Read El jinete del silencio Online
Authors: Gonzalo Giner
—¡Por Dios, estaos quieta de una vez! No os haremos nada, creednos. Somos gente de bien. Este hombre es monje.
Ella lo miró de reojo sin creérselo. No llevaba hábito y su cabellera no era la común en un hombre de Dios. Mordió a Fabián en la mano, gritó enfurecida y consiguió hacerle perder la paciencia. El guarda no pudo resistirse más y la abofeteó.
—Insisto, señora, no hagáis que tenga que volver a pegaros, lo odio. Hemos venido desde Jerez en busca de unos caballos que fueron robados, y de un chico que vino con ellos. He sido guarda de la Saca y mi amigo Camilo es cartujo, de la cartuja de Jerez donde fueron sustraídos algunos de estos caballos…
—El chico se llama Yago —lo interrumpió Camilo—. ¿Sabéis quién es?
—Claro —contestó ella con menos temor. Le parecieron de fiar.
—Dejadme huir, por favor —lloriqueó indefensa—. Si mi marido me encuentra me matará, y puede que ahora mismo esté buscándome.
—¿Quién es vuestro marido?, y sobre todo, ¿por qué pensáis eso? —Fabián la dejó incorporarse y les contó, atragantándose por la urgencia, quién era y qué había descubierto. Les siguió explicando algún que otro detalle más mientras elegía una montura con mucha prisa, y les pidió que la dejaran ir.
—Prometí a Volker, quien ha sido mi más leal acompañante, que huiría de la plantación si pasados dos días no volvía a recogerme… —Se le nubló la mirada al pensar en su suerte—. Le habrá pasado algo por tratar de evitar esa horrible cacería… —Entre lágrimas se dirigió hacia los caballos y eligió el primero de ellos. No pudo ponerle la montura debido a lo mucho que pesaba, pero Fabián lo hizo por ella. En su rápido relato no volvió a nombrar a Yago, al que había asegurado conocer.
—¿Y el chico? —Camilo la paró en seco.
Ella le respondió con un gesto de conmiseración.
—Lo siento... No os puedo dar buenas noticias. Sé que escapó con una esclava a la montaña, y que mi marido, junto con un invitado de vuestra tierra, salió en su busca para nada bueno. Desconozco si consiguieron atraparlos, pero de ser así sería terrible, lo siento… —Bajó la mirada, avergonzada de haber convivido con aquel bárbaro.
—¿Qué queréis decir? —Fabián ató la montura por debajo del pecho del caballo.
Para que entendieran quién era Blasco les explicó lo que había visto en el baúl, las monstruosidades que habría cometido con no sabía cuántas esclavas y su afición por las cacerías humanas.
—Puede que los dos chicos hayan sido sus presas… —Los miró apenada—. Siento ser tan dura, pero no puedo permanecer aquí ni un minuto más… —se justificó muy nerviosa. Terminó de colocar una cabezada al caballo, temblándole las manos, y lo montó con agilidad.
Camilo estaba pálido, parecía no poder respirar y tampoco hablar. Lo que acababa de oír sobre Yago no podía ser peor. La posibilidad de que hubiera sido cazado de forma tan brutal por aquel infame, como si te tratara de un animal, le desgarraba la conciencia y también el corazón. Se apoyó sobre la pared del establo impotente y desorientado. No sabía qué hacer. Fabián, consciente de su estado, le fue casi empujando para que montara un caballo.
El caballerizo seguía sin aparecer, él era un caballero, y la mujer estaba demasiado angustiada para dejarla huir sola. Decidió que la acompañarían hasta el monasterio, que ella había nombrado, donde debía encontrarse con aquel alemán. Por el momento, esa era la mejor decisión y la más prudente.
Luis Espinosa corría a escasa distancia de Blasco preocupado por las intenciones que llevaba.
El hacendado iba gritando el nombre de Carmen en un ataque de locura.
Lo escucharon antes de haber conseguido salir de las cuadras, y dada la intensidad de su voz pudo oírlo toda la plantación. Nada más abandonar las caballerizas lo vieron correr hacia ellos desde lo alto de una colina y con algo brillante en la mano.
Desde un pabellón cercano salió un hombre que Carmen identificó como el caballerizo mayor, y a partir de entonces todo sucedió demasiado rápido. Como el sorprendido empleado se interpuso en el camino de Blasco, sin tiempo de entender lo que estaba sucediendo, recibió en su vientre el mortal acero de parte de su patrón.
Camilo, Fabián y Carmen, nada más presenciar la fulminante suerte del pobre hombre, obligaron a sus caballos a correr en dirección contraria a la de Blasco, esquivaron su presencia y se precipitaron al galope por la ladera opuesta. Pero fue al mirar hacia atrás para ver la reacción de Blasco cuando Mandrago se detuvo en seco. Estaba forcejeando con alguien a quien, a pesar de la oscuridad, logró reconocer; se trataba nada menos que de Luis Espinosa. Sintió como su corazón se aceleraba y los músculos se tensaban ante la imagen de su peor enemigo. En unos segundos, los ocho duros años de su exilio y los muchos males que había padecido por su culpa se le atragantaron en su mente, sin dejar espacio a ningún pensamiento. Notó cómo cada una de sus cicatrices clamaba venganza, y sintió fluir su propia sangre como un torrente hasta repartirse por cada rincón de su cuerpo, exigiéndole acción. Apretó las manos sobre las riendas, mandó a Carmen y a Camilo que huyeran, clavó los estribos en las costillas del caballo y fijando los ojos en su objetivo se lanzó al galope para encontrarse con el hombre que había malogrado su carrera, su vida, y que había ensombrecido su alma con los peores sentimientos.
Cuando llegó hasta Luis se lanzó sobre su espalda, un instante después de ver cómo este dejaba inconsciente a Blasco de un golpe en la cabeza. Lo había hecho en defensa propia cuando Méndez de Figueroa, completamente fuera de sí, y preso de un ataque de ira al ver a su mujer huyendo, le intentó clavar el puñal.
Luis, todavía aturdido por la brutal reacción de Blasco, tenía que asumir con urgencia la inexplicable presencia de aquel guarda allí. Por eso tardó unos segundos en reaccionar, pero en cuanto lo hizo se concentró en esquivar sus puños. Fabián actuaba movido por la ira, sin poner cabeza en ello, descargando sobre su enemigo toda la rabia acumulada. Luis, al advertirlo, trató de sacar ventaja de ello y se dejó golpear sin apenas poner resistencia, a pesar de la dureza de los puñetazos, hasta que notó que el guarda empezaba a ver seguro su éxito, momento que aprovechó para asestarle por sorpresa una puñalada en la pierna. Logró zafarse de él y corrió hacia las cuadras para hacerse con un caballo. Fabián tardó solo un minuto más en hacer lo mismo con la pierna herida, y montó otro con intención de perseguirlo hasta donde hiciera falta.
Esta vez no se le iba a escapar.
Mientras, Camilo y Carmen seguían alejándose de la Bruma Negra sin saber qué habría pasado con Fabián. Frente a ellos solo había oscuridad y un espeso bosque donde esconderse. Lo atravesaron callados, con el eco del paso de sus caballos, su agitada respiración, un doloroso silencio en el corazón de Camilo y las lágrimas de aquella pobre mujer que dejaba atrás el capítulo más amargo de su vida.
Nada se había sabido sobre Volker.
Blasco lo había dado por muerto y Carmen lo esperaba en el monasterio de los franciscanos con tanta ansiedad como incertidumbre.
Pero había alguien que había decidido devolverle a la vida. Alguien que no hablaba su lengua, una mujer de ojos rasgados, nariz roma y piel pintada de rojo. Volker la llamó Uma sin saber si ese era realmente su nombre o se trataba de otra palabra de las muchas que no entendía cuando le hablaba aquella india taína.
Lo ayudó a recorrer su larga primera noche, casi moribundo, sin permitirle entrar en el mundo de los muertos. Le curó las heridas, le habló entre susurros, entonó suaves cánticos, y en todo momento actuó sola.
Lo había encontrado sin conocimiento en un meandro del gran río. Volker había pasado dos horas luchando contra sus aguas, después de haber superado los endiablados rápidos que formaba el río al dejar atrás la profunda laguna donde había caído con su caballo. El animal no había tenido la misma suerte al no sobrevivir al choque contra una afilada roca que asomaba del agua.
Volker no entendió de dónde había salido Uma ni qué motivaba tanta generosidad. Aquella mujer de color cobrizo, melena negra y ojos amistosos le preparó emplastes de hojas, con los que envolvió sus piernas heridas, con la sabiduría que había heredado de sus antepasados. Le dio de comer, lo lavó, y curó cada uno de sus rasguños y heridas durante tres días. Y hasta le regaló su propio calor durmiendo a su lado.
—¿Por qué haces esto por mí?… ¿Quién eres? —le preguntó al anochecer del primer día al sentirla tan cerca de su cuerpo. Ella esbozó una sonrisa, le acarició una mejilla y quiso dormir.
Volker la observó a la luz de la luna, todavía agotado por los esfuerzos realizados para sobrevivir a las tempestuosas aguas. No creía en Dios, pero esa india era sin duda lo más parecido a un ángel, eficaz, callada y llena de misterios.
A la mañana del cuarto día cuando Volker se despertó, ya no estaba, había desaparecido. Se incorporó con dificultad y buscó por los alrededores pero no dio con ella. Solo vio una canoa y un canasto con fruta.
Tardó dos horas en recuperar el tono de sus piernas, se zampó la comida y puso proa río abajo hasta dar con el primer lugar habitado. Tenía un plan que poner en marcha. Denunciaría a Blasco y a su amigo Espinosa en Sevilla la Nueva, pero lo haría ante el abad como máxima autoridad eclesiástica de la isla y no ante los jurados o el gobernador, sobre quienes recaían demasiadas sospechas de connivencia con Blasco. Los restos humanos salvajemente mutilados que había visto por la selva y lo que Carmen había encontrado en aquella habitación eran suficiente argumento para atraerse la atención de la Iglesia. Preveía que las autoridades civiles se pondrían del lado del terrateniente, sin embargo, existían viejas disputas entre el gobernador y el abad, con muertos de por medio, así que estaba convencido de que el prelado se tomaría el caso con interés, y era de suponer que tras su testimonio abriría una investigación sobre los numerosos desmanes que se habían vivido en la Bruma Negra.
Una vez cumplido ese primer objetivo y sin perder tiempo, iría a buscar a Carmen al monasterio.
Lo siguiente que hizo, nada más verse con el abad y dar cumplida acusación de todo lo que sabía, fue buscar a alguien que le vendiera un caballo.
—Quedaos entonces con mi anillo. —Tras haber perdido todo su dinero en su caída, Volker no conseguía convencer al desconfiado comerciante, poco dispuesto a ese cambio cuando el caballo que había elegido valía mucho más—. Os juro que poseo recursos suficientes… Prestádmelo de momento, prometo que os doblaré su precio. Necesito resolver unas gestiones antes de poder ir a la Bruma Negra a por mis ducados, allí los tengo. Os lo ruego. —Acariciaba el cuello de un corcel castaño de ojos vivos y aspecto sano y fuerte.
En la misma cuadra, esperando a que herraran al suyo, se encontraba otro tipo corpulento que no pudo evitar escuchar el nombre de la plantación. Se volvió para hablar con él.
—Me ha parecido entender que pretendéis ir a la Bruma Negra. ¿Acaso trabajáis allí?
Volker desconfió del hombre, pero le contestó.
—No, no tengo nada que ver con la Bruma Negra. Soy militar, estoy de paso, y necesito un caballo para buscar a una mujer que me espera.
Camilo pensó de inmediato en Carmen, a quien habían dejado dos días antes en aquel monasterio franciscano a mitad de camino entre la plantación y Sevilla la Nueva, al oeste de la misma. Recordó que ella les había hablado de un alemán como su protector, y el hombre no podía disimular su acento. Camilo se adelantó dándole su nombre, a la espera de que él hiciera lo mismo.
—De acuerdo, yo me llamo Volker. Volker Wortmann.
Camilo se dirigió al vendedor dejándole con la palabra en la boca.
—Yo mismo pagaré el caballo a este señor, y ensillad pronto el mío, tengo prisa. —Abrió una bolsita de cuero y sacó un puñado de escudos de oro. Se dirigió a Volker en tono cordial, tratando de compensar lo extraño de la situación—. Entiendo vuestra confusión, pero salgamos afuera y os cuento.
Una vez en el exterior, Volker se fijó mejor en Camilo. Tenía un aire diferente al que acostumbraba a ver en los tipos que había conocido por la isla, aventureros o desterrados. Parecía un hombre de Dios, pero no se lo preguntó por prudencia, eso sí, se previno para entender mejor sus intenciones.
—Vuestra Carmen está a salvo. —Camilo decidió dejarse de formalidades, urgido por la búsqueda de Yago en una isla que desconocía y sin saber por dónde empezar.
Fabián había desaparecido, era el segundo día sin tener noticias de nadie, y se había decidido a organizar una expedición, tenía los víveres necesarios y hasta un guía. No disponía de tiempo para andarse con rodeos, pero la expresión atónita del alemán le obligó a dar una explicación. Le contó lo que había sucedido en la Bruma Negra aquella noche, el encuentro con Carmen, dónde la había dejado siguiendo sus propias instrucciones, qué había motivado su viaje desde España en compañía de un guarda de la Saca de nombre Fabián, su condición de cartujo, y sobre todo mencionó a Yago. Volker escuchaba con atención sus palabras atando cabos, en silencio. Recordó al chico huyendo con la esclava por la escarpada pared de la montaña y lo interrumpió.
—Sé dónde pueden estar…
—¿De quién habláis?
—De Yago y esa chica. Desconozco qué lo motivó, pero siento contaros que vuestro joven amigo y esa chica fueron víctimas de una horrenda cacería por parte de Blasco y de don Luis Espinosa, como si se tratase de bestias. En el momento en que Carmen me informó sobre las intenciones de su marido traté de ayudarlos como pude, cuando buscaban el abrigo de la montaña azul, y aunque no tengo toda la certeza, imagino que escaparon. —Volker, consciente del efecto de sus palabras, apoyó una mano en el hombro del cartujo.
—¿Cómo podemos saber si lo consiguieron?
—Vi cómo ascendían por un difícil cortado, pero no logré ver nada más, pues fue cuando tuve el accidente…
Volker le resumió lo sucedido, y se extendió a continuación sobre lo que sabía de unos y otros, así como sobre los motivos que lo habían llevado a Jamaica. Le habló de Yago, de su breve pero intensa relación. Sin embargo, cuando llegó el momento de explicar la abominable cacería que había tratado de evitar, no entró en detalles para evitarle más dolor del que ya reflejaba. Terminó sus explicaciones con las razones de su promesa de protección hacia Carmen, y cuáles eran por tanto sus actuales intenciones.