sacó el hábito. Bajo aquel paño oscuro apareció otro de color púrpura, el de los exorcismos.
—¿Alguna vez ha hablado en lenguas extrañas, o blasfema sin parar? —Se santiguó varias veces y esperó a que Yago levantara la vista.
Aurelia enumeró las pocas palabras que sabía decir y comentó su tendencia a comunicarse con gruñidos u otros sonidos extraños, aparte de repetir sin ningún sentido casi todo lo que se le decía.
—Entiendo... —respondió con aire de seguridad.
Yago levantó la cabeza del suelo y miró fugazmente al hombre sin demostrar por él ningún interés. Pero el padre Tielmo aprovechó la circunstancia para sujetarle por la barbilla y dirigirse a él con voz firme y autoritaria.
—¿Cuántos sois, y cómo os llamáis?
El niño rechazó el contacto de un manotazo y empezó a ponerse nervioso; apoyado sobre las rodillas, balanceó su cuerpo con una extraña cadencia.
—Su agitación llega a hacerse continua... —murmuró el hombre con una voz apenas audible a la vez que lo rodeaba—, y se muestra turbado ante mi presencia...
Aurelia se frotaba las manos con el vestido de forma obsesiva. Estudiaba cada gesto, cada palabra del religioso, con la esperanza de poner fin a su angustiosa situación.
—¿Cómo lo ve? —preguntó la tía en voz baja con ánimo de no molestar.
El sacerdote respondió con una mirada seca y le recomendó que tuviera paciencia, pues aquello no había hecho más que empezar.
Desde el mediodía hasta el anochecer la mujer tuvo que responder a una interminable sucesión de preguntas sobre lo que creía que el niño sentía, veía o pensaba, ya que Yago no abría la boca. Negó que tuviera escozores que le subiesen desde los pies hasta la cabeza, hormigueos bajo la piel, ampollas en la lengua o escalofríos por espalda, riñones y brazos. El sacerdote, al ver que las señales típicas de los posesos no se manifestaban en el niño, se interesó en otros asuntos cada vez más extraños que consiguieron aumentar el nerviosismo de Aurelia.
Le preguntó si cantaba o si sabía música sin haberla aprendido, y también si padecía alguna tendencia hacia el suicidio.
—¿Le han dado súbitos ataques de terror, o se queda ciego o sordo de repente, o parece como lunático?
Al sumar las negativas de la mujer con la poca consistencia de los signos que Yago exteriorizaba, el padre Tielmo creyó que lo mejor sería llevarlo a un templo donde repetir algunas de aquellas pruebas, pero en tierra sagrada. Allí podría comprobar cuántas señales de las cuarenta y siete explicadas en los manuales sobre exorcismo se manifestaban en el chico.
—Hija mía, no veo con claridad qué tiene el niño. Algunas de las cosas que le pasan podrían parecerse a una dominación diabólica, pero otras no, y siendo así... —Le hizo la señal de la cruz en la frente, a lo cual Yago protestó con un agudo gruñido—. ¿Veis? Rechaza la acción de Dios, pero cuando he buscado su mirada, siendo huidiza, no veo reflejo alguno de presencia maligna. Por eso, no me quiero definir todavía, la verdad. De momento creo que su caso no es de demonios...
Aurelia lo escuchó agotada, con una tensión que a esas horas atenazaba su cuerpo, pero le pareció inadmisible su posición, más aún cuando vio su intención de irse.
—Un momento. ¡Parad! —Le sujetó del brazo—. ¿No le vais a hacer ni siquiera un exorcismo? Si supierais qué significa estar con este monstruo a diario... No tenéis ni idea del sufrimiento que padezco al soportar sus constantes ataques y sus manías de hacer ruidos, siempre los mismos ruidos, horas y horas seguidas... A mí no me hacen falta más pruebas; Satanás vive dentro de él y la evidencia es que convierte en un infierno todo lo que le rodea.
El padre Tielmo la escuchó lleno de piedad, pero le expuso cuál era la posición de la Iglesia en aquellas situaciones, cuando la posesión no estaba del todo clara.
—Llevadlo a misa este próximo domingo, antes de la celebración probaré otras cosas. —Le acarició la cabeza y esta vez Yago no lo rechazó, sino que se quedó quieto.
—Estos males se curan con ayuno y oración, invocando a la Virgen María y a Jesús, y desde luego no le vendría nada mal un poco de agua bendita a diario. Traedme un búcaro y os la dejaré preparada. Echadla con frecuencia sobre su cabeza y rezad mientras lo hacéis.