El jinete del silencio (36 page)

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Authors: Gonzalo Giner

BOOK: El jinete del silencio
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—¿Y ahora no me habláis? —le recriminó con severidad.

—No puedo…

Volker no entendía qué estaba sucediendo y pensó en Carmen.

—¡Ahora mismo iré a verla! —Tomó dirección hacia los dormitorios cada vez más preocupado. Lo siguieron dos de los sirvientes con intención de evitarlo.

Al llegar a su puerta y ver que estaba cerrada tocó con los nudillos. De inmediato cayeron sobre él los dos hombres y forcejearon.

—¿Carmen…, me oyes? —gritó para saber si estaba dentro.

—Sí… —contestó ella desde su interior—. ¡Gracias a Dios que ya estás de vuelta! —La mujer se acercó hasta la puerta para hacerse entender. Le pareció escuchar más voces—. Volker —siguió hablando ajena a las dificultades que tenía él para quitarse a los dos hombres de encima—. Es horrible; ¡me ha encerrado! He visto cosas espantosas… ¡Blasco es un ser peligroso, es un monstruo!

De un fuerte puñetazo el alemán tumbó a uno y cuando fue a por el otro este huyó al sentir la amenaza de sus puños y ver a su compañero en el suelo con la ceja partida y sangrando.

—Espera que busque algo con que forzarla.

En cuanto estalló la cerradura y se abrió la puerta, Carmen se echó en sus brazos presa de un ataque de angustia. Le contó medio atropellada todo lo que había descubierto en la habitación secreta, y el pavor que desde entonces sentía ante su propio futuro con el sátrapa de su marido. No sabía dónde estaba en esos momentos, solo que había salido tras dos esclavos según le había contado su dama de compañía, a la única que le estaba permitida la entrada en su alcoba.

—Creo que anda persiguiendo al chico ese de las caballerizas y a una joven esclava negra. Temo por sus vidas; Volker… Es todo tan horrible… Está loco, y no sé qué puede hacerles si los encuentra… Me dan muchísima pena y creo que deberíamos ayudarlos, ¿no lo ves así?

Hicieron llamar a su dama de compañía y entre los dos consiguieron ampliar la información necesaria. Oyeron hablar de la montaña azul como seguro destino de los huidos por ser el lugar de la isla que se mantenía fuera del control de las autoridades y hacendados.

—Pero no sé si estaréis a tiempo, mi señor. Esas persecuciones suelen convertirse en algo mucho peor…

—¿Qué queréis decir? —Volker interpeló a la chica con gesto serio.

—Que al señor le gusta cazar personas…

Carmen miró a Volker horrorizada y le rogó que fuera en su ayuda. Él dudó qué hacer. Su obligación estaba con ella, que también se hallaba en peligro, pero tampoco podía sentirse ajeno a la brutalidad que Blasco pretendía llevar a cabo. La expresión de súplica que vio en su mirada, la promesa de que iba a tener preparado todo para huir a su vuelta y de que guardaría la máxima precaución le terminaron de convencer. Se despidió encomendando su custodia a la joven dama de compañía y sin perder un minuto mandó ensillar un caballo para salir a toda velocidad en su busca.

No podía permitir que Blasco cometiera una salvajada más.

* * *

Habían dejado atrás el bosque de cedros, y estaban a diez cuerdas de una majestuosa pared de piedra, quebrada por infinidad de rendijas, por donde deberían ascender para llegar a los campamentos indígenas.

La chica se apoyó un momento en Yago para tomar aire cuando llegaron a las rocas. Le dio un espontáneo beso en la mejilla, se rasgó la falda para ascender con menos dificultad y estudió por dónde hacerlo para que a Yago le fuera más sencillo. Él la siguió sin perder su cercanía.

Después de salvar un repecho bastante afilado, Hiasy se volvió para mirar. Si los perseguían, como ella sospechaba, aquella pared desnuda no era el mejor lugar para esconderse. Tenían que escalarla deprisa para no quedar tan expuestos. Se lo explicó, pero pronto comprobó que Yago no podía ir más rápido. Se concentraba en lo que hacía y ponía toda su voluntad en ello, pero a veces dudaba demasiado cuando se enfrentaba a una dificultad y se quedaba quieto. Escucharlo ronronear en esos momentos no le gustaba nada. Aquella reacción podía ser un primer aviso de un posterior ataque de rabia que le dejaría bloqueado e inmóvil, algo que no debían permitirse.

De repente se escuchó el galope de unos caballos. Hiasy los localizó en el comienzo del llano, miró lo que les faltaba por subir y al ver la dificultad de su objetivo se prometió no perder un segundo.

—Subir… ¡Corre…! —Forzó a Yago para que mirara hacia atrás y viera que los seguían. Él pareció captar la idea, pues desde entonces se concentró aún más en su ascenso.

A pesar de ver cómo sus pies resbalaban y de estar en más de una ocasión a punto de precipitarse al vacío, fueron ganando agilidad de tal modo que conseguían sujetarse en cualquier hendidura abierta en la piedra, por pequeña que fuese.

Volker cabalgaba por detrás del grupo de Blasco, pero les iba ganando terreno al encontrar el camino abierto por sus perseguidos entre el follaje de la jungla. No terminaba de entender cómo alguien que se vanagloriaba de ser amante de las artes y de la cultura podía lanzarse a cometer una acción tan horrenda como una cacería humana. Pero su capacidad de sorpresa se vio superada al cruzarse en su camino con más de una docena de esclavos colgados boca abajo de los árboles, en distinto grado de descomposición. Al pasar cerca de ellos vio que sobre la piel tenían marcados a fuego extraños símbolos, y que algunos estaban horriblemente mutilados.

Antes de salir de la Bruma Negra había cogido de la armería un arco, un puñado de flechas y una espada. En su despedida, acordó con Carmen que escapara de la plantación sola si en dos días él no regresaba, y que buscara al sur de la isla un monasterio franciscano donde encontraría amparo. Ahí debía esperarlo.

Don Luis Espinosa participó en el coro de aullidos con el que se arrancó su grupo al localizar a los dos perseguidos. De momento tan solo eran dos sombras que ascendían sobre la pared rocosa, pero por fin habían dado con ellos. Miró a Blasco y lo encontró concentrado en los chicos. Se preguntó cómo harían para capturarlos. Los huidos llevaban ascendida media pared y calculó la dificultad de la escalada. Lo más probable era que escapasen.

Pero de pronto observó a sus acompañantes preparándose para disparar sus arcos y entendió en qué iba a consistir lo siguiente. Aquella no iba a ser una persecución normal, se trataba de una auténtica cacería.

Los demás gritaban muy excitados y no demostraban tener el menor escrúpulo en matar. No era algo que a él le moviera demasiado, nunca lo había practicado sin motivo, pero de repente sintió una irrefrenable tentación de hacerlo. Soltó las riendas, se apretó al costillar del caballo con las rodillas, echó mano a la espalda para buscar una flecha de su aljaba, tensó la cuerda del arco con todas sus fuerzas y apuntó. Conocía al chico al haberse cruzado con él en dos ocasiones; la primera, poco después de su llegada cuando lo vio pasar en procesión hacia las canteras, y la segunda, mientras trabajaba en las cuadras la semana anterior. No era un muchacho que pasara inadvertido, pero Luis además vio algo especial en él: sus ojos. Quizá fuera su color azul o la expresión de su mirada, o ambas cosas, pero le fueron extrañamente familiares.

Calculó mejor la distancia de tiro, corrigió la altura una vez estaban más cerca de ellos y creyó poder alcanzarlo. Apuntó al pecho del chico, tensó la cuerda al máximo y calculó su velocidad de ascenso para adelantar la flecha a su recorrido, pero de pronto se detuvo cuando vio factible el tiro. Sintió un repentino impulso que le impedía disparar. No podía entender a qué se debía, pero tomó la decisión de corregir su objetivo; apuntó a la chica y le disparó una primera flecha sin éxito. Estaban demasiado lejos. Apretaron la carrera sin dejar de mirar la pared y guardaron un silencio cómplice.

En ese justo momento pisó la explanada Volker en su caballo, completamente sudado y exhausto. Una vez estudió la posición de todos, la de sus perseguidos y la de los dos chicos, a los que pudo distinguir como un par de puntos en la pared, clavó las espuelas a su corcel para exigirle un último esfuerzo. El animal relinchó agotado, pero aceleró el paso obedeciendo a su jinete.

Hiasy comprobó muy agobiada lo cerca que estaban de ellos. Temió sus flechas y no supo si estaban a la suficiente distancia como para evitarlas. Miró hacia la cumbre pero tampoco consiguió verla y por tanto supuso que todavía les faltaba un buen tramo para alcanzarla.

—Yago. ¡Cuidado! —Acababa de escuchar el silbido de una primera flecha que se quebró contra la pared por debajo de ellos, y a esta la siguieron otras que se acercaban demasiado. Él no podía ir más rápido, estaba agotado. Hiasy cerró los ojos, apretó la mandíbula y confió en su suerte. Era consciente de que desde ese momento podía ser alcanzada por cualquier flecha y que no estarían a salvo hasta superar el borde del cortado. Lo único que podía hacer era poner menos cuidado en su ascenso, apoyar los pies donde primero cayeran y así ganar velocidad. Yago, al notar que se adelantaba, la imitó.

Volker seguía sin creerse lo que pretendían, pero cuando los vio disparar hacia los jóvenes fugitivos apuntó su arco hacia uno de los perseguidores, el que iba más retrasado. La flecha le atravesó el cuello y al caer el hombre derribó consigo a su caballo. Tomando provecho de la sorpresa, todavía pudo disparar un segundo acero contra el pecho de otro de los individuos, al que alcanzó por su izquierda, hiriéndolo de muerte. Ya solo le faltaban tres; a los dos más avanzados los reconoció de inmediato, pero había un tercero. Una vez que Luis y Blasco advirtieron los efectos de su rápida intervención, se volvieron en seco para ir a su encuentro.

Antes de ver cómo sus arcos se tensaban y de sentir el brillo de las flechas que lo apuntaban, Volker frenó de golpe su caballo, cambió su trayectoria y evitó ser un blanco fácil. Hizo que el animal zigzagueara en un juego de arrancadas y frenadas hasta conseguir eludir con eficacia los aceros que no dejaban de dispararle y cada vez a menos distancia.

Como buen militar calculó con frialdad cuáles eran sus posibilidades y llegó a la conclusión de que no eran muchas. De momento todo dependía de la agilidad del caballo y hasta entonces no podía quejarse. El rendimiento que estaba obteniendo de él era mucho mejor de lo esperable, sobre todo después del agotador ascenso al que lo había sometido. Para ganar distancia con sus perseguidores y a la vez alejarlos de los dos huidos, no le quedaba otro remedio que hacerlos galopar en línea recta. De este modo, cambiarían de dirección y los dos jóvenes dispondrían de tiempo suficiente para alcanzar la cumbre.

Una vez decidido, miró al frente, dio la orden al caballo, le clavó las espuelas y se lanzó a la carrera sin saber hacia dónde se dirigía, pues lo que tenía frente a él era una pequeña loma que ocultaba su otra cara.

Sin embargo, Blasco sí sabía lo que le esperaba al otro lado: un enorme cortado. Se detuvo, mandó a los demás hacer lo mismo y esperó a ver lo inevitable, con una sonrisa maliciosa.

—Ha sido un placer conoceros, Volker…

Tiró de las riendas para buscar la pared rocosa y se maldijo al ver que los dos esclavos habían logrado superarla y escapaban. La aparición de Volker había estropeado sus planes, pero además suponía que alguien se había ido de la lengua en la Bruma Negra. Imaginó que se trataba de Carmen, y se lamentó por no haber terminado con ella antes.

Yago y Hiasy consiguieron alcanzar la cima sin entender por qué habían dejado de dispararles. Al mirar hacia abajo descubrieron a otro jinete huyendo del resto. Hiasy tomó de la mano a Yago y corrieron hacia un oscuro bosque, donde a menos de media jornada encontrarían las cabañas de los taínos. Con la respiración acelerada y todavía nerviosa pudo decir algo que llevaba mucho tiempo añorando, todo un tesoro en una sola palabra que surgió firme y feliz.

—Libertad…

Volker, al no sentir el eco de los caballos de sus perseguidores, creyó que no lo seguían. Se preguntó qué habría pasado y a punto estuvo de darse la vuelta, pero no tuvo tiempo. Lo vio demasiado tarde, y aunque quiso frenar a su caballo, le fue imposible.

Ambos se precipitaron al vacío.

XV

Cuando Camilo y Fabián pisaron el muelle del puerto de Sevilla la Nueva todavía estaban mareados…

Las últimas dos jornadas de navegación habían resultado penosas por culpa de una persistente tormenta de agua, unida a un intenso vendaval. El aire, junto con la cortina de lluvia y las gigantescas olas que rompían sobre las traviesas de la Torcal, batieron sin piedad la embarcación y a sus tripulantes, haciéndoles dudar si no estaban viviendo el fin de sus días.

Fabián había navegado en otras ocasiones y sabía cómo superar esas tormentas, pero Camilo no. Él solo supo rezar y rezar, implorar clemencia a Dios, convencido de que aquello respondía a un castigo por su pecado, al ver en las monstruosas olas que a veces doblaban en altura al barco la ira de su Señor.

Llegaron a Jamaica a mediados de mayo, en un soleado día que nada tenía que ver con las difíciles jornadas anteriores. Una vez en la explanada del puerto, Camilo pisó tierra firme con alivio y caminó algunos pasos hasta sentir que el suelo ya no se movía como hasta entonces. Sin perder de vista las operaciones de descarga y al tanto de que sus pertenencias fueran dejadas sobre el muelle, pasearon a lo largo del mismo para relajar un poco las piernas.

—¿A quién hemos de preguntar por el hacendado? —Fray Camilo se sorprendió por la cantidad de gente que pululaba a lo largo y ancho de la dársena, y ante las muchas razas y diferentes colores de piel que allí había.

—No hay puerto que no tenga una buena taberna; allí todo se sabe. No son lugares demasiado recomendables, pero casi siempre se consigue lo que se busca… —Fabián entendía que la sordidez propia de aquellos ambientes tal vez no fuese una agradable experiencia para un monje.

Después de recorrer unas cuantas tabernas y de preguntar a todo aquel que les pareció, no obtuvieron la menor pista sobre Blasco Méndez de Figueroa. Ninguno ocultaba saber de quién estaban hablando, pero los miraban con desconfianza, como si el solo hecho de mencionar ese nombre arrastrara una maldición. Los dejaban con la palabra en la boca y la única respuesta que obtenían era un absurdo silencio.

Durante todo el día recorrieron sin éxito el puerto y la ciudad. Se sentían agotados y sobre todo atónitos. A punto de anochecer repitieron en una de las tabernas a la que ya habían entrado por la mañana, ahora para descansar y comer algo; se llamaba la Taberna del Loro.

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