Read El jinete del silencio Online
Authors: Gonzalo Giner
Ella se sintió mareada.
Dejó caer su cuerpo sobre una silla y tomó con ansiedad un abanico para aliviar su acaloramiento. Se sentía desgarrada, como si acabara de clavarle un puñal en medio del corazón. Aquello no podía estar pasándole de verdad, pensaba, pero Luis seguía hablando.
—Para tu suerte, no tendrás que verme mucho más por aquí, estate tranquila. Hoy mismo abandonaré la casa, y en un par de días saldré de viaje con idea de vivir en otro lugar, tal vez sea en Viena, no lo sé aún…
Abrió la puerta del dormitorio y mandó que entrara un paje para ayudarle con la casaca. El mozo se la apretó desde la espalda.
—Todo esto es absurdo. ¿Me puedes explicar qué ha pasado en Jamaica? Imagino que detrás de tu decisión hay otra mujer, seguro…
—No, no se trata de eso —le mintió en parte—. Te lo he dicho: lo hago porque quiero tener descendencia. Tantos esfuerzos emprendidos en estos años, y el legado que quiero dejar en un futuro ha de recaer en alguien, en un hijo. Por desgracia, tú me has demostrado ser como la tierra seca, baldía, incapaz de darme lo que quiero. Eso es ni más ni menos lo que anhelo, y no pienso morirme sin haber tenido quien me suceda.
—Si me abandonas perderás casi todos los negocios; los caballos, la bodega, las tierras, todo lo que hemos visto crecer juntos, ¿lo asumes?
Luis la miró con desdén.
—A lo único que no renuncio es a los caballos. Su casta la he creado yo y me los quedo. Con lo demás sé que saldrás bien airada y seguro que no necesitarás de mí. La verdad es que no me preocupa en absoluto —sentenció con frialdad.
Se dio media vuelta, dio órdenes a su paje para que le preparara un baúl con su ropa y otros enseres que fue enumerando. Laura, a pesar de no terminar de salir de su asombro, vista su descarada actitud y una vez superada la sorpresa inicial y su inacción posterior, se pasó al bando contrario. Le asqueó su actitud. Y deseó verlo fuera de su vida de inmediato, sin soportar una humillación más, harta de sentirse ninguneada.
—Querías irte, ¿no? Pues ahora soy yo la que te lo exijo; lárgate de esta casa para siempre. No quiero volver a verte en mi vida. ¿Lo entiendes? —Levantó la barbilla en un gesto altivo, tratando de recuperar una cierta dignidad.
Luis, más que satisfecho, abandonó el dormitorio con un portazo. Acababa de solucionar uno de sus mayores problemas y sin encontrar demasiadas dificultades. Ya podía pedir a su procurador que iniciara el papeleo necesario para conseguir su libertad matrimonial, y así, una vez en Génova, poder empezar a ganarse el corazón y los deliciosos favores de Christine de Habsburgo.
Antes de abandonar la hacienda ordenó ensillar a su mejor caballo y tomó camino a las oficinas del Pósito.
Poco después, en las puertas de aquella institución, y una vez había dejado su caballo al cargo de una pareja de jovencillos, sacó cincuenta maravedíes y los repartió entre un grupo de desamparados que parecían estar muy necesitados. Había quien lo tachaba de egoísta o ambicioso en exceso, pero no podía evitarlo, en el fondo le agradaba ser caritativo. Aquellos menesterosos y desahuciados, gente sin nada que llevarse a la boca, por algún curioso motivo provocaban en él una peculiar sensación de disfrute. Solía repartir las monedas que tuviese encima, sin miramiento alguno, fuesen las que fuesen, pero era de reconocer que al hacerlo sentía una grata respuesta al notar el dominio sobre ellos. El acto en sí era como expresar de forma evidente quién era superior a quién. Y en ese sentido Luis Espinosa se sentía muy bien, poderoso, mucho mejor que cualquier otro de los muchos que se cruzaban a diario con él. Y nada podía cambiar que esa fuera su verdad.
El tintineo del cobre al chocar contra las manos de una de las menesterosas consiguió atraer la errática mirada de otro de los humildes, cuyos ojos azules le recordaron de repente a los de aquel otro chico que conoció y se le escapó en Jamaica.
Lo miró de reojo antes de atravesar las puertas del Pósito y buscó las escaleras para subir a los despachos donde encontraría a Tarsicio. Su idea no era más que tener una breve conversación aclaratoria, sobre todo para conocer el alcance de sus indiscreciones, y abandonar después sus oficinas para que esa misma noche alguno de los hombres de Martín Dávalos le diera solución. Pensó en Sandro, un loco verdaderamente sanguinario, rápido y muy discreto en sus crímenes; llegó a la conclusión de que era el más indicado. En cuanto saliera de las oficinas, sabía dónde podía encontrarlo.
Apenas estuvo diez minutos con Tarsicio, no necesitó más.
En cuanto Luis constató la tensión de su expresión, el temblor de sus manos, el revelador sudor que le recorría la cara y el cúmulo de nerviosas negativas, supo todo lo que necesitaba.
Salió del Pósito a media tarde, consciente de que la sentencia estaba dictada.
Tarsicio se derrumbó sobre su silla, imaginándose cuál sería su inevitable desenlace. Tomó papel limpio, una pluma, el tintero bien lleno y se decidió a escribir. El destinatario de aquella carta iba a ser aquel guarda de la Saca, Fabián Mandrago, el único que tenía suficiente valor e inteligencia para poner en prisión a aquellos hombres. Pensó en llevársela hasta la cartuja de la Defensión, con el encargo de que se la dieran en mano. No sabía por dónde andaría, o cuándo volvería de Jamaica, pero creyó que no había otro lugar mejor que aquel para guardarla de otros ojos indiscretos. Además, sospechaba que más tarde o más temprano retornaría a Jerez con un monje de la cartuja con el que había viajado, según se había sabido por entonces.
Dejó atrás la oficina enfundado en una capa, sin embargo, notó que alguien le seguía. Miró repetidas veces a sus espaldas, pero no consiguió ver quién era. Preso de temor, cambió los planes y se decidió por la iglesia de Nuestra Señora de la O. Conocía bien a su párroco, aprovecharía para limpiar su alma en confesión, y le dejaría en encargo que llevase ese mensaje a la cartuja.
Sin embargo, la carta fue recuperada poco tiempo después del mismo bolsillo del párroco, quien amaneció con el cuello abierto a la mañana siguiente, cuando una feligresa acudió a la primera misa.
Esa misma noche, también en las proximidades de aquel templo, a Tarsicio le llegó la muerte, eso sí, en gracia de Dios, pues fue después de haber recibido la absolución.
Beltrán Dávalos miró a Yago de arriba abajo, le asestó dos fuertes palmadas en la nuca para ver si así se arrancaba a hablar, pero tampoco lo consiguió.
El chico estaba en la calle, pidiendo limosna.
Se había fijado en él al detectar una sospechosa y huidiza mirada, su aislamiento del resto de los mendigos, y sobre todo por su peculiar postura de encogimiento y gestos extrañamente repetitivos. Estaba muy acostumbrado a ver locos y ese lo estaba. Como poseía una constitución fuerte, le pareció ideal para su hermano Martín.
La captura de indigentes en Sevilla era una tarea encargada por el propio consistorio al Hospital de Locos e Inocentes, que pretendía ver la ciudad libre de esos enfermos. Para tales objetivos, Beltrán disponía de dos hombres que recorrían a diario las calles hasta dar con aquellos individuos que pudieran coincidir con esos perfiles y serles además útiles.
De esa manera el hospital hacía un bien a la comunidad, y esta contribuía a su financiación.
Aquella mañana y de forma excepcional, también había salido su director para tratar de cubrir un nuevo y urgente encargo de su hermano, quien le requería diez esbirros sin reparar en el precio.
—¿De dónde ha salido este joven? —Beltrán preguntó a quien parecía estar al cuidado de esos muchachos sentados a las puertas de la catedral de Sevilla. Al acercarse al individuo le sonó la cara—. Me parece que os he visto en otras ocasiones. ¿Sabéis quién soy?
—Claro que lo sabemos. ¿Qué queréis de él? —Un desgarbado individuo de nariz gruesa y ojos hundidos, ceja prominente y única, se acercó demasiado a Beltrán, quien rechazó su excesiva proximidad empujándolo.
—¿Lo vendéis?
—Sí, por cien ducados.
Beltrán Dávalos se rio a carcajadas.
—¿Tal vez quisisteis decir cien maravedíes?
—No os riais, el chico en una sola semana nos hace ganar veinte… —Se rascó la cabeza después de quitarse su sucia gorra de color indefinido.
—Si es tan bueno, quedáoslo vosotros… —Beltrán se dio media vuelta sin regatear, y tampoco se volvió cuando el hombre le propuso negociarlo.
—Por diez ducados os lo damos, vale.
—No lo quiero. No sé cómo os atrevéis a pujar tan alto cuando el chico tiene pinta de no tener demasiadas luces. —Yago andaba a cuclillas detrás de una paloma y se había quedado muy quieto observándola con la cabeza pegada al suelo—. ¿O no veis lo mismo que yo?
El comerciante adoptó un gesto inflexible convencido de que conseguiría el precio pedido.
Beltrán le dio motivos para pensar lo contrario porque ni se despidió de él cuando dio media vuelta y se fue. Pero, eso sí, se quedó con la cara del muchacho como también hicieron sus dos guardianes, quienes bajo sus órdenes tratarían de hacerse con el chico esa misma noche, cuando sus propietarios estuviesen dormidos. Lo habían hecho más de una docena de veces y nunca les había ido mal.
—¡Esperad! —A una señal del individuo, otro de peor aspecto separó a Yago del resto de los chicos a los que estaba encadenado, y tiró de la argolla que lo aprisionaba por el cuello, haciéndole ir a buena marcha para alcanzar a Beltrán. Yago miraba de reojo, asustado. Otra cadena, de menor grosor, unía sus tobillos por dos armellas. Tanto hierro no le permitía dar pasos demasiado largos, y como iba todo el tiempo forzado a correr, tenía que ir dando unos ridículos saltitos, lo que producía la mofa de los que se cruzaban con él. Uno hasta le puso la zancadilla y consiguió que Yago se derrumbara.
A base de tirones, ahogos y trompicones, alcanzaron al hombre que se había interesado por él y sin reparos se plantaron delante de él.
—¿Cinco ducados?
Beltrán lo miró sorprendido por su insistencia. Valoró la ventaja de llevarse al muchacho en ese momento, lo que evitaría tener que ir a por él de noche con las consiguientes complicaciones y el riesgo de que alguien lo relacionara con la institución.
Se fijó de nuevo en Yago.
Tenía una mirada extraña, pero sus piernas eran musculosas y su pecho, ancho. Aquel muchacho disfrutaba de las suficientes cualidades para que valiera más de cincuenta ducados, y él sabía que su hermano se los daría si se los pedía. Cincuenta ganados por cinco gastados, pensó que no era mal negocio.
—Pasadme la cadena, me lo llevo. —Cuando la tuvo en su mano tiró fuerte de él y lo miró con gesto triunfante. Se dirigió a uno de sus acompañantes—: Pagadles tres ducados y no se hable más.
El hombrecillo refunfuñó, lo maldijo, pero se fue con sus monedas de vuelta a la catedral.
—Muchacho. —Yago giró un momento la cabeza y lo observó—. Haré de ti un hombre, ya lo verás…
* * *
En el amplio salón de su palacete, Martín Dávalos y Luis Espinosa iban a cambiar impresiones después de tres meses sin verse. Pondrían sus negocios y actividades al día, pero Luis se reservaba para el final algo que lo cambiaría todo, algo que podría aumentar la tensión entre ellos hasta romper su actual sociedad.
A Martín le asombró la aparición del guarda de la Saca en tan lejanas tierras y asumió que la solución que le había dado a Tarsicio, más que probable delator, había sido la más acertada. De hecho, él mismo había elegido al hombre adecuado para llevarla a cabo.
—Acerca de nuestro principal objetivo, el viaje no ha podido resultar mejor… —Luis cambió de tema preparándose para abordar una incómoda postura.
—Supongo que nuestro hombre te ha facilitado la información del oro, fechas, paradas del convoy y el resto de los detalles necesarios para el buen éxito de nuestro plan. ¿Ha salido todo como pensábamos? —A la vez que hablaba, Martín le estaba sirviendo una copa de un licor excesivamente afrutado en opinión de Luis, quien a pesar de haber escuchado la pregunta no contestó.
Martín miró a Luis confuso pero siguió hablando.
—Para esa primera expedición, ¿te comentó el número de galeones que la protegerán? —Chocó la copa con la de su socio—. Si supieras las ganas que tengo de saber cuántas serán las onzas de oro que sin remedio caerán en nuestras manos… —Se rio con estrépito.
Sin embargo, Luis seguía callado o casi…
—Claro, claro —fue lo único que se le escuchó decir.
Martín no acababa de entender la actitud de su socio. La operación que pretendían poner en marcha era la más compleja y peligrosa de las que habían abordado, donde la intervención de unos corsarios con los que había negociado Luis sería una de las más importantes claves para su éxito. De salir bien, ganarían una descomunal fortuna. Luis la había ideado, organizado, preparado con todo cuidado y mimo antes de ir a Jamaica, pero lo que no sabía Martín es que lo que hablaron por entonces había cambiado por completo. Luis iba a hacerlo solo.
—¿Y cuál será el puerto de escala? —insistió Martín Dávalos—. ¿En esa pequeña isla al sur de Cerdeña, Sant Antioco?
Luis suspiró y miró a un punto indeterminado del techo del salón ante la desesperación de Martín, quien ya no podía entender qué estaba pasando.
—¿Y para cuándo tienes previsto lo de los banqueros? —probó por última vez, pero Luis tampoco le contestó a esa pregunta, aunque sí se decidió a hablar.
—Hoy he terminado con Laura… Voy a pedir la nulidad, y como no quiero que alguien piense que necesito su dinero, he renunciado a todos sus bienes menos a los caballos; pretendo seguir criándolos, aunque quizá haya de trasladarlos a Génova, o a Ferrara, donde sé que hay una larga tradición y gente muy capacitada para ayudarme en ello.
Martín estaba al corriente de sus devaneos con la noble austriaca Christine, como también de su permanente deseo de tener descendencia. No entendía por qué motivo había sacado el nombre de Laura y su inesperada decisión, pero conocía demasiado bien a su socio para no saber que todo lo hacía con un motivo.
—¿Acaso es porque piensas en Christine como futura madre de tus hijos?
—Veo que me conoces demasiado como para ocultarte algo… Sí, eso es lo que pretendo. Me iré a Génova, donde ella vive la mayor parte del año, para tratar de hacerla mi esposa, aunque todavía he de conquistarla.
—En Génova hay banqueros. De esos que necesitamos —Martín recuperó la conversación anterior con toda intención.